1
Cada vez que me despertaba, de día o de noche, me arrastraba por el luminoso vestíbulo de mármol de mi edificio y subía por la calle y doblaba la esquina donde había un colmado que no cerraba nunca. Me pedía dos cafés grandes con leche y seis de azúcar cada uno, me tomaba de un trago el primero en el ascensor de regreso a casa y luego a sorbos el segundo, despacio, mientras veía películas y comía galletitas saladas con formas de animales y tomaba trazodona y zolpidem y Nembutal hasta que volvía a dormirme. Así perdía la noción del tiempo. Pasaban los días. Las semanas. Unos cuantos meses. Cuando me acordaba, pedía comida al tailandés de enfrente o una ensalada de atún a la cafetería de la Primera Avenida. Me despertaba y me encontraba en el móvil mensajes de voz de peluquerías o spas confirmando citas que había reservado mientras estaba dormida. Llamaba siempre para cancelarlas, y odiaba hacerlo porque odiaba hablar con la gente.
Al principio, venían a recoger la ropa sucia y a dejarme ropa limpia una vez a la semana. Para mí era un consuelo escuchar el crujido de las bolsas de plástico rotas entrando por las ventanas del salón. Me gustaba sentir las bocanadas de olor a ropa limpia mientras me quedaba frita en el sofá. Pero, después de un tiempo, era demasiada molestia juntar toda la ropa sucia y meterla en la bolsa de la colada. Y el ruido de mi propia lavadora y secadora me afectaba mientras dormía. Así que empecé a tirar las bragas sucias. Las viejas, de todas formas, me recordaban a Trevor. Durante un tiempo, aparecía en el correo lencería de mal gusto de Victoria’s Secret, tangas de color fucsia o verde lima con volantitos y picardías y negligés, todas empaquetadas en bolsitas de plástico. Metía las bolsitas de plástico en el armario e iba sin bragas. Llegaba algún que otro paquete de Barneys o Saks con pijamas de hombre y otras cosas que no recordaba haber encargado, calcetines de cachemir, camisetas con diseños, vaqueros de marca.
Me duchaba una vez a la semana como mucho. Dejé de depilarme las cejas, dejé de decolorarme, de hacerme la cera, de cepillarme el pelo. Nada de hidratante ni de exfoliante. Nada de afeitarme las piernas. Rara vez salía del apartamento. Tenía las facturas domiciliadas. Había dejado pagado el impuesto anual de la propiedad del piso y de la antigua casa al norte del estado de mis padres muertos. El alquiler que los inquilinos de esa casa pagaban por transferencia aparecía una vez al mes en mi cuenta. Me llegaría el seguro de desempleo mientras siguiera llamando una vez por semana y pulsando «1» para «sí» cuando el robot me preguntase si me había esforzado de verdad en encontrar trabajo. Eso bastaba para los copagos de todas las recetas y lo que fuera que comprase en el colmado. Además, tenía inversiones. El asesor financiero de mi padre muerto controlaba todo eso y me mandaba informes trimestrales que yo nunca leía. También tenía un montón de dinero en mi cuenta de ahorros, bastante para vivir unos cuantos años mientras no hiciera nada estrafalario. Además de todo eso, mi límite de crédito en la Visa era alto. El dinero no me preocupaba.
Había empezado a «hibernar» lo mejor que pude a mitad de junio de 2000. Tenía veintiséis años. A través de un listón roto de la persiana vi cómo moría el verano y el otoño se volvía frío y gris. Se me atrofiaron los músculos. Las sábanas amarilleaban en la cama, aunque por lo general me dormía delante de la televisión en el sofá, que era uno muy caro, de Pottery Barn y de rayas azules y blancas y estaba hundido y lleno de manchas de café y sudor.
