Escupir

Fragmento

DOS

¿Qué Ludmila? Ludmila, me dijo: íbamos juntos al colegio, la que te hacía los mapas de Geografía.

—¡¿Ludmila Fernández Taborda!?

—¡Sí! ¡¿Cómo andás, Román?!

—¡Bien! ¡Tanto tiempo! ¿Vos?

—Bien, tanto tiempo...

—Tanto tiempo, es verdad…

—¡¿Cómo están tus cosas?!

—Bien… ¿las tuyas?

—Bien, che, todo bien…

—¡Qué bueno!

—Sí… ¿Te acordás de lo de Madame Santoro? —me preguntó.

—¿Eh?

—Lo de Madame Santoro, ¿te acordás?: la profesora de francés…

—Madame Santoro, sí.

—¡Qué loco eras, che!

Su voz no me sonaba familiar. Su cara apenas me llegaba como la de una chica con el pelo a dos aguas y la cola de caballo cayendo urbana y anticuada sobre la espalda. Y enseguida venía el cuerpo mutante de Ludmila y de las adolescentes en general: a veces flaca, a veces no, los granitos en la frente. Pese a los cambios, Ludmila siempre me pareció fea. Y yo con las feas no hablaba. Básicamente por eso su voz no me sonaba familiar.

—Vamos a reunirnos —comentó por fin.

—...

—¡Cumplimos veinte años de egresados!

Marina Calero. Su nombre apareció de inmediato.

Así: Marina Calero. También sonaba bien al revés: Calero, Marina, como la mencionaban cuando se tomaba lista.

Marina, Marina, Marina.

Para familiarizarse, hay que repetir un nombre hasta que suene deforme, como todos los nombres.

Nos saludamos con cariño y prometimos seguir en contacto para saber los detalles del encuentro. Dale, qué bueno que nos veamos, un beso, Ludmila. Otro. Una alegría haber hablado con vos. Lo mismo digo.

Antes de cortar nos intercambiamos las direcciones de mail.

TRES

Seis meses exactos de mi separación. Medio año sin Paula y me preguntaba si dormir en cama de una plaza no era síntoma de un nuevo tipo de fobia. Por alguna razón debía ser así: cama de una plaza, un cuartito, un cepillo de dientes, un limón y yo.

Calenté la pava para el mate, me senté en el piso, encendí la computadora, abrí un documento de word y volví a sentir el pinchazo en la espalda. El dolor me decía que la posición de loto y el tamaño de la mesa ratona eran incompatibles para alguien en vías de desarrollo literario.

O peor: el pinchazo me decía que cada vez que intentara escribir iba a dolerme la espalda. Y podía pasarme días sin intentar escribir o sin tener donde sentarme o sin tratar de saber qué podría pasarme en la espalda en caso de que quisiera escribir.

Y no escribía.

Me incorporé doblado como una reposera, fui hasta la heladerita y descubrí la naturaleza muerta del limón perdido entre las estanterías metálicas. Qué elocuente es la imagen del limón en la heladera para explicar un período de soledad.

Había vuelto a vivir solo como a los veinte años. Las mismas ineficacias y los mismos abandonos.

Para colmo de pasados, Marina.

Me gustaba imaginar a Marina, ese personaje que gracias a dios, Ludmila, me devolviste en el momento apropiado. Tan disponible me sentía, que reconstruir a Marina era un rompecabezas divertido que siempre empezaba por el yumper escocés.

Yumper escocés, las manos de uñas cortas, la boca pintadita con brillo, los mocasines marrones con flequillo. Para seguir la composición, (mi) ingenua indiferencia premeditada, las excusas de los partidos de fútbol con los amigos, un besito en el salón de música, un besito en la calle, una tarde tomando la leche en su casa, su estatura —física y mental— que me acomplejaba, los asaltos, los cumpleaños con Blondie en los parlantes. Siempre admirándola a la distancia.

Recorrer los pasillos de la memoria era transformar mi existencia en un museo. Todo tiempo pasado fue mejor.

¿Cómo sería coger con Marina?

Futuro.

Coger o hacer el amor o tener alguna clase de sexualidad compartida.

