Théa

Mazarine Pingeot
Mazarine Pingeot

Fragmento

Prólogo

Voz de hombre A: “Adelante, Miguel, continuá”.

Voz de B.: “Vos primero”.

Chirridos, interferencias, hasta que el sonido se aclara.

Voz de mujer clara, límpida: “Fue en Córdoba, la víspera del aniversario del Cordobazo. Tenían miedo de que los obreros y los estudiantes salieran a manifestar, así que se los llevaron a todos. La noche antes. Él estaba adentro. Fue entonces cuando llegué a Buenos Aires. Sabía que tenía poco tiempo antes de que me encontraran, y el movimiento se hizo cargo de mí enseguida”.

Voz de B: “¿Has tenido noticias de tu hermano?”.

Voz de la chica: “No”.

Voz de B. : “Pero ¿sabés quién lo hizo?”.

Voz de la chica: “Por supuesto. Todo el mundo sabía ya de la existencia de la Triple A. Los comandos paramilitares empezaron a secuestrar antes del 76”.

Voz de A.: “Repetí eso: el golpe de Estado es en el 76, marzo del 76, repetilo. Yo lo editaré después”.

Voz de la chica: “El golpe de Estado es en marzo del 76, el 24. Pero los comandos ya habían empezado a secuestrar militantes. Y las organizaciones políticas, sobre todo las más pequeñas como la de Córdoba, a la que yo pertenecía, se vieron muy afectadas. Los militantes estaban completamente desamparados, todos los compañeros habían desaparecido, estaban detenidos. Otros dicen que murieron. Yo no lo sé. Yo sigo esperando. Hay muertos que se sabe que están muertos. Así que los otros, esos de los que no hemos tenido más noticias, si estuvieran muertos, ¿por qué no habríamos de saberlo?”

I

1

Al final los acompañé. Pero no hasta allí. Con ir a Orly era suficiente. A Orly a las dos de la mañana. A cambio, ellos me dejaron el coche durante el tiempo que estuvieran ausentes.

Mi madre temía haberse olvidado de cerrar el agua. Me insistió varias veces para que pasara por Bourg-la-Reine a controlar. Y, ya que estaba, a echarle un vistazo al gas. En coche no es lejos. Mi padre, por su parte, no decía nada. Conducía.

Hacía veintitrés años que se habían ido de Argelia. Veintitrés años que hablaban de volver. Y eso estaba ocurriendo hoy.

Después de todo, no estaban tan molestos con que yo me quedara. Alguien cuidaría de la casa. Eso fue lo que decidieron luego de una semana de negociaciones, gritos y quejas. No estaban acostumbrados a que les opusiera resistencia. No de manera frontal, al menos. Hasta los había sorprendido que les dijera que no iría, que ni hablar, tengo que dar exámenes. No me creyeron.

Llevaban veintitrés años preparando ese viaje y yo los dejaba plantados ¡a último momento! Pero yo tenía veintidós, y esos preparativos habían sido mi vida, toda mi vida. Me importaban muy poco el antes, la razón por la que habían tenido que irse y la tumba que iban a visitar.

Mi padre estacionó frente a la terminal 2. Era de noche. Los ayudé a llevar las valijas hasta el mostrador de facturación. Era una suerte que fuera tan tarde; con la excusa del cansancio podíamos quedarnos callados. Era la primera vez en su vida que tomaban un avión. La ida a Francia la habían hecho en barco. Parecían indefensos, intimidados por el aeropuerto, los vestíbulos, la facturación, los auxiliares de vuelo de uniforme. Revisaron sus pasaportes nuevos, que les habían llegado algunas semanas antes. Dudaron en despachar las valijas, como si se las fueran a robar, luego fueron hasta los oficiales de migraciones y se dieron vuelta. Les hice una seña. Inútil besarnos, nunca lo hacíamos, y yo no pensaba ceder a la solemnidad del momento, de su momento. No era el mío.

Cuando los vi desaparecer, sin embargo, sentí ese vértigo que me asalta a veces en medio de una clase o en el metro: ese momento en que el cuerpo se disuelve y se ausenta. Se me desbocó el corazón, y tuve que tocarme los muslos, los brazos, para asegurarme de que estaba realmente presente. Los vi tan pequeños a esos padres, tan frágiles, que me alejé y corrí hasta el coche, prendí el motor, puse un casete en el equipo. Había traído algunos previendo el regreso, para mantenerme despierta. Lo único que había olvidado eran mis lentes de contacto. Kate Bush invadió el espacio. Grité con ella “Coming / In with the golden light / In the morning / Coming in with the golden light / Is my dented van... Woomera / Dree-ee-ee-ee-ee- / A-a-a-a-a- / M-m-m-m-m / Ti-ti-ti-ti-ti- / I-i-i-i-i / Me-me-me-me-me”. Acababa de salir The Dreaming.

A ciegas rumbo a los barrios elegantes. Sophie y la banda habían quedado en encontrarse en el departamento de Juliette. Sus padres no estaban, como de costumbre. Habría alcohol a destajo: la bodega de su padre. Y como ninguno de nosotros había degustado nunca un gran vino, estábamos encantados con los crus burgueses del señor Dacotta. Estábamos tan encantados como indignados: éramos gente de izquierda, incluso de ultraizquierda. El único destino que preveíamos para las grandes cosechas —o lo que nosotros considerábamos como grandes cosechas— era tomárnoslas directamente de la botella. Juliette era la más radical de todos. Me costaba entender cómo le brillaban los ojos ante nuestros actos de rapiña, que invariablemente terminaban en concursos de vómito. Y me preguntaba cómo le explicaría a su padre que su bodega se vaciara regularmente, si sabría él que nos liquidábamos sus botellas lanzando insultos contra los burgueses. Aunque quizás él tuviera su cuota de responsabilidad en el asunto; después de todo, no era problema mío.

2

Di muchas vueltas por el barrio hasta encontrar la r

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