No hacía mucho en las horas de vigilia aparte de ver películas. No soportaba la televisión normal. Sobre todo al principio, la tele me provocaba demasiadas cosas y me obsesionaba con el mando a distancia, pulsaba botones, me burlaba de todo y me trastornaba. Era demasiado para mí. Las únicas noticias que podía leer eran los titulares sensacionalistas de los diarios locales en el colmado. Les echaba un vistazo mientras pagaba los cafés. Bush contra Gore para la presidencia. Alguien importante se moría, secuestraban a un niño, un senador robaba dinero, un atleta famoso le ponía los cuernos a su mujer embarazada. Pasaban cosas en la ciudad de Nueva York —siempre pasan—, pero ninguna me afectaba. Ese era el encanto del sueño, que me desconectaba de la realidad y la recordaba tan por casualidad como una película o un sueño. Me resultaba sencillo ignorar lo que no me incumbía. Los trabajadores del metro iban a la huelga. Un huracán iba y venía. Daba igual. Si nos hubiesen invadido los extraterrestres o un enjambre de langostas, lo habría notado, pero no me habría importado.
Cuando necesitaba más pastillas, me aventuraba hasta la farmacia que estaba a tres manzanas. Era siempre un trayecto penoso. Cuando caminaba por la Primera Avenida, todo me estremecía. Era como un bebé naciendo; el aire me hacía daño, la luz me hacía daño, el mundo parecía estridente y hostil en sus detalles. Me confiaba al alcohol solo los días de aquellas excursiones; un trago de vodka antes de salir y pasaba por delante de todos los bistrós y cafeterías y tiendas que solía frecuentar cuando aún pisaba la calle, fingiendo que vivía la vida. Si no, procuraba limitarme al radio de una manzana alrededor de mi casa.
Todos los hombres que trabajaban en el colmado eran egipcios jóvenes. Aparte de mi psiquiatra la doctora Tuttle, mi amiga Reva y los porteros del edificio, los egipcios eran las únicas personas a las que veía habitualmente. Eran bastante guapos, unos más que otros. Tenían la mandíbula cuadrada y la frente varonil, las cejas marcadas como orugas. Y todos parecían llevar pintada la raya del ojo. Debían de ser como media docena, hermanos o primos, suponía yo. Su estilo era de lo más disuasorio. Llevaban camisetas de fútbol y cadenas de oro con cruces y escuchaban Los 40 Principales. No tenían ningún sentido del humor. Cuando me acababa de mudar al barrio, habían tonteado conmigo hasta el hartazgo, pero en cuanto empecé a entrar arrastrando los pies a horas raras con legañas en los ojos y porquería en la comisura de los labios, dejaron de intentar ganarse mi cariño.
—Tienes algo aquí —me dijo una mañana el que estaba detrás del mostrador, señalándose la barbilla con los largos dedos morenos.
Hice solo un gesto con la mano. Luego descubrí que tenía la cara llena de costras de pasta de dientes.
Después de unos cuantos meses de aparecer desaliñada y medio dormida, los egipcios empezaron a llamarme «jefa» y a aceptar sin problema cincuenta centavos cuando pedía un cigarrillo suelto, lo que hacía bastantes veces. Podría haber ido a un montón de sitios a por café, pero me gustaba el colmado. Estaba cerca y el café siempre era malo y no tenía que toparme con nadie pidiendo un brioche o un latte sin espuma. Ningún niño con los mocos caídos ni niñeras suecas. Ningún profesional esterilizado ni nadie en una cita. El café del colmado era café para la clase trabajadora, café para porteros y repartidores y operarios y limpiadores. El ambiente estaba cargado de olor a productos de limpieza baratos y moho. Podía contar con que el congelador empañado estuviera hasta arriba de helados y polos y tarrinas de postre. Los compartimentos de plexiglás que había encima del mostrador estaban llenos de chicles y caramelos. Todo estaba siempre igual: cigarrillos en filas ordenadas, rollos de rasca y gana, doce marcas distintas de agua embotellada, cerveza, pan de molde, una caja de carnes y quesos que nadie compraba nunca, una bandeja de papos secos portugueses rancios, una cesta de fruta envuelta en plástico, una pared entera de revistas que yo evitaba. Solo quería leer los titulares de los periódicos. Me alejaba de cualquier cosa que pudiera despertarme el intelecto o darme envidia o ansiedad. Mantenía la cabeza baja.
