Operación Shylock

Philip Roth

Fragmento

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1

 

Entra Pipik

 

 

Me enteré de que existía el otro Philip Roth en enero de 1988, a pocas fechas del Año Nuevo, cuando mi primo Apter° me llamó por teléfono a Nueva York diciéndome que la radio israelí acababa de informar de mi presencia en Jerusalén, siguiendo el desarrollo del juicio contra John Demjanjuk, el hombre a quien se identificaba con el Iván el Terrible de Treblinka. Apter me dijo que el proceso de Demjanjuk estaba siendo íntegramente retransmitido en directo, todos los días, tanto por radio como por televisión. Según le había contado su casera, el día antes yo había hecho una breve aparición en la pantalla y el comentarista me había presentado como parte del público presente en la sala de juicio; luego, aquella misma mañana, el propio Apter había oído por la radio la confirmación de la noticia. El hombre llamaba para localizarme, porque de mi última carta había deducido que mi llegada a Jerusalén no se produciría hasta fin de mes, que era cuando tenía previsto entrevistarme con el novelista Aharon Appelfeld. Mi primo le dijo a su casera que si yo me hubiese encontrado en Jerusalén lo habría avisado sin falta, en lo cual tenía toda la razón: durante las cuatro visitas que hice a la ciudad mientras trabajaba en las páginas israelíes de The Counterlife, nunca habían pasado más de tres días de mi llegada sin que invitase a almorzar a Apter.

Mi primo —en segundo grado, por parte de madre— es una especie de adulto nonato: en 1988 era un hombre de cincuenta y cuatro años que no había accedido al pleno desarrollo ni alcanzado su tamaño natural, una especie de muñeco con el horrible rostro que se les pone a los actores juveniles cuando envejecen. La cara de Apter no refleja en modo alguno la mutilación vital sufrida por su raza durante el siglo XX, a pesar de que en 1943 su familia entera cayó víctima de la muy nazi manía de matar judíos. Se salvó gracias a un oficial alemán que lo raptó en el puesto de transporte de Polonia y luego lo vendió a un burdel masculino de Múnich. Era un modo que aquel oficial tenía de sacarse un dinerillo extra. Apter andaba por los nueve años, y a su infancia de aquella fecha continúa encadenado ahora: es una persona que en plena edad madura sigue siendo incapaz de contener las lágrimas ni controlar sus rubores y que a duras penas si se eleva del suelo lo suficiente como para mirarle a uno a los ojos (con los suyos siempre implorantes); una persona cuya vida está en manos del pasado. De ahí que no creyese una sola palabra de lo que me contó aquel día por teléfono, que otro Philip Roth se había presentado en Jerusalén sin advertir a mi primo de su presencia. Apter padece un insaciable apetito de quienes no están.

Pero cuatro días más tarde recibí en Nueva York una segunda llamada relativa a mi presencia en Jerusalén, y esta vez era Aharon Appelfeld. Aharon y yo manteníamos muy buena amistad desde que nos conocimos, a principios de los ochenta, en una recepción que le daba el agregado cultural de la embajada israelí en Londres, la ciudad donde yo pasaba la mayor parte del tiempo durante aquellos años. La publicación en Estados Unidos de una novela suya recién traducida, The Immortal Bartfuss, era el motivo de la entrevista que yo iba a hacerle ahora por encargo de The New York Times Book Review. Aharon me llamó para decirme que en el café donde se sentaba a escribir todos los días había cogido el número del fin de semana anterior del Jerusalem Post y en la página donde se relacionaban los actos culturales de la semana venidera, en «Domingo», había tropezado con una noticia que le había parecido interesante para mí. Si la hubiera visto unos días antes, me dijo, él mismo habría acudido al acto en calidad de silencioso enviado mío.

 

«Diasporismo: Única solución al problema judío.» Conferencia de Philip Roth, con posterior coloquio. 18.00.

Hotel Rey David, suite 511. Refrigerio.

 

Me pasé lo que quedaba de noche pensando qué hacer con lo que Apter me había dicho y Aharon acababa de confirmarme. Al final, habiéndome convencido a mí mismo, tras largas horas de insomnio, de que todo tenía que ser una serie de coincidencias y errores, hasta desembocar en una confusión de identidades, y de que lo mejor sería no darme por enterado, a la mañana siguiente salté de la cama a primera hora y, sin afeitarme siquiera, llamé por teléfono a la suite 511 del Hotel Rey David de Jerusalén. Contestó una voz de mujer —con acento norteamericano—, y pregunté si estaba el señor Roth. La oí decir «Es para ti, cariño», y enseguida se puso un hombre. Le pregunté si era Philip Roth. «Al aparato», replicó. «¿Con quién hablo, por favor?»

 

 

Recibí ambas llamadas de Israel en la suite doble de un hotel de Manhattan donde mi mujer y yo llevábamos casi cinco meses alojados, como en una especie de hinterland entre el pasado y el futuro. El carácter impersonal de la vida en un hotel de gran ciudad escasamente se avenía con nuestro fortísimo instinto hogareño; pero, por mal pertrechados que estuviéramos ambos para aquella existencia desplazada, para vivir juntos de aquel modo tan desarraigado y tan poco familiar, por el momento cualquier cosa nos parecía mejor que volver a instalarnos en la finca de Connecticut donde, a lo largo de la primavera y del principio del verano anterior, con Claire asistiendo impotente a todo ello, temiéndose lo peor, a duras penas si había yo logrado superar una de las más atroces penalidades de mi vida. A media milla de los vecinos más próximos, rodeada de bosques y campo abierto, al final de un largo camino de tierra, aquella casona vieja y apartada, cuyas paredes llevaban quince años aportándome el aislamiento necesario para no perder la concentración, se transformó en raro telón de fondo de un muy extraño colapso emocional mío; aquel santuario de madera, tan grato para mí, con su suelo de anchos tablones de castaño y sus muy gastadas butacas, lugar en que los libros se amontonaban por todos los rincones y en cuyo hogar ardía un fuego alto durante buena parte de la noche, se convirtió de pronto en un espantoso manicomio donde quedaron confinados, codo con codo, el aborrecible lunático y su desamparada cuidadora. Aquel lugar que yo tanto había amado me llenaba ahora de terror, de modo que no veía con buenos ojos la posibilidad de volver a instalarnos en él, tras malvivir seis meses como refugiados de suite, habiéndose recuperado mi industriosa personalidad de siempre, para tomar de nuevo las riendas y llevarme al trote, sin grave riesgo, por el camino habitual de mi existencia. (Recuperado es un decir, por lo menos al principio, porque en modo alguno estaba yo convencido de que las cosas fuesen tan fiables como antaño; recuperado, pongámoslo así, como recuperan la confianza los empleados de una oficina cuando vuelven al edificio tras haberlo tenido que evacuar por una amenaza de b

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