Playa de barro

Silvia López

Fragmento

Corporativa

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Primera parte

1

A veces los problemas llegan uno detrás de otro como si se pusieran de acuerdo, y de repente la vida se convierte en un amontonamiento de circunstancias. Lo mío comenzó durante el otoño. Un otoño que parecía igual a los otros, fresco, nublado, ventoso. Lloviznaba, volaban hojas secas, el viento agitaba el río, lo de siempre. En esos días me separé de Juan y el mundo siguió su curso, como si nada. ¿Quién te creés que sos para dejarme así? Mirá vos, el coraje que hay que tener, tendría que escucharte un psicoanalista, a ver qué opina. De todo quería gritarle. Lo hubiera llamado, de no ser por el temor de que me ignorase, porque eso y hundirme en la oscuridad habrían sido la misma cosa. Pero aquello no fue todo, la rueda no se detuvo, siguió girando con la desaparición de Matías. Lo perdí de vista en la estación de tren un lunes feriado. Tenía que decírselo a Juan. Lo siento, lo siento, repetía. La voz me salió rígida y oxidada, como por el rencor. Ocurrió en la estación, mientras esperábamos el tren, fue como si se hubiese esfumado en el aire, como si se lo hubiese tragado la tierra. Utilicé lugares comunes para contárselo a Juan. Lo siento, lo siento. Juan comenzó a hacer preguntas con un tono entrecortado que parecía un mecanismo descompuesto: ¿Dónde está Matías? Como si yo lo supiera. Durante el mes siguiente haría la misma pregunta, mil veces idéntica: Decime, Luciana, ¿en qué momento lo perdiste de vista?

De nuevo, los hechos continuaron por su cuenta y sin participación de mi voluntad. Poco tiempo después, falleció mamá. Yo trataba de usar la razón y recomponerme, pero a la medianoche caía en la cama inconsciente, densa, los párpados se me abrían como persianas defectuosas. De pronto me despabilaba, lúcida, con esa rara claridad mental que aparece durante el insomnio. El insomnio y su sombra en la habitación y la noche que no terminaba nunca porque Juan y Matías no estaban y no quedaba casi nada de ellos, solamente algunas cosas apiladas en el placar.

Me levantaba al alba, recorría el departamento de punta a punta, lenta, destemplada, con movimiento submarino; veía cómo se iluminaba de a poco el cielo y escuchaba el primer canto de los pájaros. Los pájaros son repetitivos, nunca entonan algo diferente. Había reemplazado la taza de té en el desayuno por unas píldoras de color verde claro, estabilizadoras del ánimo. Píldoras para dormir, píldoras para despertar. Así evitaba optar entre la cama revuelta y el sofá destinado a recostarme boca arriba a mirar el techo. A veces ensayaba el suicidio en la ducha, dejaba correr el agua caliente, cerraba la mampara y respiraba la nube de vapor, como si fuera el gas letal que me haría dormir para siempre. No quería morir, no ese suceso temido y único que es la muerte, pero sí un estado de inexistencia, una manera de no estar en mi departamento. Tampoco quería, aunque entre nubes de vapor era posible, registrar la crónica del final del verano, cuando descubrí que Juan había empezado a salir con una chica.

El día que lo confirmé, tuve el impulso de asomarme al balcón. No había un alma en la vereda, los semáforos titilaban rojos, el cielo era plomizo. Silencio. Las palomas, como siempre, aleteaban en su rincón. Sufrimiento no sentí, la línea que dividía la realidad de su opuesto había comenzado a desaparecer. No pasaban colectivos, no se escuchaban bocinas. Mejor, pensé. En medio de la quietud, cualquier movimiento, un roce, un soplo de viento, podía reavivar el diálogo que pretendía enterrar en el sustrato más hondo de mi memoria, para borrar la tarde aquella cuando la chica de veinticinco llamó a mi casa y dijo:

—¿Me das con Juan?

—No está. ¿Quién habla?

Debe ser una alumna, pensé mientras buscaba la birome para anotar el mensaje. En eso estaba cuando ella, alegre y leve, en vez de decir simplemente su nombre decidió darme un tiro en la sien:

—Habla la novia, ¿no sabés a qué hora va a volver?

Habla la novia. Habla la novia. Se trataba de una oración simple, fácil. Sujeto y predicado. La novia, sujeto. Habla, predicado. Como si hubiera servido de algo el análisis sintáctico, lo mismo que las monocotiledóneas, los logaritmos y todas las demás lecciones inútiles que aprendí. Son raros mis mecanismos mentales; sin darme cuenta, hice el mismo ejercicio que había hecho en la escuela primaria, entré en una especie de trance, viajé mentalmente hasta el aula del colegio y repasé el uniforme, la boina azul, mi banco de madera ubicado junto a la puerta de entrada. Siempre me sentaba cerca de la puerta, con deseos de escapar. Habla la novia. Habla la novia. Qué oración incomprensible, sonaba como un idioma sin ley. Miré la hora. ¿Seis y media de la tarde? Con el teléfono en la mano, adivinando los números, llamé a mi amiga Inés.

Vino enseguida, Inés no andaba con vueltas cuando tenía que decir algo importante:

—Te engaña, Lu. Me enteré el viernes, no sabía cómo decírtelo.

—¿Qué estás diciendo? ¿Lo viste con otra?

—Me lo contó mi sobrina Maite, estudia cine en la misma facultad que esa chica.

—¿Qué chica?

—L

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