Reva aparecía por mi casa con una botella de vino de vez en cuando e insistía en hacerme compañía. Su madre se estaba muriendo de cáncer. Eso, entre otras cosas, me quitaba las ganas de verla.
—¿Te habías olvidado de que venía? —preguntaba Reva, empujándome para entrar en el salón y encendiendo las luces—. Anoche hablamos, ¿te acuerdas?
Me gustaba llamar a Reva justo cuando empezaba a hacerme efecto la pastilla de zolpidem o de fenobarbital o lo que fuera. Según ella, yo solo quería hablar de Harrison Ford o de Whoopi Goldberg, y decía que le parecía bien.
—Anoche me contaste toda la trama de Frenético. Hiciste la escena en la que van conduciendo el coche con la cocaína. Y seguías y seguías.
—Emmanuelle Seigner está increíble en esa película.
—Eso mismo dijiste anoche.
Me sentía tan aliviada como irritada cuando aparecía Reva, como si alguien me interrumpiese en mitad del suicidio. No es que me estuviese suicidando; de hecho, era lo contrario al suicidio. Mi hibernación era cuestión de supervivencia. Creía que me iba a salvar la vida.
—Y ahora métete en la ducha —decía Reva en dirección a la cocina—. Yo saco la basura.
Quería a Reva, pero ya no me caía bien. Éramos amigas desde la universidad, el tiempo suficiente para que todo lo que teníamos en común fuese nuestro pasado juntas, una compleja trayectoria de resentimiento, recuerdos, envidia, negación y unos cuantos vestidos que le había prestado que ella prometió llevar a la tintorería para devolvérmelos luego, pero que nunca volvieron. Trabajaba de secretaria ejecutiva en una agencia de corredores de seguros del centro. Era hija única, una obsesa del gimnasio, tenía una mancha de nacimiento en el cuello, roja y moteada, con la forma de Florida, una costumbre de mascar chicle que le producía CAT y un aliento que apestaba a canela y caramelo de manzana ácida. Le gustaba venir a mi casa, hacerse sitio en el sillón, comentar el estado del piso, decirme que me veía más delgada y quejarse del trabajo mientras se llenaba la copa de vino cada vez que le daba un sorbo.
—La gente no entiende lo que es estar en mi pellejo —decía—. Dan por sentado que siempre voy a estar de buen humor. Mientras tanto, esos cabrones se piensan que pueden ir por ahí tratando como la mierda a todos los que tienen por debajo. ¿Y se supone que tengo que reírme como una tonta y estar mona y mandar sus faxes? Que los jodan. Que se queden todos calvos y ardan en el infierno.
Reva estaba liada con su jefe, Ken, un hombre de mediana edad con mujer e hijo. Hablaba abiertamente de la obsesión que sentía por él, aunque intentaba ocultar que tenían relaciones sexuales. Una vez me enseñó una foto de él en un folleto de la empresa; alto, ancho de hombros, camisa blanca de cuello abotonado, corbata azul, una cara tan anodina y tan aburrida que bien podía estar hecha de plástico. A Reva le gustaban los hombres mayores, como a mí. Los hombres de nuestra edad, decía Reva, eran demasiado sensibleros, demasiado afectuosos, demasiado dependientes. Entendía su rechazo, aunque yo nunca había conocido a tipos así. Todos los hombres con los que había estado, jóvenes y viejos, habían sido distantes y hostiles.
—Porque eres un témpano, por eso —me explicaba Reva—. Lo semejante atrae a lo semejante.
