Ginebra

Silvia Hopenhayn

Fragmento

I

1.

El agua de la tierra se evapora, el viento raspa las piedras, las hojas caen de los árboles, las palabras… ¿A dónde van a parar las palabras?

De chica miraba a las personas cuando hablaban. Lo hacía con énfasis y me esquivaban. Algo de mi estatura o mis ojos concentrados… Parecía enojada, expectante. No era eso, simplemente aguardaba. Los niños cuando miran buscan, no adjudican.

El secreto se estaba formulando.

En la cena, cada vez que alguien abría la boca y no era para comer, me ponía lívida. Temía que saliera cualquier cosa, un exabrupto o un insecto. Buscaba masticar rápido o desviar mi atención. Veía lo que decían como formas que emergen de la gente, expandiéndose. Un contagio de palabras que no alcanzaba a enfermar a nadie.

Eso creía.

Esperaba las bocas en las noches familiares, reunidos todos frente a un pollo al horno. Si alguno de mis hermanos esbozaba una ranura, me disponía al vocablo. Los labios eran compuertas de intenciones, sabía que algo dicho iba a salir de ahí. Figuras no previstas por el espacio; me esforzaba en anticipar lo que dirían, hasta que una vez, como si se hubieran disipado los sonidos, hice coincidir la emisión de mi hermana con lo que yo había visto que se trazaba en su boca. Su propio decir me llegó una milésima de segundos antes de que lo emitiera. ¿Era posible que escuchase las palabras sin que las dijeran? No, no las escuchaba, las veía llegar.

Me sucedía en ocasiones de secreta concordancia. Mis ojos hacían de oídos, lo demás era cuestión de esmero: darme al devaneo, hundir las pupilas, emblanquecer la mirada, dejar de respirar paulatinamente, entrecerrando los párpados hasta que éstos aletearan exaltados, cual colibrí frente a nuevo néctar.

Si me ausentaba un instante —aún sentada en la mesa— lograba sobrevolar lo ajeno. Con los ojos así, trastornados.

No importaba realmente lo que dijeran; no era un juego de adivinación sino de encastre. Las palabras eran naves que se desplazaban haciendo funcionar el mundo. Me hallaba en un planeta de formas a la espera de voces que las pusieran en movimiento. Malabarista del silencio, veía el momento de la coincidencia, cuando esas formas adquirían sentido: el momento en que alguien quería decir algo.

Era una estadística de la ansiedad. Siempre hay personas con ganas de hablar. Una torsión de cuello alargándose como ganso en lago ajeno delataba ese ímpetu. Navegante en aguas verbales, podía encontrarme con cualquier palabra a punto de ser dicha. ¿De quién sería? ¡Si las palabras no son de nadie!

Mi silencio era apenas un peldaño de la escucha necesaria.

Llamé a esa técnica de sobremesa: “empujar voces”.

Se parecía a un eco al revés: un sonido remoto regresando a su fuente de emisión. Para verlo, bastaban unos mohines. La ondulación del pensamiento provoca una serie de gestos ínfimos. Pensé que si me ejercitaba bien, podía conocer el espacio sin las palabras que lo conforman, adelantarme a los decires vislumbrando pozos en el aire. ¡Qué abismo liviano, imposible!

El universo era un juguete con la cuerda deshilachada que pendía de un lado a otro.

Mi familia pensaba que yo era chiquita y no tenía nada para decir. Por eso me quedaba callada. No sabían que a esa altura de la mesa podían ocurrir otros fenómenos. Merecía un respeto distinto.

Sólo mi madre se daba cuenta de que yo no estaba en otra parte. Ella creía que escuchaba aunque no entendiese demasiado… ¿Te comieron la lengua los ratones?, me decía hundiendo sus dedos en mis cachetes pálidos, y yo me aterraba. Mi afición por la punta de la lengua no contemplaba depredadores. Sola en el palco de las papilas, ¿cómo podían llegar ratones hasta esos bordes? ¿Por qué pensaba que los atraía ese órgano fofo y movedizo, atrincherado en el paladar? Mi madre hacía preguntas dignas de una exploradora ingenua.

La cuestión era que yo sabía antes que los demás lo que estaban por decir.

Les ganaba de boca.

Con las palabras que no entendía podían pasar dos cosas: o se hinchaban en el aire, informes, hasta explotar dejando restos inaudibles entre los comensales, o se convertían en figuras desconocidas que ingresaban en mí como nuevas; tramas perfectas, casi geométricas, entrevistas en sueños.

2.

A pesar de mi estatura, no hacía ningún esfuerzo por sobresalir. Mi madre me ponía un almohadón en la silla, que yo deslizaba lentamente debajo de la mesa. Mis hermanos creían que era un capricho, que después lamentaría haber quedado tan baja. No se daban cuenta de que las palabras aterrizaban a esa altura. Y yo las estaba esperando.

Lo cierto es que mi silla, conmigo encima, parecía comprada en un outlet de Liliput. Todos eran grandes, también de cuerpo: mi hermano tan alto y ancho ocupaba dos asientos, mi hermana, de brazos largos y desperdigados, solía volcar el salero y mi madre, supersticiosa (palabra que se había incorporado a mis sueños con forma trapezoide descomponiéndose cruelmente en superviciosa, reventando en mis sueños, mi habitación un enchastre de malos entendidos, nunca más el orden que esperaba mi papá…), supersticiosa, sí, ella estaba pendiente de los brazos de mi hermana, aliados de las catástrofes, que chocaban como alas de pájaro inmaduro pretendiendo volar antes de tiempo.

Las manos de mi madre eran un trofeo de la naturaleza, con su fina y deliberada separación entre los dedos delgados dispuestos a alcanzar algo, y yo, aferrada a mi sillita como puesto de vigilancia, me reconcentraba en esa dulzura de cinco puntas aguardando algún toque de gracia.

A mi padre lo observaba apenas, temía que me descubriera. Él también hurgaba en alguna parte la lengua de los otros. Su botín era más antiguo.

Me falta la cocinera y su pelo grasoso, casi rancio de tanto pasarse los dedos por el cuero cabelludo, estrujándose el aceite; tenía la manía de poner las manos en todo, que si bien no eran la alegría de las de mi madre, merecían respeto. Manos en actividad plena, las usaba como si su cuerpo culminara en utensilios de cocina. Llenas de aceite, repasaba las sartenes con sus yemas rugosas y cuadradas, después se las llevaba a la cabeza, y sacudiendo su melena brillante, soltaba un decir impredecible que yo era incapaz de anticipar. Dos motivos me lo impedían: lo repentino de sus palabras —hablaba mediante frases empezadas— y el retaceo de su boca: no podía ver lo que salía de allí, ni siquiera sílabas sueltas.

Con ella descubrí que algunas personas se cubren la boca cuando hablan. Imposible empujar sus voces. Ni verles la punta de la lengua. ¿Por qué lo hacen? ¿Por lo que comieron o por lo que pueden llegar a decir? Hablan raro, torcido, las palabras les cuelgan, no se dejan entender. Si anticipaba una así, era un triunfo, una perla del farfullo. Quiero precisar esto: de chica no escuchaba voces, no estaba loca. Vivía en un remolino de furias y coqueteos; mis hermanos lloraban de rabia, de amor, yo cuando

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