I
Un día, al amanecer, el Doctor Aira se encontró caminando por una calle arbolada de un barrio de Buenos Aires. Sufría de una especie de sonambulismo y no se le hacía demasiado raro recuperar la conciencia de sí mismo en callecitas extrañas que en realidad conocía bien, porque todas eran iguales. Su vida era la de un caminador a medias distraído, a medias atento (a medias ausente, a medias presente), que en esas alternancias iba creando su continuidad, es decir su estilo, o en otra palabra, y cerrando el círculo, su vida; y así sería hasta que su vida llegara al final, cuando se muriera. Como ya bordeaba los cincuenta años, ese término, cercano o lejano, podía suceder en cualquier momento.
Un hermoso cedro del Líbano, en la vereda de un chalecito pretencioso, alzaba su redonda copa orgullosa en el aire gris rosado. Se detuvo a contemplarlo, transido de admiración y cariño. Le dirigió in péctore un pequeño discurso, en el que se mezclaban el elogio, la devoción (el pedido de protección) y, curiosamente, algunos rasgos descriptivos; porque había notado que la devoción con el tiempo tendía a hacerse un poco abstracta y automática. En este caso notó que la copa del árbol estaba pelada y poblada a la vez; se veía el cielo a través de ella, pero tenía hojas. Poniéndose en puntas de pie para acercar la cara a las ramas bajas (era muy miope) vio que las hojas, que eran como plumitas de un verde oliváceo, estaban a medias enroscadas sobre sí mismas; quizás las perdería más adelante; estaban a fines del otoño, y los árboles resistían penosamente.
«Yo no creo, sinceramente, que la humanidad pueda seguir mucho tiempo más por este camino. Nuestra especie ha llegado a un punto tal de predominio en el planeta que ya no debe enfrentar ninguna amenaza seria, y es como si no nos quedara más que seguir viviendo, disfrutando de lo que podamos, sin ninguna apuesta vital en juego. Y seguimos avanzando en esa dirección, asegurando lo ya seguro. En todo avance, o retroceso, por gradual que sea, se atraviesan umbrales irreversibles, y quién sabe cuáles hemos cruzado ya, o estamos cruzando en este preciso momento. Umbrales que podrían hacer reaccionar a la Naturaleza, entendiendo por Naturaleza el mecanismo regulador general de la vida. Quizás esta frivolidad a la que hemos llegado la irrite, quizás ella no puede permitirse que una especie, ni siquiera la nuestra, se libere de sus necesidades básicas de especie… Estoy personalizando abusivamente, por supuesto, hipostasiando y externalizando fuerzas que están en nosotros mismos, pero yo me entiendo de todos modos.»
¡Qué cosas para decirle a un árbol!
«Y no es que esté profetizando nada, y menos que nada catástrofes o plagas, ni siquiera de las sutiles, ¡qué va! Si mi razonamiento es correcto, los mecanismos correctivos están sucediendo dentro del bienestar y como parte de él… Pero no sé cómo.»
Había seguido caminando y ya estaba lejos del arbolito. Cada tanto se volvía a detener y clavaba la vista con gesto de profunda concentración en un punto cualquiera del vecindario que lo rodeaba. Eran unas frenadas súbitas, que duraban cosa de medio minuto, y no parecían responder a ninguna regularidad. Sólo él sabía a qué obedecían, y era improbable que alguna vez fuera a decírselo a nadie. Eran paradas de vergüenza; coincidían con el recuerdo, que emergía en las volutas de su divagación ociosa, de algún papelón. No es que se complaciera en esos recuerdos, todo lo contrario; no podía impedir que surgieran de pronto, en la marea mental. Y su aparición tenía tanto vigor que le paralizaba las piernas, lo detenía, y debía esperar un momento hasta tomar nuevo impulso y seguir su marcha. Del bochorno del pasado lo sacaba el tiempo… Ya lo había sacado, lo había traído al presente. Los papelones eran detenciones del tiempo, ahí se coagulaba todo. Eran sólo recuerdos; estaban guardados en la más inviolable de las cajas fuertes, la que ningún extraño puede abrir.