Como amiga, Reva sí que era sensiblera y afectuosa y dependiente, pero también era muy reservada y a veces muy condescendiente. No podía entender o simplemente no deseaba entender por qué quería yo dormir todo el tiempo y siempre me estaba restregando su superioridad moral y diciéndome que «afrontase las consecuencias» de cualquiera de las malas costumbres que tuviera en ese momento. El verano que empecé a dormir, Reva me reprendía: «desperdicias tu cuerpo de biquini», «fumar mata», «deberías salir más», «¿comes bastantes proteínas?», etcétera.
—No soy una niña pequeña, Reva.
—Me preocupo por ti. Porque me importas. Porque te quiero —decía.
Desde que nos conocimos el primer año de universidad, Reva no era capaz de admitir estando sobria cualquier deseo que fuese remotamente grosero. Pero no era perfecta. «No es ningún angelito», que diría mi madre. Yo sabía desde hacía años que Reva era bulímica. Sabía que se masturbaba con un masajeador de cuello eléctrico porque le daba mucha vergüenza comprar un vibrador de verdad en un sex shop. Sabía que estaba muy endeudada por la universidad y años de excederse en el límite de las tarjetas de crédito y que robaba muestras de la sección de belleza de la tienda naturista de al lado de su casa en el Upper West Side. Había visto las pegatinas de muestra en varias cosas en un enorme neceser de maquillaje que llevaba encima a todas partes. Era esclava de la vanidad y del estatus, algo habitual en un sitio como Manhattan, pero a mí su desesperación me parecía particularmente irritante. Se me hacía difícil respetar su inteligencia. Estaba tan obsesionada con las marcas, la aprobación, el «encajar». Solía ir a Chinatown a buscar imitaciones de los últimos bolsos de diseño. Una Navidad me regaló una cartera Dooney & Bourke. Compró llaveros Coach falsos a juego para las dos.
Paradójicamente, su deseo de tener clase fue siempre la piedra en la que tropezó a la hora de tenerla.
—La elegancia estudiada no es elegancia —intenté explicarle una vez—. El encanto no es un peinado. Lo tienes o no lo tienes. Cuanto más te esfuerces por ir a la moda, más vulgar parecerás.
Nada le dolía más a Reva que una belleza natural como la mía. Una vez que vimos en vídeo Antes del amanecer, dijo:
—¿Sabías que Julie Delpy es feminista? Me pregunto si por eso no está más flaca. Si fuese estadounidense no le habrían dado el papel. ¿Ves lo blandos que tiene los brazos? Aquí un brazo flácido es intolerable. Un brazo flácido es mortal. Es como la selectividad. Si tienes menos de un siete, no existes.
—¿Te alegras de que Julie Delpy tenga los brazos flácidos? —le pregunté.
—No —dijo, después de pensárselo un poco—. No lo llamaría alegría, más bien satisfacción.
Reva parecía no sentir necesidad de ocultarme su envidia. Desde el comienzo de nuestra amistad, si le contaba que había pasado algo bueno, se quejaba diciendo «No es justo» tantas veces que se convirtió en una especie de muletilla que soltaba como si nada, con voz apagada. Era su reacción automática a mis buenas notas, a un color de barra de labios nuevo, al último polo, a mi corte de pelo caro. «No es justo.» Yo formaba una cruz con los dedos y la alzaba entre las dos, como para protegerme de su envidia y de su ira. Una vez le pregunté si sus celos tenían algo que ver con ser judía, si creía que las cosas eran más fáciles para mí por ser blanca, anglosajona y protestante.
—No es porque sea judía —recuerdo que dijo. Esto fue justo después de la graduación: yo había entrado en el cuadro de honor pese a haberme saltado más de la mitad de las clases del último curso y Reva no había conseguido acceder al posgrado—. Es porque soy gorda.
No lo era. Era muy guapa, de hecho.