Futuro. Futuro. Futuro.

Un rubor agradable de mi cara rebotaba contra el espejo del baño.

Pensé eso y pensé que nunca había tenido en cuenta la posibilidad de acostarme con Marina. Primero, porque a los trece, catorce años, cuando fuimos casi novios, darle un beso a una chica equivalía a robar un banco. Segundo, porque las piezas del jueguito Marina se acababan mucho antes de figurármela desnuda.

Cinco cuadras caminé considerando el resto de Marina. Nada: el esfuerzo se agotaba en un rostro adolescente. Y perfecto.

Tenía que escribirle una carta.

Buen plan.

Una carta que llevaría a la reunión, en un bolsillo, a la espera de juntar el coraje necesario para entregársela justo antes de despedirnos.

Buen plan.

La reunión de egresados. Ningún lugar más apropiado para exhumar el viejo amor. Unas líneas donde abreviar la fantasía acumulada en tantos años.

Buen plan.

Algo simple y a la vez directo, sin caer en lugares comunes ni frases ramplonas.

Buen plan.

Que con Marina tuve las primeras sensaciones acerca del amor, los celos, el despecho y el abandono. Que había buscado a Marina en otras mil caras. Que en el medio de tanta búsqueda, la idea Marina fue erosionándose porque la vida es esa cosa tras otra, claro. Que a lo largo de todos estos años, alguna vez la había visto por la calle o en cines y bares y, simplemente, no había podido emitir sonido.

Acerca de eso tenía que escribir: una carta que fuera equilibrando la intensidad con la ternura que transmitieran los recuerdos. Algo sencillo, un homenaje a mí mismo.

Buen plan.

CUATRO

Necesitaba volver a coger.

Gratis.

Pensaba en eso mientras llamaba a una masajista de mi nueva agenda de soltero. Allí no ponía más “Julia, RR.PP. de tal empresa” o “Julia, tía de mi viejo”, o “Julia M.” (no por la inicial del apellido, sino M. de masajista). Ahora leía “Julia: masajista tántrica” y, entre paréntesis, “la de tetas grandes”. Para cualquiera de ellas yo era Diego.

Diego era mi nombre de guerra.

Una vez, sólo una vez, estuve a punto de ser infiel.

Todavía vivía con Paula cuando apareció Tal Silvana, encargada de un bar del centro.

¿Qué era eso que estaba sintiendo por Tal Silvana?

¿Qué era esa oruga de pudor que recorría mi pecho?

¿Qué eran esas ganas de verla y verla, contando los segundos, los minutos para almorzar, tic, tac, tic, tac?

¿Qué hacía recordando sus ojos, su mirada? ¿Qué hacía deseando besar sus manos?

¿Qué hacía almorzando a las diez de la mañana?

¿Qué hacía Tal Silvana en mi cama, entre Paula y yo?

Correte, Tal Silvana, correte, por favor. Eso era amor.

Amor, repetía, responsabilizando cierto saber universal sobre el asunto.

Era estar con Paula y pensar en Tal Silvana.

Era coger con mi mujer y hacer el amor con Tal Silvana.

Era comprar rosas y mandárselas al bar. Era escribirle cartas manuscritas.

El problema fue cuando Tal Silvana decidió poner el cuerpo y ya no tuve que imaginármela.

Fuimos a cenar y terminamos en un hotel. En esas inéditas circunstancias, supe que el amor a lo Bécquer no alcanzaba y que uno debía pasar a la instancia del sexo, un complemento absolutamente lógico para casi todo el mundo. Tan lógico, tan natural, que Tal Silvana no pretendió involucrar la palabra amor.

Con Tal Silvana, ese procedimiento casual y prosaico, ese intercambio de fluidos, ese dato estadístico, eso que yo practicaba a cambio de unos billetes, una rutina maquinal, el sexo, eso, el sexo, terminó tirando por la borda mi romanticismo. Todo.

Tal Silvana no quería a Bécquer.

Tal Silvana debía querer a Henry Miller. ¿Cómo, Tal Silvana?

Tal Silvana dijo “esto nunca me había pasado”.

