Condenado de toda la vida a la laboriosa redacción de novelas góticas, encadenado al gusto decadente de un público inculto… La fatiga se apoderaba de mí. No podía ni siquiera terminar una oración. Quiero decir… Una sintaxis decente… No es que no pudiera escribir, siempre podría, era parte de los automatismos adquiridos por mi sistema nervioso, pero hubo un momento en que las sombras se espesaron sobre mí… Los gustos refinados de mi juventud letrada quedaron sepultados bajo los imperativos de las apolilladas convenciones de la novela gótica. Y además sufrieron la devaluación de la cantidad. Ya había perdido la cuenta de mi producción, esa parva inicua. La literatura de género promueve, y hasta obliga a la cantidad. Para empezar, se le exige poca calidad, porque la densidad de la calidad literaria dificulta la lectura, y en los géneros la idea es que se lea sin esfuerzo, con placer (dentro de todo, el razonamiento tiene algo de atendible). Siendo así, se puede escribir rápido. Y los lectores consiguientemente leen rápido, terminan pronto el libro y quieren otro. Se establece un círculo, no sé si vicioso o virtuoso, la demanda se satisface, el negocio prospera, y el autor queda preso en la máquina infernal.
Cuando se dignaban ocuparse de mí, los críticos no tenían más que palabras desdeñosas. No los culpaba. La novela gótica que yo practicaba era una gastada combinatoria de elementos siempre los mismos. Ya me los sabía de memoria: el manuscrito medieval encontrado en un baúl en el desván de un convento, escrito en griego o arameo y traducido por un providencial monje errante; el castillo en lo alto del monte, rodeado de un profundo foso, con el puente levadizo, las salas ruinosas, los arcos en los que se perdían los murciélagos; el malvado conde dueño y señor del castillo, en lo posible usurpador del dominio; la hermosa doncella huérfana secuestrada en las mazmorras hasta que cediera a los requerimientos lascivos del señor feudal; el joven criado por campesinos que lo encontraron abandonado en el bosque junto con un anillo con un sello de extraño dibujo, y en lo posible una marca de nacimiento en el hombro, en forma de flecha o cruz o estrella; el viejo sacerdote que ha guardado durante cuarenta años el secreto que le confió en su lecho de muerte la reina o duquesa; el espectro que no dejará de rondar las almenas hasta que se vierta la sangre del último descendiente de los usurpadores; la estatua que cobra vida, la rosa que sangra, las prolongadas catalepsias, los ruidos inexplicables; y como vía de circulación entre todas esas zarandajas, las puertas secretas, los pasadizos subterráneos, los túneles, los largos corredores a la medianoche en los que una súbita corriente de aire apaga la única vela…
Todo era pasto seco para las llamas del escarnio que se abatía sobre mí: lo chabacano y adocenado del raquítico producto de mi imaginación, de la que además se dudaba, por la perenne sospecha del plagio; el daño que le hacía a la promoción de la lectura en la que se empeñaba el gobierno para elevar el nivel cultural, pues al promover la lectura me estaban promoviendo también a mí, lo que les parecía tan criminal que teñía de desaliento sus campañas; y muy especialmente el número de libros con mi nombre en la tapa, que era algo así como la multiplicación del horror. Yo no sólo le hacía mal a mis contemporáneos, sino que se lo hacía en gran cantidad. En fin, había motivos de todo género para deplorarme. No debería haberme importado. El artista, lo mismo que el demonio, se satisface solo, cierra la curva del apetito sobre sí mismo, y tal era mi caso; pero aun así algo de la opinión ajena me penetraba, y se sumaba al inmenso cansancio que me propinaban la edad, mi pasado y el agobio de la obra deleznable en forma de monte de libros. Como la cuestión de la calidad no podía remediarla, pensé que podía remediar la de la cantidad, no escribiendo más. Dejar de escribir. Me di cuenta, a posteriori, que de ese modo remediaba también lo cualitativo: en efecto, si no había nada, no se lo podía calificar ni de bueno ni de malo, la nada es inerte en ese sentido.