—Y me gustaría que te cuidases más —dijo un día que vino a visitarme al piso, estando yo medio despierta—. No lo puedo hacer por ti, ¿sabes? ¿Por qué te gusta tanto Whoopi Goldberg? Ni siquiera es divertida. Tendrías que ver películas que te animaran, como Austin Powers. O esa en la que salen Julia Roberts y Hugh Grant. De pronto eres como Winona Ryder en Inocencia interrumpida, aunque te pareces más a Angelina Jolie. En esa peli sale rubia.
Así es como expresaba su preocupación por mi bienestar. Tampoco le gustaba el hecho de que tomase «drogas».
—No deberías mezclar alcohol con todos los medicamentos que tomas —me decía mientras se terminaba el vino.
Le dejaba que se bebiese todo el vino. En la universidad, Reva llamaba a ir de bares «ir a terapia». Se podía tomar un whisky de un trago. Tomaba ibuprofeno entre una y otra bebida. Decía que así mantenía el ritmo. Es probable que se la pudiera considerar alcohólica. Pero tenía razón sobre mí. Yo tomaba «drogas». Me metía en el cuerpo más de una docena de pastillas por día, pero todo muy regulado, creía yo. Era todo legal. Solo quería dormir sin parar. Tenía un plan.
—No es que sea una yonqui ni nada de eso —decía yo a la defensiva—. Me estoy tomando un tiempo. Este es mi año de descanso y relajación.
—Qué suerte tienes —decía Reva—. No me importaría tomarme un tiempo del trabajo para holgazanear, ver pelis y dormitar todo el día, pero no me quejo. No puedo permitirme ese lujo.
Cuando ya estaba borracha, subía los pies a la mesa de centro, tiraba al suelo mi ropa sucia y el correo sin abrir para hacerse sitio, y hablaba y hablaba de Ken y me ponía al día del último episodio de su telenovela dramática, Amor en la oficina. Presumía de todas las cosas divertidas que iba a hacer el fin de semana, se quejaba de haberse saltado su última dieta y de tener que hacer más horas en el gimnasio para compensar. Y al final, lloraba por su madre.
—Ya no puedo hablar con ella como antes. Estoy tan triste. Me siento tan abandonada. Me siento muy muy sola.
—Todos estamos solos, Reva —le decía yo.
Era verdad: yo estaba sola, ella estaba sola. Ese era el mayor consuelo que le podía ofrecer.
—Sé que tengo que estar preparada para lo peor con lo de mi madre. El pronóstico no es bueno. Ni siquiera creo que me esté enterando de toda la información de su cáncer. Me desespera tanto. Ojalá tuviese a alguien que me abrazara. ¿Es patético eso?
—Estás desesperada —dije—. Suena muy frustrante.
—Y luego está lo de Ken. No lo puedo soportar. Preferiría matarme a estar sola —decía.
—Al menos tienes esa opción.
Si yo tenía ganas, pedíamos ensaladas del tailandés y veíamos películas de pago. Yo prefería mis cintas de VHS, pero Reva siempre quería ver la película que fuese más «nueva» y «lo último» y «se supone que es buena». Para ella era un motivo de orgullo tener un conocimiento superior de la cultura pop en aquella época. Estaba a la última de todos los chismes del famoseo, seguía todas las tendencias de moda. A mí me importaba una mierda todo ese rollo. Reva, sin embargo, se estudiaba el Cosmopolitan y veía Sexo en Nueva York. Competía sobre belleza y «sabiduría vital». Su envidia era muy moralista. Comparada conmigo, no tenía «privilegios». Y según sus términos, tenía razón: yo parecía una modelo, tenía dinero que no me había ganado, llevaba ropa de marca auténtica, me había licenciado en Historia del Arte, así que era «culta». Reva, por su parte, venía de Long Island, en una escala del uno al diez sería un ocho —aunque ella se consideraba a sí misma «un tres de Nueva York»— y se había licenciado en Económicas. «La carrera de los empollones asiáticos», la llamaba.