Eran pequeñas desgracias ridículas perfectamente privadas, torpezas, metidas de pata, que no le concernían más que a él; le habían quedado grabadas, como grumos de sentido en la corriente de los acontecimientos. Por algún motivo eran irreductibles. Se resistían a toda traducción, por ejemplo a un pasaje al presente. Cuando se hacían presentes, lo paralizaban en su actividad sonambúlica, que era la que las sacaba de su escondite laberíntico de pasado. Cuanto más caminaba, más probabilidad había de que pescara una, contra su voluntad. Lo cual volvía sus interminables paseos recorridas del dédalo bifurcado de su pasada juventud. Quizás había una regularidad después de todo, haciendo alguna clase de dibujo en el espacio-tiempo, con las detenciones creando una distancia vacía… Pero no podría resolver el extraño teorema si no llegaba a explicarse por qué su marcha se interrumpía cuando asomaba un recuerdo de esa naturaleza; que se quedara mirando fijo algún punto podía explicarse como un intento de disimular, como si ese punto le interesara tanto que lo obligara a detenerse. Pero la detención en sí, la relación entre papelón e inmovilidad, seguía oscura, como no recurriera a interpretaciones psicológicas. Quizás la clave estaba en la naturaleza misma de aquellos momentos embarazosos, en su esencia o común denominador. Si era así, lo que estaba actuando era la compulsión a la repetición en su aspecto más puramente formal.
Yendo más a fondo en la cuestión, estaba por supuesto el hecho de que los papelones hubieran ocurrido. A todos les pasan. Son un accidente inevitable de la sociabilidad, y el único remedio es el olvido. El único, realmente, porque el tiempo no vuelve atrás y no se puede corregirlos o borrarlos. Como en su caso no podía contar con el olvido (tenía una memoria de elefante) había recurrido a la soledad, a una casi completa enajenación de sus semejantes, así al menos se aseguraba de minimizar los efectos de su incurable torpeza, de su aturdimiento. Y el sonambulismo, en otro nivel de su conciencia y sus intenciones, debía de ir en la misma dirección; como una redención a posteriori, si era cierto que el sonámbulo actuaba con la elegancia de la perfecta eficacia.
Para ser sincero consigo mismo, debía reconocer que no se trataba sólo de papelones; aquí el común denominador se ampliaba a lo largo de una línea más bien sinuosa que no resultaba fácil seguir. O bien había que ampliar la definición del papelón: porque también podía tratarse de pequeñas villanías, mezquindades, errores de cálculo, cobardías, en fin, todo el alimento de la vergüenza íntima y retrospectiva. Y no es que se culpara (aunque una voz interior gritaba durante esos altos: «¡Qué boludo! ¡Qué boludo!»), porque reconocía su calidad de inevitables, en el momento en que habían sucedido. Al menos le quedaba el consuelo de su insignificancia, porque nunca habían sido crímenes, ni había habido más damnificados que su autoestima.
De todos modos, se había prometido que no le volverían a pasar. Para ello no necesitaba más que mantenerse atento, no precipitarse y actuar siempre según las reglas del honor y la buena educación. En su actividad de curador milagroso, un papelón podía tener consecuencias gravísimas.
En una novela los papelones se preparan con toda deliberación, con ingenio y precauciones tanto más paradójicos que resulta más llano y espontáneo escribir una escena donde todos se comportan con corrección. El Doctor Aira identificaba todo paso en falso moral, intelectual o social con un acto de violencia, que dejaba una herida en la piel eminentemente tersa de su comportamiento ideal. Era de esos hombres que no conciben la violencia. Aunque sabía que era absurdo, no podía evitar imaginarse que si él se encontrara, por ejemplo, en la caverna de los ladrones, entre los criminales más salvajes, conduciéndose de modo razonable, hablando, oyendo los argumentos ajenos y exponiendo los suyos, podría evitar la violencia. Aun cuando la situación se prestara a ella, aun cuando los ladrones lo hubieran sorprendido espiando… ¿Pero cómo lo iban a sorprender si no mediaba una intrusión previa de su parte? Y se había prometido no meterse nunca más en situaciones que pudieran resultar embarazosas. Es cierto que a esa caverna hipotética podía haber entrado por error, creyéndola vacía y desocupada; ahí intervenía la atención, que debía estar despierta siempre, sin parpadeos. Lo cual era más fácil de decir que de hacer, aunque para lograrlo había una ejercitación, una ascesis, de la que había hecho su programa de vida. Aun así, podía darse el caso milagroso de que él abriera los ojos de pronto y se encontrara en una caverna llena de mercadería robada, y antes de que tuviera tiempo de reaccionar entrara una banda de sujetos mal entrazados… Por supuesto, estaba en pleno campo de lo imaginario, de las probabilidades remotas. Y dentro de ellas, ¿qué le impedía entablar con los ladrones una conversación civilizada, hasta hacerles entender lo que había pasado, la teletransportación, el sonambulismo…? Pero en ese caso los ladrones también serían parte de la ficción, de la teoría, y su éxito persuasivo no tendría ningún valor de demostración. La realidad real estaba hecha de sangre y golpes y gritos y portazos. El glaseado de la cortesía a la larga recibía un arañazo, si no en esta línea causal de hechos, en otra, en la que salía de una bifurcación del tiempo, eso era inevitable.
