Narrativa completa

Dorothy Parker

Fragmento

QUÉ BONITA ESTAMPA

I l señor Wheelock estaba recortando el seto y no le disgustaba la tarea. De no ser por el olor de la flor del aligustre, algo nauseabundo, incluso habría disfrutado. Las tijeras nuevas eran brillantes y afiladas y, a medida que caían los brotes jóvenes y verdes y la franja de seto pulcro y cuadrangular se iba alargando, la sensación que le producía el trabajo realizado resultaba gratificante. Quedaba mucho por hacer. Debería haberse podado la semana anterior, pero aquel era el primer día que el señor Wheelock había podido regresar del centro antes de la hora de cenar.

Recortar el seto era una de las escasas tareas domésticas que se podían confiar al señor Wheelock, ya que su incapacidad para las la casa era famosa. Todo el vecindario lo sabía y era la de todas las bromas de la señora Wheelock. La anécdota más conocida de su esposa era la que contaba cómo el invierno anterior había contratado a un hombre para que se ocupara de la estufa tras luchar con ella infructuosamente durante siete años. La

Wheelock tenía una memoria admirable y, aunque había contado muchas veces esa historia, nunca se le olvidaba ni una palabra. Incluso en aquel momento, a finales de verano, apenas podía

De recién casados, el señor Wheelock se prestaba a que se riede él e incluso fingía ser más torpe de lo que en realidad era para mejorar la broma. Pero se había cansado de que su incapacidad fuera tema de conversación. Todos los hombres que la señora Wheelock conocía —sus primos, su cuñado, los chicos con los que había ido al colegio, los maridos de las vecinas— sabían poner un arreglar una cerradura o construir un arcón. El señor Wheelock había empezado a creer que había algo afeminado en su falta de interés por estas cosas.

Últimamente le habían entrado ganas de contestar a su esposa cuando esta animaba la conversación en la mesa de los vecinos con algún relato sobre su torpeza con el martillo y la llave inglesa. Había deseado gritar: «Muy bien, aceptemos que no se me dan bien estas cosas. ¿Y qué?».

Había jugueteado con la idea, había intentado imaginar cómo su voz al pronunciar esas palabras. Pero no se le ocurría ningún otro argumento a su favor que ese «¿Y qué?». Y, en cierto modo, era un alivio no encontrar ninguna razón más convincente. resultaba tranquilizadoramente imposible seguir adelante con el plan de contestar a las pullas públicas de su esposa.
aquel momento, la señora Wheelock estaba sentada en el impoluto porche de su pulcra casa estucada. A su lado se amontonaban algunas camisas y calzoncillos de su marido, todavía con la etiqueta del precio. Antes de que estrenara la ropa, repasaba todos los botones para sujetarlos mejor. La señora Wheelock nunca esperaba a que los botones se cayeran para coserlos. Trabajaba con rápidos y decididos y apretaba los labios cada vez que el hilo ofrecía una ligera resistencia a sus diestros tirones.

No era alta y, desde el nacimiento de su hija, había pasado de rellenita y delicada a sólida y recia. Si bien poseía una abundante cabellera castaña, esta le nacía en una línea difusa en lo alto de la frente. Tenía por costumbre ponerse rulos por las noches, pero los rizos nunca le quedaban en el lugar adecuado. Aunque se arreglaba el cabello con perfecta pulcritud, daba la sensación de haber liquidado la tarea a toda prisa. Apasionadamente limpia, olía siempre al jabón germicida que utilizaba de manera vigorosa. Solía comunicar a la gente, lo que no dejaba de ser una redundancia, que no utilizaba ninguna clase de cosméticos. Sentía un desprecio sin límites por las mujeres que pretendían perder peso haciendo régimen y eliminando de sus menús alimentos tan nutritivos como la nata, los budines y los cereales.

