El hijo judío

Daniel Guebel

Fragmento

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Una anécdota puede explicarlo todo si no se resta lo que escapa.

De criatura, no había comida que me gustara. Le hacía ascos a lo dulce y a lo salado, a lo sólido y a lo líquido, a lo abundante y a lo escaso. Alimentarme era un problema. Algo comía, por supuesto, de no hacerlo habría muerto, pero a la vez, mi insatisfacción engordaba los riesgos de esa muerte. ¿Qué pretendía a cambio de lo que me ofrecían? No lo sé. Quizá no se trataba de un capricho sino de la rabia por haber dejado de ser hijo único: el nacimiento de mi hermana me resultaba indigerible.

Lo cierto es que con el agravamiento de la situación mis padres me llevaron a un pediatra que decidió cortar por lo insano: si ya comía poco, lo que había que hacer era suprimir el alimento hasta que en mi desesperación yo pidiera por favor el pedazo de pan que antes despreciara. La dieta se cumplía así: durante el primer día, ayuno completo. Al segundo, una cucharadita de té embadurnada de miel. Al tercero, dos cucharaditas. No sé cuánto tiempo debía durar la progresión, pero a la semana apareció mi abuela paterna y preparó una sopa de gallina con arroz y la sirvió en un plato hondo térmico, de aquellos que se montaban sobre una estructura metálica, y me fue dando las cucharadas soperas en la boca, diciéndome que tenía que comer hasta vaciar el plato porque en el fondo había algo muy lindo. Apenas iniciado el proceso, la cuchara se hundía en el mejunje (además de los granos de arroz y la espesura grasa que soltaba la piel de gallina y formaba una capa en la superficie, había trocitos de zanahoria, papa y cebolla), y al reaparecer cargada hasta el tope y derramando su contenido, en el borde mismo de la superficie hacía un efecto de succión, “ahuecaba” el contenido del plato, que se abría hacia los bordes en olitas espesas, dejando ver por un segundo, como un espejeo bajo la densidad de la mezcla, algo, como una línea, una sorpresa, la promesa de lo prometido. No debe de haber sentido mayor expectativa el capitán Nemo cuando hundió por primera vez la proa del Nautilus en el océano. La inminencia del conocimiento, el acceso a lo inexplorado se presentaba ante mis ojos. Se trataba de un pequeño caballero chino estampado sobre la porcelana. El chinito se inclinaba ante el paso de una dama china, que llevaba un parasol de seda apoyado coquetamente sobre un hombro. Creo que eso era todo, tal vez ni siquiera había dama y simplemente el chino permanecía de pie, quieto. Pero a partir de entonces empecé a tomar la sopa, todos los días, todo el plato, para verlo aparecer enguirnaldado de granos de arroz que le hacían de marco o de filigrana comestible. El chino fue mi primer cuento oriental. A partir de entonces mi pasión infantil por el exotismo me proporcionó los nutrientes que necesitaba para sobrevivir en un mundo que no alimenta la imaginación.