Un perrazo echado en la entrada de un taller mecánico se levantó al verlo acercarse y le mostró los dientes. Se cubrió de un sudor helado instantáneo. Qué increíble desconsideración la de los dueños de esos animales, que los dejan sueltos en la vereda y responden a cualquier reclamo con el consabido «Es manso, no hace nada». Lo dicen con toda sinceridad, muy convencidos, pero no se han detenido a pensar que el resto del mundo no tiene por qué compartir esa convicción y menos frente a un manto negro del tamaño de una moto, que se le viene encima…
Su primer contacto con el mundo de la medicina paranormal había sido con perros. Durante los años de su infancia, en Coronel Pringles, una ordenanza del intendente Uthurralt había expulsado a estos animales del ejido urbano, sin excepciones ni apelaciones, a la china. Sólo el miedo (era la época de la terrible epidemia de poliomielitis) hizo que fuera obedecido, a despecho del apego que suele crearse entre amo y mascota. Además, la expulsión tenía un carácter provisional, aunque terminó prolongándose tres años y nadie debió desprenderse realmente de su animal, pues bastó con internarlos en el campo; en un pueblo que vivía de la actividad rural, a nadie le faltaba un pariente o amigo con una chacra en las inmediaciones, y allí fueron a parar los perros. El problema fue que el único veterinario de Pringles quedó apartado de sus pacientes, y si bien aceptaba (no tenía más remedio, si quería seguir trabajando) viajar a atenderlos, el trámite se hacía engorroso y caro. Lo cual era un problema para realizar las castraciones de los cachorros machos que llegaban al estadio reproductor, operaciones tanto más urgentes dadas las circunstancias. Ante la alternativa verdaderamente truculenta de ponerlos en manos de peones que sólo podían hacer una cirugía brutal, al hierro candente y sin la menor precaución aséptica, algunos se pusieron en gastos, otros cerraron los ojos, los más vacilaron… Fue la ocasión que aprovechó un fotógrafo del pueblo, al que apodaban el Loco, para poner en marcha el negocio de unas castraciones a distancia, indoloras, que fueron la sensación pringlense de la temporada. El Doctor Aira, entonces un niño de ocho años, supo del asunto por rumores, monstruosamente deformados en la cámara de ecos de su círculo infantil. En aquella época se hablaba poco de temas semejantes y menos en su familia de clase media decente; sus amiguitos, todos ellos de familias pobres debido a que vivía en un barrio de ranchos, no sufrían de esta desventaja pero la compensaban con la asombrosa ignorancia y credulidad de sus familias.
El método del Loco era de un absurdo ejemplar, pues consistía en una serie bastante larga de inyecciones de penicilina aplicadas al dueño del perro, y el animal quedaba castrado en ausencia. Al menos eso era lo que se podía reconstruir de las historias que corrían. Nunca pudo averiguar más y quizás no había nada más. Tampoco supo de modo fehaciente si alguien se había sometido al extraño tratamiento. Pero con esos datos le bastó para reinventar por su cuenta la posibilidad de la acción a distancia, de la eficacia discontinua, que creaba un nuevo continuo, entre elementos heterogéneos, y todo su paisaje mental se conformó en adelante sobre esa premisa. El método del Loco dejó de usarse (si es que se usó alguna vez en realidad) poco después, en medio de un escándalo de proporciones. Porque en una chacra cerca del pueblo nació un perro sin cabeza, un cocker spaniel cuyo cuerpo se interrumpía en el cuello, y sin embargo estaba vivo y pudo crecer hasta un estadio adulto.