Puede parecer una decisión extrema, pero debo hacer notar que mi estado de ánimo era extremo; me había hundido en la amargura y en la anomia. De modo que no escribir más era lo menos que podía hacer. Hice como el miembro de la familia que en el extremo del hartazgo ante la animadversión de sus parientes les dice que si tanto les molesta va a librarlos de su presencia, y se pega un tiro delante de ellos, sin importarle la presencia de los niños, a los que salpica con la sangre. No es un símil tan exagerado, porque para mí escribir era vivir. Claro que en el caso del suicida el efecto sería más fuerte, produciría un sentimiento de culpa sin precedentes en la familia, les amargaría la vida al menos por un buen tiempo. Mi renuncia, en cambio, por más que fuera a su modo una renuncia a la vida, o a lo más valioso de mi vida, pasaría inadvertida. El único amargado sería yo, que ya estaba amargado.
Pero ¿era realmente «lo más valioso de mi vida»? ¿Escribir esa basura? Estoy dramatizando. Aunque tengo motivos para el drama. Escribir no era sólo mi modo de ganarme la vida sino el trabajo que me mantenía ocupado y mantenía a raya al tiempo, que siempre ha sido mi gran enemigo. Si dejaba de escribir se abría un vacío… Aunque el vacío ya estaba ahí, en las interminables jornadas de tedio gótico, cuando contaminado por la temática que invadía mi cerebro como una melaza espesa me paseaba, con una impaciencia no justificada por nada, por los salones oscuros de la casa. Retratos ceñudos de antepasados dudosos me contemplaban desde los paños de roble. Escudos de armas, herrumbradas armaduras con la visera baja, enormes espadas cruzadas en la pared, tan grandes que era difícil imaginar la contextura inhumana de quien hubiera podido blandirlas en un pasado de leyenda. Y en los espejos mi figura envuelta en la luz crepuscular de las vidrieras historiadas con hechos sangrientos. Un vitral sobre todo me atraía, mis pasos me llevaban a él sin auxilio de la voluntad y podía quedarme horas (en realidad perdía la noción del tiempo; podían ser segundos) absorto en su contemplación. Representaba la partida de un guerrero a las Cruzadas, la esposa se aferraba a él queriendo retenerlo y vertía lágrimas que en el vitral eran gotitas de epoxy con un cristalito adentro, pero del ruedo de su falda asomaba la cabeza de un zorro, inexplicable y tanto más fascinante por ello. La luz roja del poniente al pasar por las manos unidas de los cónyuges las proyectaba sobre mi rostro, como una bofetada de amor perdido.
Más que una casa era una escenografía, un teatro. Ni siquiera respondía a mi gusto. Me avine a vivir ahí por recomendación de los editores: ayudaría a las ventas, recibir en ese marco a los periodistas que me entrevistaban, vestido con mi traje de terciopelo y la capa con forro de seda roja. Al principio lo encontraba divertido, pensando que era una forma de tomarle el pelo al público ignorante que consumía ese material seudoliterario. Después me di cuenta de mi error. Mi genuflexión ante las exigencias del mercado, que yo creía irónica, era todo lo genuina y humillante que podía ser. Se necesita mucha ingenuidad para creer que puede haber ironía cuando hay plata de por medio.
Como no tenía intenciones de amargarme demasiado, porque justamente dejaba de escribir para ahorrarme la amargura de ser el payaso de la literatura, me di a pensar con qué otra actividad podía remplazar a la que hasta entonces había ocupado mis días. La práctica de la novela gótica, con su costado anacrónico y surrealista, por su natural caos temático, me había puesto en contacto con todos los planos del hacer humano, desde la ciencia hasta el crimen, así que no tenía más que revolver mi archivo mental para encontrar algún pasatiempo fácil y entretenido, aunque no demasiado fácil para que no resultara mecánico y aburrido, ni demasiado entretenido para que no desembocara en la obsesión. Aun con estas restricciones había mucho donde elegir. Pasé unos días barajando posibilidades, en la cuerda del sueño diurno (¿quién no se ha distraído alguna vez pensando cómo sería hacerse ermitaño, o tomar un curso de paracaidismo?), hasta darme cuenta de que si seguía así la actividad a la que dedicaría el resto de mi vida sería imaginar y evaluar las distintas actividades a las que podría dedicar el resto de mi vida. Lo que no tenía nada de malo en sí, pero se quedaba en vapores sin efecto y en la melancólica esterilidad de los círculos.