Hay que decirlo, por si no se entendió hasta este momento. Por aquella época la angustia ya había hecho estragos en mí, y el rictus doloroso que era su expresión alteraba a mis padres. Nadie sabe qué hacer con un niño, su existencia es un enigma: destroza la calma de los mayores, arruina su vida sentimental y los carga de una ansiedad que solo se alivia en los días cercanos a sus propias muertes, cuando, siendo los propios hijos ya adultos y hasta viejos, aquellos que fueron padres jóvenes contemplan el panorama del pasado y advierten que los sueños y las ilusiones que albergaron respecto de su descendencia se convirtieron en decepciones y frustraciones. En general, aceptarlo cuesta un par de décadas, es un efecto de decantación que se precipita al fin de la adolescencia. Yo, en cambio, en la mirada de mis padres advertí muy pronto no solo el desencanto y la irritación prematuros, sino que también creí descubrir el deseo de verme desaparecer por la vía de algún milagro catastrófico. Una insolación en la playa acompañada por el derrumbe del acantilado donde estábamos de picnic y las piedras que caen justo sobre mi cabeza; un accidente automovilístico limitado a mi propia persona; un secuestro oportuno seguido de mi asesinato y la venta de mis órganos, o la sencilla desaparición denunciada en el destacamento policial: “El nene se esfumó”. Pero eso no ocurrió nunca y yo no podía evitar ser quien era (lo que era) y entonces fantaseaba alguna clase de reparación, también milagrosa, que les permitiera aceptarme o que me modificara hasta volverme parecido al que —a lo que— esperaban que fuese. Claro que no sabía qué era eso ni quién era ese, aunque escuchaba comentarios que me aludían (“llorón”, “insoportable”, “hinchapelotas”, “pegajoso”, etcétera) y me llevaban a pensar que tal vez hubiese sido mejor que mi abuela me dejara morir de hambre. En todo caso, y así como cada ente persevera en su ser y cada ser persevera en su ente, lo mismo ocurre con los seres humanos, por lo que me hacía constantes promesas íntimas de reforma, trataba de volverme agradable a ojos de mis padres, hacía todo lo posible para sobrevivir y ser aceptado, solo que no sabía bien cómo hacerlo ni por qué. Es ingenuo pensar que el amor se gana en la fricción y el desgaste de los días: lo que no se da, íntegro y desde el comienzo, no se concede nunca. Yo veía que mis esfuerzos chocaban contra el muro del desconcierto de mis padres, que los tomaban como arbitrariedades y extravagancias, y a consecuencia de esto, en vez de retraerme en la soledad de mi cuarto, me lanzaba de nuevo a la lucha por el amor y multiplicaba los intentos, creyendo que alguna vez horadaría el muro de incomprensión. Pero no lo lograba. Era todo ofrenda en procura de ese amor que más se me negaba cuanto más insistía en mi esfuerzo por agradar. Vez tras vez, ante la mirada de hielo de mi padre o la apatía de mi madre, yo, que había ido hacia ellos sonriendo y con los brazos abiertos, debía retroceder preguntándome cuál sería el gesto o la palabra indicados, y diciéndome a cambio que, como no lograba el milagro de ese amor, tenía que aceptar mi responsabilidad en el rechazo, mi error inicial, irrevocable, y también su consecuencia lógica: “Soy un idiota, me tengo que morir”, me decía.

Suena cruel leerlo, yo era un niño muy pequeño. Pero aún más cruel era decirme esas frases convencido de que estaba apropiándome del verdadero mensaje de mis padres: “Sos un idiota, te tenés que morir”.

¿Cómo obrar el cese de ese tormento, el inicio, siquiera mínimo, de la aceptación? Al volverme cansadoramente visible y constante, al pretender que ni por un segundo mi madre y mi padre se olvidaran de mí, lo único que conseguía era que toda mi familia, a coro, dijera que estaba celoso de mi hermana, a la que llamaban “Chuchi” y de la que decían que era una cosita preciosa, una hermosura, el bebé más bello concebido desde los comienzos de la humanidad. Elogiaban el tono de porcelana de sus manitas, el rosa de sus mejillas, la perfección en el diseño de sus facciones, sus piernas ajamonadas, sus berrinches, gruñidos, balbuceos, vómitos y deyecciones. Todo sumaba al encantamiento general con la princesita que me restaba atención y a la que para colmo también debía celebrar. Y lo hacía, exagerando mi afecto y ocultando mi despecho, pellizcando sus mejillas y abrazándola cuando me daban a cargarla, con tanta energía que pronto debían arrancármela para que no la sofocara. No es que no la quisiera. Al contrario. Sobreponiéndome al impulso primero y bárbaro de aniquilarla traté de ofrecerle mis cuidados, de ser un verdadero hermano mayor; así, con esos pequeños tormentos

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