Fue inevitable que la imaginación popular relacionara una cosa con otra, y el Loco, quizás él también asustado por los efectos de sus maniobras, metió violín en bolsa por el momento. El Doctor Aira no sabía qué había pasado con aquel perro; llegado el momento se habría muerto, como cualquier otro perro. Hubo mucha gente del pueblo que lo fue a ver (a él no lo llevaron). Al parecer el animal era muy vivaz: era hiperkinético, además de acéfalo. Su sistema nervioso culminaba en un bulbo en el cuello, y esa protuberancia, como una piedra de Rosetta, estaba cubierta de marcas que representaban a los ojos, la nariz, la boca, las orejas, y con esas escrituras se las arreglaba. En otras circunstancias, el hecho de que semejante monstruo fuera viable habría atraído la atención de científicos del mundo entero; se lo debería haber considerado una especie de milagro. Pero a esos milagros la gente de campo está acostumbrada; o mejor dicho, paradójicamente, estaba acostumbrada antes, en aquel entonces, cuando vivían más aislados, sin radio ni televisión ni revistas; todo su mundo era el pequeño mundo en el que vivían, y sus leyes admitían excepciones y extensiones, como las admite siempre la totalidad.
Si había pasado con un perro, ¿por qué no podía pasar con un hombre? La posibilidad, la posibilidad infinita e infinitamente fantástica, establecía los límites, siempre tan inmediatos, de la razón. Todas esas razones corteses que él se proponía usar con los ladrones en la caverna se revelaban como una de las formas, apenas, de la contigüidad de las distintas violencias locas de la vida. La razón es uno de los modos de la acción, nada más, sin ningún privilegio especial. Que él la hubiera extendido hasta que cubriera todo, como una panacea para los males de la acción, era apenas un rasgo personal suyo, muy sintomático: lo pintaba de cuerpo entero, pero lo pintaba a él solo y al engaño en que vivía. Porque esos personajes eminentemente razonables que él tanto admiraba y que tomaba de modelos (como Mariano Grondona) eran razonables sólo pour la galerie, se ganaban la vida con eso, pero además tenían una vida real en la que no eran razonables, o lo eran de forma intermitente y sin rigor, según las circunstancias, como tenía que ser. Para que la acción sirviera, había que salir de lo puramente razonable, que siempre sería un esquema abstracto sin verdadera utilidad práctica.
Se salía mediante el realismo. Claro que el realismo era una representación, pero, por eso mismo, cuando se constituía en un discurso completo podía volverse algo espontáneo, un modo de ser. El realismo era una desviación de lo razonable; la teoría indicaba un camino en línea recta, pero el hombre realista que sabía vivir recorría un camino oblicuo y con vueltas y curvas… cada una de esas separaciones de la línea tenía por naturaleza y motor el Mal; no importaba que fuera un Mal atenuado y sin consecuencias, su esencia seguía siendo el Mal, tenía que serlo para que la separación fuera efectiva y se produjera el realismo, y a través del realismo se pudiera ver la realidad al fin, la realidad real, tan distinta de las pálidas fantasías de la razón… Quizás ahí, en esa utilidad tan eminentemente benévola, estaba la función del Mal.
Sobre el aire de la quieta mañana de barrio se había montado la sirena de una ambulancia, que parecía apuradísima pero que también parecía andar dando vueltas, ir y venir por esas callecitas desiertas, como si no encontrara su rumbo. Es bien conocido el fenómeno físico por el que una sirena suena muy distinta cuando se acerca y cuando se aleja, aunque las distancias sean iguales. Esa diferencia le permitía reconstruir al Doctor Aira el recorrido intrincado de la ambulancia. Lo había venido haciendo sin darse cuenta de que lo hacía, absorto en otros pensamientos y recuerdos, en los últimos minutos, y ahora, con el perro lanzándose hacia él, comprendía alarmado que el sonido, con todas sus idas y venidas, había trazado la figura de un círculo que se cerraba sobre él… ¡Otra vez la ambulancia maldita, que lo perseguía en el sueño y en la vigilia, en la fantasía y en la realidad, siempre corriendo, con la sirena desatada, por el borde incierto de ambos reinos! Por suerte nunca lo alcanzaba. Como en una pesadilla, que no se consumaba, pero por ello mismo acentuaba su carácter de pesadilla, a último momento, cuando ya estaba a punto de atraparlo, él se evadía por el centro del laberinto, nunca sabía bien cómo… Era en ese instante de supremo peligro, con el terror ya rompiendo las costuras de la realidad, cuando transfería el sentimiento de amenaza a algún otro elemento, como ahora había hecho con el perro, para establecer un continuo y pasar por ese puente al reverso del mismo miedo…
La repentina escalada de la sirena al ultrasonido, acoplada con el chirrido de una frenada a centímetros de él, lo sacaron de su ensoñación. La escena se precipitaba en un presente donde no cabía el pensamiento. Por ello necesitó algunos segundos para entender que la ambulancia lo había encontrado y que no sabía qué hacer. Lo impensable había sucedido, después de todo. El perro, alcanzado en medio del salto por armónicos que sólo él podía oír, cayó dando una voltereta y empezó a girar sobre sí mismo.