El apartamento de Reva al otro lado de la ciudad era un tercero sin ascensor que olía a ropa de deporte sudada y patatas fritas y desinfectante y colonia Tommy Girl. Aunque me había dado un juego de llaves de su casa cuando se mudó, fui solo dos veces en cinco años. Ella prefería venir a mi casa. Creo que le gustaba que la reconociera el portero, subirse en el elegante ascensor con los botones dorados, verme despilfarrar mis lujos. No sé de qué iba Reva. No podía librarme de ella. Me adoraba, pero también me odiaba. Me veía luchar contra mi sufrimiento y lo consideraba una parodia cruel de su propia desgracia. Yo había elegido mi soledad y mi falta de propósito y Reva, a pesar de todos sus esfuerzos, sencillamente no conseguía lo que deseaba: marido, hijos, una carrera fabulosa. Así que cuando empecé a dormir todo el tiempo, creo que Reva sintió cierta satisfacción al ver cómo me desmoronaba y me convertía en la vaga inútil que ella esperaba. No me interesaba competir con Reva, pero estaba resentida con ella por principio, así que discutíamos. Imagino que tener una hermana debe de ser así, alguien que te quiere lo suficiente para señalarte todos tus defectos. Incluso los fines de semana, si se quedaba hasta tarde, se negaba a dormir en mi casa. Yo no habría querido que se quedase, de todas maneras, pero ella siempre armaba un escándalo, como si tuviese responsabilidades que yo nunca entendería.
Una noche le hice una foto Polaroid y la pegué en el marco del espejo del salón. Reva creyó que era un gesto de cariño, pero la foto pretendía servirme de recordatorio de lo poco que disfrutaba de su compañía, si me daban ganas de llamarla luego, cuando estaba drogada.
—Te voy a dejar mis cedés para subir la autoestima —me decía si yo mencionaba cualquier inquietud o preocupación.
Reva sentía debilidad por los libros y talleres de autoayuda que combinasen alguna dieta nueva con habilidades para el desarrollo profesional y las relaciones románticas bajo la apariencia de enseñar a mujeres jóvenes «cómo alcanzar su máximo potencial». Cada cierto tiempo, tenía un paradigma de vida totalmente distinto y yo debía escucharlo.
—Tienes que aprender a darte cuenta de si estás cansada —me aconsejó una vez—. En estos tiempos hay muchísimas mujeres agotadas.
Un consejo de estilo de vida de Sacadle todo el partido a vuestro día, chicas sugería planificar los domingos por la tarde lo que te ibas a poner durante la semana.
—Así no tienes que estar dudando por las mañanas.
De verdad que no la soportaba cuando hablaba así.
—Y vente a Saints conmigo. Es noche de chicas. Las mujeres beben gratis hasta las once. Te sentirás mucho mejor contigo misma.
Era experta en fusionar eslóganes con cualquier excusa para beber hasta la inconsciencia.
—No me apetece salir, Reva —le dije.
Se miró las manos, jugueteó con los anillos, se rascó el cuello, luego se quedó mirando fijo al suelo.
—Te echo de menos —dijo, con la voz un poco quebrada.
Quizá creyó que aquellas palabras me llegarían al corazón. Yo llevaba puesta de Nembutal todo el día.
—A lo mejor no deberíamos ser amigas —le dije, mientras me estiraba en el sofá—. Lo he estado pensando y no veo razón para que sigamos siéndolo.
Reva se quedó ahí sentada, frotándose los muslos con las manos. Después de uno o dos minutos de silencio, me miró y se puso un dedo debajo de la nariz, lo que hacía siempre cuando estaba a punto de llorar. Era como una imitación de Adolf Hitler. Me tapé la cabeza con el jersey y apreté los dientes e intenté no reírme mientras ella balbuceaba y lloriqueaba e intentaba recomponerse.
—Soy tu mejor amiga —dijo lastimera—. No me puedes echar, sería muy autodestructivo.
