Chancho de Agua

Sebastián Sigal

Fragmento

El asado fue suculento, y aunque no hayan pasado los treinta minutos reglamentarios para la correcta digestión, asumo el riesgo. Por suerte desconozco lo que es un calambre, y uno de pileta no debería representar un mayor peligro. Supongo que otra historia es un calambre de mar.

Los rayos de sol de mediodía, que refractan en la superficie, llegan hasta el fondo con un pequeño movimiento ondulante. Ahí se debaten entre iluminar el suelo o mis pies.

La presión me devuelve hacia arriba con ganas. Afuera, la risa de mi suegro se expande por el jardín y tiemblan las hojas de la ligustrina.

Julia se acerca, sostiene con ambas manos el ala de su sombrero panamá. Se detiene a mitad de camino entre la galería y la pileta.

—Mi amor, ¿querés café?

—No, gracias, en un rato —le digo.

—Hay una cheesecake espectacular que trajo Bernardita.

—Ahora no puedo comer nada más, exploto. Te pido un favor. ¿Me alcanzás los anteojos?

Nunca supe hacer la plancha en el agua, lo intento una vez por año pero no hay caso. Las gotitas que se acumulan en la colchoneta amarilla brillan, y por momentos se convierten en pequeños arcoíris circulares. El plástico está caliente, un día va a reventar el inflable. La etiqueta parece impresa sobre el mismo material transparente, a ver, lo compruebo. Válvula de seguridad, vinilo resistente probado, parche de reparación incluido. Uno ochenta y tres por setenta y un centímetros. Entro perfecto de largo, me subo.

Delante de mis ojos achinados, una pequeña gota se estira entre párpado y párpado. Juraría que hay dos soles. Algo cae y golpea suavemente mi panza, son mis anteojos.

—¿Necesita algo más? —mi suegro se ríe y me muestra mil dientes.

La tela de su guayabera blanca, fresca e impecable, desciende como la seguridad de este hombre: con holgada comodidad. Se acerca a la escalera lentamente y baja un escalón, luego vuelve sobre sus pasos.

—Está helada —dice.

—No, pero te acostumbrás. Afuera hace demasiado calor.

—Hay un porrito muy rico que trajo Bernardita, si querés.

—Dale, ahora voy. Fernando, estaba muy bueno el cerdo.

—¿Viste lo que es?

—Tremendo. ¿Cómo se hace?

—Al ataúd —dice.

—¿Al ataúd?

—Sí. ¿Viste que lo metí en un cofre?

—Sí.

—Lo dejé primero en agua con sal, tres horas para que suelte toda la sangre y agarre un rico saborcito. Después lo adobé, con una mezcla de jugo de naranja, un chorrito de vinagre, ajo, pimienta, comino… ¡Ay! —levanta un pie y se despega algo de la planta—. ¿Qué más? Bueno, yo le pongo chile… ¡Un poco de curry! Eso lo inventé, pero queda espectacular. Le podés poner lo que quieras. Ahí lo dejé varias horas más, lo puse ayer después de ver la película.

—Ah, muy bueno. Che, qué bien se ve en esa pantalla.

—¿Viste? ¿Y el sistema de audio? Yo creo que eso es lo que hace la diferencia. Buen plan te armé, pibito. ¿Tus viejos festejaban? ¿Festejan Navidad?

—Sí, más o menos. Brindan, nomás, se juntan pero tranquilos. En mi casa se festejaba pero tímidamente, mucho más el Año Nuevo.

—Mirá vos. Bueno, claro. Para mí la Navidad siempre fue algo especial, no solo por Jesús, esto, la familia. Mi viejo también hacía el chancho en esta misma parrilla, qué sé yo...

—Sí, igual siempre hicimos algo, una juntada, en Nochebuena, en realidad. Así, tipo almuerzo, nunca. Además esta vez mi mamá estaba un poco bajoneada, porque mi abuela cumpliría años hoy. Mis abuelos jamás festejaban la Navidad, ellos no.

—¿Y cumplía justo en Navidad tu abuela?

—Sí. Ellos se iban a dormir temprano el veinticuatro y amanecían con el festejo del cumple de mi abuela Fanny, no el de Jesús. Entonces, me dijiste al ataúd…

—Sí, meto en el fuego el ataúd con el bicho adentro. Arriba le pongo unos leños, podés ponerle piedras también, me parece.

—¿Piedras arriba del ataúd?

—Sí, algo así escuché. Jorgito Maison le pone piedras, creo. O piedras y leños, no recuerdo bien, le voy a preguntar. Es un tremendo laburo, la verdad, por eso lo preparo una sola vez al año. Si querés, la próxima Navidad lo hacemos juntos.

Julia y Bernardita se unen a nuestro grupo y se recuestan en las reposeras de madera. Julia se saca las gafas de sol y cierra los ojos, luego intenta relajarse pero su sombrero choca contra el respaldo. Se lo quita. Bernardita lee la revista Vogue, y la cara de la mina de la tapa es la continuación perfecta de su lánguido cuerpo.

A lo lejos también viene Isabel, mi suegra, que camina arrastrando los pies. Así se mueve cuando está fumada. En sus manos trae algo gris, una tela pequeña. Se ríe y la exhibe, acelera su paso, está ansiosa por llegar a nosotros. Detrás suyo, Felipe la sigue con su andar chuequito. Pobre, hay que cambiar ese pañal.

Al sacarme los anteojos mojados, descubro que, además de la tela, mi suegra también tiene la cartera de Julia, que la suelta para librar sus manos y abrir la tela de punta a punta. Es mi calzoncillo, el que me saqué antes de entrar a la pileta.

—¿De quién es esto? —pregunta risueña.

Mi suegra y mi calzón, se me anula parte del cerebro, mi suegra y mi calzón. Ella atina a dirigirme la palabra, pero yo me adelanto.

—Es mío, Isabel, lo dejé en la cartera de Julia.

—No, en la mía, lo dejaste —una risa le impide hablar claramente—. Es que Julia y yo tenemos la misma cartera.

En la galería no quedó nadie, solo los restos del millar de alimentos. En el respaldo de una silla cuelga la exacta misma cartera: gamuza marrón y tira de cuero negra, amplia, forma de bolsa.

Estoy viendo un pedazo de tela, que estuvo abrazado a mis bolas durante horas, en las limpias manos de porcelana de mi suegra. Todos explotan de risa, yo no.

—Yo pensé: “Esto de Fernando no es” —informa Isabel, en un intervalo de sus carcajadas. Luego mira a mi suegro, que se ríe con desparpajo, no conozco a nadie que tenga tantos dientes.

Fernando agarra el calzoncillo, lo apoya sobre su traje de baño y este apenas logra cubrir el cincuenta por ciento de su anchura. Incluso Bernardita, una fina dama que, tal como es, podría haber habitado otro siglo y pasar desapercibida, regala una risa por detrás de la revista.

—Pensé que podría ser de Felipe, pero todavía no usa —remata mi suegra. Luego mira a mi hijo, que se ríe por transitividad.

—Mi amor, ¿y por qué pusiste el calzón en mi cartera? —dice Julia, otra que se ríe.

Me sumerjo en el agua y me dejo caer con los brazos en alto. Una vez abajo, no distingo lo que dicen, sí las risas, especialmente la de Fernando. El agua está limpia, se ve con nitidez cada rincón de la pileta. Giro en el eje comprobando la universalidad de mi visión. Hay algo de un verde intenso, me acerco. Es una planta, flaca, que baila gracias al movimiento sensual del agua. La sigo con la mirada hacia abajo, arrastrando líquido con las palmas de mis manos para poder descender.

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