La buena suerte

Rosa Montero

Fragmento

libro-4

 

Ese hombre lleva sin levantar la cabeza del portátil desde que hemos salido de Madrid. Y eso que es un AVE de exasperante lentitud con parada en todas las estaciones posibles en su camino a Málaga. Podría parecer que ese hombre está inmerso en su trabajo, casi abducido por él; pero cualquier observador meticuloso o al menos persistente advertirá que, de cuando en cuando, sus ojos dejan de vagar por la pantalla y adquieren una vidriosa opacidad; que su cuerpo se pone rígido, como suspendido a medio movimiento o medio latido; que sus manos se contraen y sus dedos se arquean, garras crispadas. En tales momentos es evidente que está muy lejos del vagón, del tren, de esta tarde tórrida que aplasta su polvorienta vulgaridad contra el cristal de la ventanilla. En la mano derecha de ese hombre hay dos uñas magulladas y negras, a punto de caerse. Debieron de doler. También luce una isla de pelos sin cortar en su mandíbula cuadrada y, por lo demás, perfectamente rasurada, lo que demuestra que no se mira al espejo cuando se afeita. O incluso que no se mira jamás al espejo. Y, sin embargo, no es feo. Quizá cincuenta años, pelo abundante y canoso, lacio y descuidado, demasiado largo en el cogote. Rostro de rasgos grandes, labios carnosos, nariz prominente pero armónica. Una nariz de general romano. Si nos fijamos bien, ese hombre debería ser llamativo, atractivo, el típico varón poderoso y conocedor de su propio poder. Pero hay algo en él descolocado, algo fallido y erróneo. Una ausencia de esqueleto, por así decirlo. Esto es, una ausencia completa de destino, que es como andar sin huesos. Se diría que ese hombre no ha logrado un acuerdo con la vida, un acuerdo consigo mismo, lo cual, a estas alturas ya todos lo sabemos, es el único éxito al que podemos aspirar: a llegar, como un tren, como este mismo tren, a una estación aceptable.

Hace apenas quince minutos que nos detuvimos en Puertollano, pero la máquina ha reducido una vez más la marcha. Vamos a volver a parar, ahora en el apeadero de Pozonegro, un pequeño pueblo de pasado minero y presente calamitoso, a juzgar por la fealdad suprema del lugar. Casas míseras con techos de uralita, poco más que chabolas verticales, alternándose con calles del desarrollismo franquista más paupérrimo, con los típicos bloques de apartamentos de cuatro o cinco pisos de revoque ulcerado o ladrillo manchado de salitre. El AVE tiembla un poco, se sacude hacia delante y hacia atrás, como si estornudara, y al fin se detiene. Sorpresa: ese hombre ha levantado la cabeza por primera vez desde el comienzo del viaje y ahora mira a través de la ventana. Miramos con él: un áspero racimo de vías vacías y paralelas a la nuestra se extiende hasta un edificio que queda pegado al tendido férreo. Nosotros nos encontramos a cierta altura, en una especie de paso elevado que debe de quedar a ras del segundo o tercer piso del inmueble. Casi al borde de las vías asoma un balconcito ruinoso: la carpintería es metálica, la puerta no encaja, una vieja bombona de butano se pudre olvidada junto a la pared de ladrillo barato. Atado a los barrotes oxidados, un cartel de cartón, quizá la tapa de una caja de zapatos, escrito a mano: «Se vende», y un teléfono. La representación perfecta del fracaso.

Ese hombre se ha quedado mirando el lastimoso paisaje durante largo rato. Quieto, impasible, se diría que sin parpadear. Al cabo, el tren reanuda su marcha y él hunde de nuevo la cabeza en el ordenador. Exactamente veintiocho minutos más tarde entramos en Córdoba Central. Ese hombre se pone en pie, revelando que es mucho más alto de lo que parecía; su chaqueta, cara y de buen corte, quizá de lino, está hecha un acordeón y cuelga desarbolada de sus huesudos hombros; sin embargo, ese hombre no se recoloca la ropa, como tanta gente hace automáticamente al levantarse. Baja su maletín del portaequipaje, lo pone sobre el asiento y guarda en él su portátil. Se yergue, aparta de un manotazo el pelo de la frente y desciende del vagón.