Me bajé el jersey para dar una calada al cigarrillo. Se apartó el humo de la cara y fingió toser. Luego se giró hacia mí, tratando de envalentonarse mirando a los ojos al enemigo. Veía el miedo en sus pupilas, Reva parecía estar mirando un agujero negro en el que se podía caer.
—Por lo menos intento esforzarme por cambiar y conseguir lo que quiero —dijo—. Aparte de dormir, ¿qué esperas tú de la vida?
Preferí ignorar su sarcasmo.
—Quería ser artista, pero no tengo talento —le dije.
—¿En serio hace falta talento? —puede que fuese la cosa más inteligente que me había dicho Reva nunca.
—Sí —contesté.
Se levantó, cruzó el salón haciendo ruido con los tacones y cerró la puerta con cuidado tras ella. Me tomé unos cuantos Trankimazin y me comí unas cuantas galletitas saladas con formas de animales y me quedé mirando el asiento arrugado del sillón vacío. Me levanté y puse Tin Cup y la vi con desgana mientras dormitaba en el sofá.
Reva llamó media hora más tarde y dejó un mensaje diciendo que ya me había perdonado por herir sus sentimientos, que estaba preocupada por mi salud, que me quería y que no me abandonaría «pasara lo que pasara». Se me desencajó la mandíbula escuchando el mensaje, como si llevase días rechinando los dientes. A lo mejor sí que lo había hecho. Luego me la imaginé moqueando por el supermercado Gristedes, eligiendo comida que se comería y vomitaría. Su lealtad era absurda. Por ella seguíamos.
«Estarás bien», le dije a Reva cuando su madre empezó el tercer ciclo de quimio.
«No seas nenaza», le dije cuando el cáncer de su madre se le extendió al cerebro.
No puedo señalar ningún acontecimiento concreto que provocase mi decisión de hibernar. Al principio, solo quería unos sedantes para acallar mis pensamientos y mis juicios, ya que el aluvión constante me ponía difícil no odiar todo y a todos. Creía que la vida sería más llevadera si el cerebro tardaba más en condenar el mundo a mi alrededor. Comencé a atenderme con la doctora Tuttle en enero de 2000. Empezó de manera muy inocente: estaba asolada por la pena, la ansiedad, el deseo de escaparme de la prisión que eran mi mente y mi cuerpo. La doctora Tuttle me confirmó que no era nada raro. No era buena médica. Encontré su nombre en la guía telefónica.
—Me pillas en buen momento —dijo la primera vez que la llamé—. Acabo de terminar de fregar los platos. ¿Dónde has encontrado mi número?
—En las páginas amarillas.
Me gustaba pensar que el destino me había llevado a elegir a la doctora Tuttle, que nuestra relación estaba un poco predestinada, que de alguna manera era divina, pero, en realidad, fue la única psiquiatra que me contestó al teléfono un martes a las once de la noche. Para cuando la doctora Tuttle me contestó, había dejado una docena de mensajes en contestadores automáticos.
—La mayor amenaza actual para el cerebro son todos los hornos microondas —me explicó aquella noche por teléfono—. Los microondas, las ondas de radio. Ahora las torres de telefonía móvil nos acribillan con a saber qué clase de frecuencias. Pero ese no es mi campo científico, yo me encargo de tratar enfermedades mentales. ¿Trabajas para la policía? —preguntó.
—No, trabajo para un marchante de arte, en una galería de Chelsea.
—¿Eres del FBI?
—No.
—¿CIA?
—No, ¿por qué?
—Tengo que preguntar estas cosas. ¿Eres de la Administración para el Control de Drogas? ¿De la de Alimentos y Medicamentos? ¿Oficina Nacional de Crímenes contra Aseguradoras? ¿De la Oficina de Prevención de Fraudes contra Seguros de Salud? ¿Eres una detective privada contratada por alguna entidad privada o gubernamental? ¿Trabajas para una compañía de seguros médicos? ¿Eres traficante de drogas? ¿Drogadicta? ¿Eres médica? ¿Estudiante de Medicina? ¿Quieres conseguir pastillas para un novio maltratador o para algún jefe? ¿Eres de la NASA?