Tal Silvana se levanta de la cama, agarra su ropa hecha un bollo, se viste y, dándome la espalda, deja la pieza del hotel. Nunca más vuelvo a saber de su alma (“de su culo no volviste a saber”, me dice Enzo, un enemigo de Bécquer).

¿Por qué Tal Silvana me había subestimado así?

¿Por qué pretendía dejar todo reducido a la implacable consistencia de una erección?

Y sí: hubo flores, palabras y más palabras de amor para Tal Silvana. Las orugas que recorrían mi pecho. La poesía, toda la poesía del mundo, pero tuvo que llegar el sexo.

Había intentado serle infiel a Paula. Esa sola vez. Una sola.

Con Tal Silvana.

—¡¿Me querés?! —ladraba Tal Silvana—. ¡¿Me querés, pero tenés problemas sexuales?! ¿Te trataste vos? ¿Probaste con la pastillita? ¿Vos no serás gay, Román?

—No me digas Román.

—¿Y cómo querés que te llame? —me gritó.

No nos vimos más.

Qué difícil es ser hombre. Ellas pueden simular orgasmos, sólo tienen que abrir sus piernas. Tienen suerte.

Pagar era otra cosa. Era como entrar en ce lo. Llamar por teléfono, tomar nota de una dirección. Con Tal Silvana había intentado la infidelidad. Y ella nunca entendió que yo hubiera dejado todo por ella; te lo juro, Tal Silvana, hubiera abandonado mis promesas, mi comodidad, mis bienes gananciales.

Hubiera querido estar con Tal Silvana. Acariciarla, dejarme llevar por el corazón, por el corazón a lo Bécquer.

La “Causa rentada” era una realidad más clandestina y carnal. Preguntaba cuánto iba a costarme una hora, me desnudaba, ella hacía lo propio, y yo me entregaba —nunca me animé a utilizar el plural— a un placer residual, transitorio.

Había una única diferencia entre aquel pibe y este hombre: ahora reemplazaba el escenario de las putas por el placer menos elemental de las masajistas. De la cama a la camilla.

Al entrar en un gabinete y ver a la chica metida en su guardapolvo inexistente, sólo tenía la sospecha de cómo podía desarrollarse la siguiente hora. Ninguna certeza. Un pequeño suspenso convertido en fascinación adictiva.

Separado de Paula, y del cincuenta por ciento de los compromisos familiares y sociales, me sentía vacante. Una melancolía menos asociada a la libertad que al abandono. Pronto aprendí que los malos hábitos —matrimonio/masajistas— habían hecho de mí un ser demasiado tolerante a la frustración. Pagaba dos veces por semana.

Calentura o tiempo libre, tenía un nomenclador de calidad donde anotaba mujeres de ochenta pesos, o menos, y de cien hasta doscientos pesos, como máximo. Enzo dice que los buenos putañeros son aquellos que hacen sus deberes “en solitario”. El putañero “expansivo”, dice, el de las despedidas de soltero y las fiestas, es un infeliz agobiado por la certidumbre de alguna clase de mandato o anecdotario de bar. Tiene razón.

Yo nunca hablaba de la “Causa rentada”. Ni siquiera con Enzo. Sabía que nadie en su sano juicio tenía la necesidad de andar compartiendo sus vicios, así que cuando alguien contaba sus aventuras con putas, yo callaba. Ningún alcohólico anda explicando por ahí cuándo y por qué se emborracha.

Yo había visto crecer el rubro de las masajistas en los diarios y en Internet. Sabía.

Un ejemplo. Para poder saltar la barrera del masaje y excavar los más bajos instintos de nuestra novia tarifada, conviene pulir los costados de la inexperiencia. Decir: yo-no-sémuy-bien-de-qué-se-trata-todo-esto.

Así como otros estaban al tanto de dónde encontrar un dealer, yo sabía a qué masajistas robarles un polvo. Conocía putas que habían cambiado sus lencerías eróticas por gabinetes y camillas mentirosas. Tenía todos sus teléfonos.

Una adicción que no registraba clubes de desahuciados ni libros de autoayuda.

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