Los amigos de Adelaide Wheelock —y tenía muchos— decían que era la sensatez en persona. Tanto ellos como ella lo considera

Hermanita, la hija de los Wheelock, de cinco años de edad, jugaba tranquilamente en el sendero de gravilla que cruzaba el diminuto jardín de césped. La llamaban Hermanita desde que nació, y su madre todavía planeaba darle un hermano. El cochecito de Hermanita todavía aguardaba en el sótano, y su ropa de bebé estaba almacenada, a la espera, en los cajones de una cómoda. Pero los aumentos de sueldo eran infrecuentes en la agencia de publicidad donde el señor Wheelock y el sueldo que tenía en aquel momento apenas alcanzaba a cubrir gastos. En conciencia, no podían permitirse tener otro hijo. Ambos percibían con nitidez que el señor Wheelock tenía la culpa de que el moisés permaneciera

Hermanita no era guapa, aunque sus rasgos eran correctos y sus ojos algún día serían hermosos. De vez en cuando, el izquierdo bizqueaba un poco hacia la nariz; la operarían en cuanto cumpliera siete años. Tenía el cabello pálido y lacio y la tez de mal color. Era una niña delicada. No era frágil en el sentido pintoresco del término, siesa clase de niños que está siempre en tratamiento por los dientes, la garganta o por misteriosos problemas de la nariz. La haoperado recientemente de vegetaciones y todavía utilizaba cuadrados de gasa en lugar de pañuelo. Tanto ella como su madre tenían la sensación de que eso le confería cierto prestigio.

Sufría la desventaja adicional de llevar unos trajes que su madre compraba, como mínimo, una talla demasiado grande, con la idea de que Hermanita acabaría llenándolos, esperanza que nunca parecía cumplirse, pues las faldas eran siempre demasiado largas y los hombros de los vestiditos le caían hacia los delgados codos. Sin embargo, aun sin tener en cuenta el triste modo en que la vestían, algo parecía indicar que nunca le sentaría bien la ropa.
señor Wheelock le echaba un vistazo de vez en cuando mientras podaba. Nunca había sentido grandes estremecimientos de amor paterno por la niña. Lo decepcionó ya cuando era solo un bebé pálido y cabezón que olía a leche agria y a goma caliente. Hermanita hacía que se sintiera incómodo, lo irritaba vagamenparticipaba en su educación; la señora Wheelock era una progenitora tan competente que desempeñaba el papel de los dos. Cuando Hermanita acudía a él con intención de pedirle permiso para algo, siempre le decía que esperara y que se lo preguntara a su

Consideraba que sentía por su hija el afecto habitual en un padre. Lo cierto era que, en algunas ocasiones, la niña había conseguido que el corazón le diera un vuelco: cuando tuvo que esperar en el pasillo, delante del quirófano; cuando, bajo los efectos de la yacía, pequeña, pálida e indefensa, en la alta cama del una vez que le pilló sin querer el dedo gordo con una Pero, desde el principio, casi podría admitir que no le gustaba Hermanita como persona.

A pesar de su mala salud, Hermanita no era una niña llorona. había sido prudente y modosa, dócil cuando se le decía que hablara con las visitas, escrupulosamente generosa. Nunca se metía en líos, como otros niños. No le interesaban mucho los otros niños. Había oído que la describían como una niña «a la antigua», sabía que era delicada y tenía la sensación de que estas cualidades la colocaban por encima de los demás. Además, eran unos brutos y no se ocupaban de su estado físico.

Hermanita cuidaba muchísimo su integridad física. Sabía que muchas veces, hacia el final de la tarde, la hierba estaba húmeda, de modo que en aquel momento permanecía en el centro del sendero de gravilla, cuidadosamente sentada sobre un periódico doblado y jugando a uno de sus misteriosos juegos con las tres petunias que le habían permitido coger. La señora Wheelock nunca tedecirle dos veces que saliera de la hierba húmeda y se pusiera las botas de caucho o la chaqueta si se levantaba un poco de brisa. Hermanita obedecía siempre de inmediato.

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