—Creo que tengo insomnio. Es mi principal problema.
—Seguramente eres adicta a la cafeína, ¿tengo razón?
—No lo sé.
—Será mejor que la sigas tomando. Si la dejases ahora, te volverías loca. Los insomnes verdaderos sufren alucinaciones y ausencias y tienen poca memoria. La vida puede llegar a ser muy confusa. ¿Encaja esto contigo?
—A veces siento que estoy muerta —le dije—, y odio a todo el mundo. ¿Eso cuenta?
—Oh, sí que cuenta. Claro que cuenta. Estoy segura de que puedo ayudarte, pero siempre le pido a los pacientes nuevos que vengan a una consulta de quince minutos para asegurarnos de que encajamos bien. Gratis. Y te recomiendo que adquieras la costumbre de escribir notas para recordarte las citas. Mi política de cancelación es de veinticuatro horas. ¿Conoces los Post-it? Consíguete unos Post-it. Tendré preparados unos acuerdos para que me los firmes, unos contratos. Ahora apunta esto.
La doctora Tuttle me dijo que fuera al día siguiente a las nueve de la mañana.
Su oficina, que también era su casa, estaba en un edificio de apartamentos de la calle 13, cerca de Union Square. La sala de espera era oscura, un recibidor con las paredes forradas de madera repleto de muebles victorianos falsos, juguetes para gatos, tarros con popurrí, velas moradas, coronas de flores púrpuras secas y pilas de números atrasados del National Geographic. El baño estaba atiborrado de plantas artificiales y plumas de pavo real. En el lavabo, al lado de una pastilla enorme de jabón agrietado de color lila, había un cuenco de madera lleno de cacahuetes en una concha de abulón. Aquello me dejó perpleja. Tenía todas sus cosas de tocador personales escondidas en un gran cesto de mimbre dentro del mueble de debajo del lavabo. Tenía varios polvos antimicóticos, una crema de esteroides con receta, champú y jabón y cremas que olían a lavanda y a violeta. Pasta de dientes de hinojo. El elixir bucal también era con receta. Cuando lo probé, sabía a océano.
El día que conocí a la doctora Tuttle, ella llevaba un collarín de gomaespuma por un «accidente de taxi» y tenía en brazos a un gato atigrado, al que me presentó como «mi mayor». Me señaló los sobres amarillos diminutos que había en la sala de espera.
—Cuando llegues, escribe tu nombre en un sobre y mete tu cheque dentro. Los pagos van aquí —dijo, dando golpecitos en una caja de madera que había en el escritorio de su oficina.
Era de la misma clase de cajas que tienen en las iglesias para los donativos de las velas. El diván de su oficina estaba lleno de pelos de gato y en uno de sus extremos se apilaban muñequitas antiguas con caras de porcelana desportillada. En el escritorio había barritas de granola a medio comer, fiambreras apiladas con uvas y melón cortado dentro, un ordenador viejo gigantesco, más revistas National Geographic.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó—. ¿Depresión?
Ya había sacado el taco de recetas.
Mi plan era mentir. Lo había considerado con detenimiento. Le dije que llevaba con problemas para dormir desde hacía seis meses, y luego me quejé de desesperación y nerviosismo en mis relaciones sociales. Pero mientras estaba recitando mi discurso ensayado, me di cuenta de que era un poco cierto. No era insomne, pero me sentía abatida. Quejarme delante de la doctora Tuttle fue extrañamente liberador.
—Quiero sedantes, eso lo sé —dije con franqueza—. Y quiero algo que le ponga freno a mi necesidad de compañía. Estoy con la soga al cuello. Soy huérfana, para colmo. Es probable que tenga estrés postraumático. Mi madre se suicidó.
—¿Cómo?