No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles

Patricio Pron

Fragmento

cap-1

 

Oreste Calosso. Roma, 16 de marzo de 1978

 

El día 21 de abril de 1945 amaneció espléndido, como todos los otros días de ese mes terrible. Lo recuerdo perfectamente, y también recuerdo que, cuando encontramos el cadáver de Luca Borrello, éste tenía los ojos abiertos y miraba el cielo, como si un instante atrás también Borrello hubiera estado considerando que se trataba, efectivamente, de un día magnífico.

Atilio Tessore. Florencia, 11 de marzo de 1978

 

El día 21 de abril de 1945 llovió durante toda la mañana y luego salió el sol; irónicamente, para cuando lo hizo, ya todos habíamos encontrado refugio y nadie manifestó ninguna intención de salir a dar un paseo; de hecho, algunos ya habíamos comenzado a marcharnos.

Michele Garassino. Génova, 13 de marzo de 1978

 

No lo recuerdo. No tengo ni la más mínima idea de a qué se refiere y tampoco imagino por qué podría recordar yo una cosa semejante, qué tiempo hacía un día cualquiera de hace más de treinta años.

Espartaco Boyano. Ravena, 10 de marzo de 1978

El día 21 de abril de 1945 llovió todo el día y eso entorpeció la búsqueda. Ésta fue abandonada poco a poco por casi todos los participantes, a excepción de algunos que, como yo, siguieron buscando pese a las malas condiciones climáticas. Quién sabe si movidos por la curiosidad, por el convencimiento de que el desaparecido podría haber sido cualquiera de ellos, o por la especulación —nada desencaminada, por supuesto— de que participar de la búsqueda los eximiría de encontrarse entre los sospechosos. Eso si finalmente se descubría que Borrello no se había marchado subrepticiamente sino que había tenido un accidente o había sido asesinado.

Atilio Tessore. Florencia, 11 de marzo de 1978

 

¿Por qué iba yo a temer estar entre los sospechosos? ¿No había defendido el día anterior la opinión de Borrello, según la cual debíamos considerar que se produciría un cambio de régimen y participar de él como una forma de que nuestro proyecto no acabase por completo? ¿No le han contado ya a usted, que es tan joven, que Borrello fue acusado de ser un derrotista, que se afirmaba que era un infiltrado, que se insinuó que se había vuelto loco? Es decir, que se había vuelto loco de soledad y posiblemente de hartazgo y que su último proyecto —del que sólo existían rumores, aunque se trataba de rumores persistentes y curiosamente unánimes, como si todos aquellos que los reproducían hubieran visto ellos mismos trabajar a Borrello en su proyecto, o como si, más verosímilmente, hubieran aceptado el rumor por considerar que la obra de Borrello, que se había ido dispersando y transformando y adquiriendo formas más y más singulares y extrañas, como si L’anguria lirica no fuese, también, singular y extraña y no señalase un rumbo de alguna índole, que sólo Borrello pareció desear seguir, que nosotros decíamos querer seguir pero no seguimos, tal vez debido a que comprendimos que, en realidad, el arte y la vida no debían ser mezclados nunca, que el arte debía ser el sueño, inquietante o conciliador, de una cierta vigilia que sólo debía fantasear con la posibilidad de reunir arte y vida, y que si ambas no habían sido reunidas nunca era porque su reunión era un abismo al que era mejor no asomarse, y al que nosotros nos asomamos sólo un palmo antes de retroceder espantados, comprendiendo, digo, que la obra de Borrello sólo podía terminar de la forma en que lo hizo o del modo en que los rumores decían que lo había hecho— ponía de manifiesto que Borrello había caminado por una vía estrecha, inclasificable, que tenía dos aceras, una en la que estaba el arte y otra en la que se encontraban la locura y la aniquilación, y que, exhausto, había caído en alguna de ellas, y luego había mirado hacia delante, hacia el fondo de la vía, y había descubierto que esa vía no tenía horizonte, que concluía en un telón que imitaba un horizonte y que detrás de ese telón sólo había una pared de roca sólida como aquella al pie de la cual lo encontraron, según me dijeron, o que había un desconocido que se reía salvajemente de la ignorancia y de la inocencia del caminante y tal vez sólo había un espejo, un espejo en el que ni Borrello ni ninguno de nosotros hubiese querido mirarse nunca.

cap-1

TURÍN / NOVIEMBRE DE 1977

Nosotros concedemos a la juventud todos los derechos y toda la autoridad, la cual negamos y queremos arrancar brutalmente a los viejos, a los moribundos y a los muertos.

«Necesidad y belleza de la violencia»,

F. T. MARINETTI

cap-2

 

Algunos metros más adelante, la espalda del viejo profesor se curva de tal forma que ya no es posible ver su nuca; la hondonada que se produce en la chaqueta debido a la curvatura de la espalda y al hábito de adelantar la cabeza al caminar —que Pietro o Peter Linden, llamado «Pitz» y «Peeke», aunque en los dos últimos casos sólo por su madre, sabe que se denomina «cuello de cisne» y que se trata de una postura susceptible de ser corregida, ya que él la tenía de niño y su madre se la corrigió como solía hacerse en aquellos tiempos, colocándole una pila de libros en la cabeza y obligándolo a caminar por la casa sin que los libros se cayeran— hacen que, a sus espaldas, de la cabeza del viejo profesor sólo se vean la punta de las orejas y algo del cabello blanco que corona su cráneo y que en este momento se encuentra un poco desordenado por el viento, ya que el invierno parece haberse anticipado y la ciudad padece los vientos, por otra parte tan habituales durante buena parte del año, que trasladan el frío de las montañas que rodean Turín, que ya están nevadas en sus cumbres. No importa, ya que Pietro o Peter Linden conoce bien al viejo profesor y no necesita más que un elemento o dos —el color de la chaqueta que lleva hoy, que es de un azul plomizo, o la vacilación cuando el viejo profesor adelanta el pie derecho, que Pietro o Peter Linden sabe, porque el viejo profesor lo contó en alguna ocasión en sus clases, sin que viniese a cuento realmente, que debió serle reconstruido después de que quedase atrapado en el derrumbe de una habitación de la vivienda que su mujer y él ocupaban en Milán durante los últimos días de la guerra, que cedió cuando un edificio contiguo fue alcanzado por una granada; según el viejo profesor, con una veintena de niños encerrados en su interior porque el edificio contiguo era un colegio—, uno o dos elementos, pues, para reconocerlo entre las personas que se encuentran reunidas en la esquina de las calles Giuseppe Verdi y Gioacchino Rossini esperando que el tráfico disminuya lo

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