Una vez abajo, parece haber perdido de pronto el impulso que lo movía. Se queda paralizado al pie de la escalerilla, mirando con desconcierto alrededor mientras los demás pasajeros que salen detrás de él gruñen, protestan y terminan salvando el estorbo por un lado o por otro, como el río que se parte en torno a una roca. Pero los viajeros que aspiran a subir ya no son tan respetuosos.

—¡Hombre, por dios! ¿No puede hacer el favor de quitarse de en medio? ¡Vaya pasmarote!

Ese hombre se estremece como si saliera de un trance, aprieta el asa de su maletín hasta que los nudillos se le ponen blancos y echa a andar con decisión o al menos sin parar, una zancada detrás de otra, hasta alcanzar el vestíbulo de la estación y el mostrador de venta de billetes.

—Acabo de llegar en el AVE de Madrid. ¿Cuál ha sido la última parada?

—¿Cómo dice? —la empleada le mira con ojos muy redondos.

—Acabo de llegar en el AVE de Madrid. ¿Cuál ha sido la última parada? —repite él, imperturbable. Y luego amplía—: Quiero decir que cómo se llamaba la última parada. No me he fijado. Por favor.

—Puertollano, supongo o… No, que era el de las 16:26. El apeadero de Pozonegro.

Él cabecea una afirmación.

—Muy bien. Pues quiero un billete a Pozonegro. Por favor.

La empleada vuelve a escrutarle como un búho, sus ojos más grandes que sus gafas.

—Ehhh… Hoy ya no hay más trenes que paren ahí. Sólo hay cuatro al día. El primero sería mañana a las 8:45.

—No. Tiene que ser ahora —dice él con calma, como si todo dependiera de su voluntad.

—Vaya en autobús. Hay bastantes. Mire, la estación está ahí mismo, a doscientos metros. Salga por aquella puerta.

Sin dar las gracias ni despedirse, ese hombre camina hasta la central de autobuses, compra un billete, espera una hora y tres minutos sentado en un duro banco entre el bullicio, sube a su vehículo y contempla el paisaje a través de la ventanilla durante otros cincuenta y siete minutos. En todo ese tiempo no ha hecho nada, apenas parpadear con más lentitud que un humano normal, un parpadeo parsimonioso más propio de un lagarto, mientras el mundo pasa como un diorama al otro lado del cristal de la ventanilla, campos agostados por el calor aunque el verano aún no ha comenzado oficialmente, arbolitos torturados por la sequía, fábricas polvorientas, granjas avícolas abandonadas, chillonas pintadas en los muros rotos. Cae el sol y es muy rojo. Son las nueve y cuarto de la tarde de un 13 de junio.

El autocar llega al fin a Pozonegro, que confirma sus pretensiones de villorrio más feo del país. Un supermercado de la cadena Goliat a la entrada del pueblo y la gasolinera que hay al lado, repintada y con anuncios fluorescentes, son los dos puntos más iluminados, limpios y animados de la localidad; sólo en ellos se respira un razonable orgullo de ser lo que son, cierta confianza en el futuro. El resto de Pozonegro es deprimente, pardo, indefinido, sucio, necesitado con urgencia de una mano de pintura y de esperanza. La mayoría de los comercios están clausurados y sus cierres debieron de suceder en otra época geológica. Un par de bares que incluso desde fuera se adivinan pegajosos y llenos de moscas y una iglesia de bloques de hormigón son los hitos turísticos más notables que ese hombre puede ver en el trayecto, si es que en realidad es capaz de ver algo con sus lentos y fríos ojos de

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