Se volvió, reuniendo sus dispersos reflejos de disimulación para darle a la cara una expresión casual, de casi indiferente curiosidad. Dos jóvenes médicos estaban bajando de la ambulancia y se le acercaban (estaban a un paso, de todos modos) con gesto decidido, mientras el chofer, un negro enorme con uniforme de enfermero, salía por el otro lado y empezaba a dar la vuelta. Se paralizó, lívido y con la boca seca.
—¿El Doctor Aira? —le dijo uno de los médicos, en tono menos de pregunta que de confirmación.
Asintió brevemente con la cabeza. No valía la pena negarse. Seguía sin poder creer que la ambulancia, después de tanto tiempo, de tantos rodeos, le hubiera dado alcance. Pero estaba ahí, materializada y blanca, casi insoportable de tan real. Y a él (las palabras del médico lo probaban) lo sacaba de ese anonimato urbano con el que se ven pasar las ambulancias…
—Lo estábamos buscando desde hace rato, no sabe el trabajo que nos dio.
—En su casa —dijo el otro— nos dijeron que había salido a caminar, y nos largamos a buscarlo…
El chofer, que se reunía al grupo, intervino, jocoso:
—¡Ni por putas se nos ocurrió que había seguido derecho por esta calle!
Los otros soltaron unas risas de compromiso, apurados por ir al grano; los tres habían hablado al mismo tiempo y ya daban por terminada la charla introductoria.
—Soy el Doctor Ferreyra, encantado —dijo uno de los médicos dándole la mano, que el Doctor Aira apretó maquinalmente—. Tenemos un caso desesperado, y han pedido su intervención.
—Venga, seguimos hablando en la «salita de estar» para no perder tiempo.
Y en un instante, con una facilidad inquietante, estaban adentro de la ambulancia y el negro tras el volante, y partían como el relámpago, con la sirena ululando, árboles y casas que se deslizaban como pantallazos, rodeados de los ladridos furiosos del perro… La atención del Doctor Aira colapsaba en el exceso. Los dos jóvenes médicos hablaban todo el tiempo, alternándose o superponiéndose, los ojos encendidos, las caras aniñadas y bonitas cubiertas de un sudor invisible. Los oía (demasiado) pero no registraba sus discursos, cosa que por el momento no lo preocupaba en lo más mínimo porque estaba seguro de que estaban recitando un guión aprendido, que podrían repetir tantas veces como fuera necesario; quizás ya lo estaban repitiendo. Lo primero que se preguntó, cuando pudo volver a pensar, fue por qué se había dejado meter en este vehículo. Se justificó diciendo que era lo más simple, lo que más problemas le evitaba. Ahora sólo tenía que bajarse y volver a su casa; no iban a llevar demasiado lejos esta mascarada, porque pasaría a ser un secuestro y tendrían problemas con la policía. Su única preocupación ahora (y no presentaba escollos insuperables) era resistir a sus pedidos y sugerencias, negarse a todo.
Cuando algún accidente repentino lo sacaba de sus esquemas, caía en un aturdimiento completo; como le pasaba con bastante frecuencia, había ideado un remedio, y confeccionó un pequeño kit de recuperación, que llevaba siempre en el bolsillo. La teoría que presidía este recurso era devolverle el uso de los sentidos, uno por uno, con la seguridad de que, una vez recuperada la conciencia de los sentidos, las ideas se reordenarían por sí solas. El kit consistía en: una ampolla de perfume francés, cuya tapa de goma tenía una espiga metida en el líquido que al sacarse podía frotar contra las fosas nasales; una campanita de plata del tamaño de un dedal, con manija de madera; un idolillo en forma de osito, de piel de conejo y gorra de terciopelo, para frotar la punta de los dedos; un dado de cuarzo con puntos de colores fosforescentes, eran veintiún puntos, con otros tantos colores; y una pastilla de menta. Estaba tan práctico que podía hacer uso de todo el dispositivo en unos segundos. Lo llevaba en una cajita de lata en el bolsillo del saco. Pero debía hacerlo a escondidas, cosa que era imposible en esta ocasión, así que lo dejó en el bolsillo. Además, no necesitaba recuperar ningún nivel especial de lucidez, todo lo contrario. Sabía que tenía una tendencia a pensar demasiado y podía llegar a caer en sus propias trampas.