Debía ceñirme a mis posibilidades reales, y poner en práctica una u otra, a manera de prueba. Para hacer más ordenada la selección, tomé notas en una libreta, hice listas, de modo de ir descartando, porque también había mucho que descartar: la cerámica, que me producía horror, un instrumento musical (la música es lo que más me aburre), la filatelia, que no es realmente una ocupación salvo que se la ejercite de forma profesional, lo que no era mi intención. Ya estas vanas astillas del árbol del pensamiento permiten vislumbrar el placer infantil que podía proporcionar la elección. Debo decir que podía permitírmelo porque la venta de mis libros me liberaba de toda preocupación material; mi busca de una ocupación no estaba limitada por consideraciones venales sino por el hedonismo puro y duro.
Podía ser cualquier cosa (eso ya lo dije), y además podía ser cualquier cosa insignificante. Bastaba con que le diera un ancla al tiempo y el pensamiento, como para que no se me disolvieran del todo. Cualquier cosa, casi nada, o media nada, si lo que quería era un remplazo de mi abandonada profesión de escritor. Porque cuando la ejercía no me llevaba más que unos minutos por día, media hora como máximo, y el resto estaba ocupado por el ocio, que no necesitaba remplazo alguno ya que sería el mismo. Dicho así puede engañar, ya que si bien la escritura me llevaba apenas un átomo del universo de la jornada, era su centro y razón de ser: no cualquier átomo podía suplirla. ¿O sí podía? Nadie nace predestinado a escribir novelas góticas, yo menos que nadie. Pero un largo hábito deja marcas, y las mías eran profundas. Aunque no podía tomarme en serio esos libros miserables que salían con mi firma, yo era su responsable, y la historia pesaba. No sólo mi historia personal. Las novelas góticas no siempre habían estado en el rubro de la literatura de género. La primera que escribí era literatura propiamente dicha, integraba por derecho propio la Historia de la Literatura, al ser un producto inevitable de su época; llenaba las condiciones de alegoría que correspondían a la Argentina, y a la producción discursiva latinoamericana en general. Los castillos fortificados con su profundo foso representaban a las oligarquías explotadoras aliadas al capitalismo colonialista, el cruel señor feudal al dictador de turno, el espectro en el torreón al mártir obrero, y así todo lo demás. La repetición lo degradó: la alegoría se puede usar una sola vez. Yo escribí una segunda novela, una tercera… De la alegoría sólo quedaba la cáscara, que tomaba vida propia. Al joven idealista que yo era entonces le parecía imposible que los lectores fueran tan ingenuos como para tomar en sentido literal esos maniquíes, que sufrían de un acelerado proceso de fosilización. Intenté detenerme. No pude. Necesitaba la plata. Antes de que me diera cuenta ya estaba manipulando episodios y personajes como fichas de dominó: cambiaba la disposición y el viejo argumento parecía nuevo. Al principio confiaba en que al ser necesariamente finito el número de combinaciones, llegaría a la última y no habría más, y podría escribir algo más digno. Vana ilusión. Todos los escritores quieren terminar de escribir lo que escriben, para quedar libres y empezar a escribir bien. Todos se engañan, y yo también. Quedé preso en ese mezquino infinito.
La decisión irrevocable de dejar de escribir cortaba el nudo de un tajo. Podía matar dos pájaros de un tiro: por un lado, acallar el reproche externo e interno por escribir tanta basura, no escribiendo nada; por otro lado, ser feliz. Porque la práctica de la literatura nunca me había dado una verdadera felicidad, al menos como yo entiendo ese estado al que todos aspiramos. Estuvo siempre contaminada de dudas, inquietudes, desalientos, y una tensión incesante. La idea que me hago de la felicidad tiene que ver con la calma, con la ausencia de preocupaciones y tareas pendientes. ¿Puede haber algo más contrario a eso que dedicarse a escribir? Escribir es una tarea siempre pendiente, porque hay que seguir escribiendo, se escribe para seguir escribiendo. A una palabra le están esperando otras en una oración; a una oración la esperan otras oracio