La trampa se la estaban poniendo. Sólo debía salir de ella. La trampa consistía en hacerlo pensar, hasta que se convenciera de que no era una trampa.
—Perdón, yo todavía no me presenté —dijo el otro médico—. Soy el Doctor Bianchi.
Se dieron la mano, sin necesidad de estirar los brazos, tan apretados estaban sentados en las banquetas plegables de la parte trasera de la ambulancia.
Eso le indicó que estaban dispuestos a recomenzar las explicaciones, ahora con la ventaja de simular que estaban redondeando detalles que habían quedado oscuros o ambiguos. Y, efectivamente, de lo que siguió el Doctor Aira pudo captar la palabra «Piñero», que había estado esperando sin saberlo. Toda la persecución de la que eran objeto su persona y su arte tenía por cerebro al tenebroso Doctor Actyn, jefe de internos del Hospital Piñero. De ahí partían todos los ataques y celadas, y ahí conducían, al viejo hospital del Bajo de Flores.
Muy bien, ¿de qué se trataba esta vez? ¿Y de qué se iba a tratar? Se lo sabía de memoria: un enfermo terminal, el fracaso de los tratamientos convencionales, la angustia de la familia… El espectro temático era tan limitado… ¡Siempre lo mismo! Las viejas miserias, tanto más deprimentes cuando se las sacaba de su marco de verdad absoluta, de juego a todo o nada… Porque un médico, a diferencia de su paciente, siempre podía probar otra vez, aun cuando no fuera una ficción, como seguramente lo era aquí. La posibilidad de que fuera una mentira contaminaba la verdad en la que se basaba, el verosímil mismo.
Una cortinilla dividía longitudinalmente la ambulancia. La corrieron: ahí estaba el paciente, amarrado en la camilla. ¡De modo que lo habían traído! ¡Estos miserables no se detenían ante nada! «En la guerra, todo vale», debía de pensar Actyn.
Los dos médicos se inclinaron sobre él, con una preocupación tan intensa, tan profesional, que se olvidaban del Doctor Aira; controlaban el suero, el iris, los monitores de presión, la actividad eléctrica cerebral, el respirador magnético. La ambulancia era una de las nuevas unidades móviles de terapia intensiva. El enfermo era un hombre de unos cuarenta y cinco años, que evidentemente había recibido terapia de radiaciones porque tenía calva la mitad izquierda del cráneo, y la oreja de ese lado había mutado. Casi podía pensarse que era auténtico… Pero no debía pensar. Desvió la mirada a la ventanilla. Habían seguido derecho, por la misma calle donde lo encontraron, siempre muy rápido y con la sirena a todo volumen, atravesaban las bocacalles como una flecha, una, otra, otra… ¿Dónde estarían ya? Las casas, que huían como exhalaciones hacia atrás, eran todas bajas y humildes, de suburbio pobre. Parecían seguir acelerando sin pausa.
Volvió a prestar atención, porque le estaban hablando. Le esbozaban un cuadro clínico de la más extrema gravedad. Era asombrosa la desenvoltura de los dos mediquitos, el vocabulario técnico que manejaban, como si se hubieran criado entre circuitos electrónicos. Todos los aparatos que los rodeaban estaban encendidos, y ellos ilustraban la exposición señalándole una curva parpadeante, un número decimal, un gráfico de insulina tomado en directo. Lo tenían zonificado, en una cuadrícula tridimensional ondulante que se agitaba como un abigarrado cubo de gelatina en uno de los monitores; se orientaban en ella con números, que pulsaban en sus teclados inalámbricos de bolsillo.
—¿Conocía esta tecnología? —le preguntó Ferreyra al notar su estupor—. Opera con vallas evolutivas inducidas, de proteínas duales. ¿Quiere probar? —Le tendía su teclado.
—¡No! Tengo miedo de hacer macanas.
—Ya ve, todas estas maravillas de la ciencia no pueden evitar…
Sí, sí. A otro perro con ese hueso. ¿Dónde estaría la cámara? Seguramente había sido fácil de ocultar, entre tantos aparatos, y Actyn debía de estar viéndolo en este momento, rodeado de sus secuaces, grabando todo. Ahora entendía por qué la ambulancia seguía corriendo en línea recta, sin doblar en ninguna esquina: las curvas de