PREFACIO
Una tarde de otoño de 2001, siete páginas antes de concluir la primera novela de César Aira que había caído en mis manos, hice algo inaudito: estrellé el libro contra la pared de la sala de mi casa, en Xalapa. Puede parecer una exageración, o una metáfora, pero no lo es, y si recuerdo los detalles —la fecha, las páginas— es porque el episodio me perturbó tanto que acabé registrándolo por escrito. Estoy hablando de arrojar un libro con fuerza porque sus niveles de inverosimilitud me habían exasperado y porque desdeñaba —deliberadamente, aunque yo todavía no lo sabía— las normas de la «buena literatura».
Yo estudiaba Letras Españolas en la Universidad Veracruzana y era un lector voraz y apasionado de literatura latinoamericana del siglo XX, en especial de los autores del Boom, y de sus pioneros y epígonos. No me da vergüenza admitirlo: tenía una idea muy convencional de la literatura, lo que explicaría, a la distancia, ese arrebato de furia. Lo cierto es que algo extraño pasaba en ese libro y que no percibirlo —o aplaudirlo sin cuestionamientos— supondría una actitud igual de convencional que la que motivaba el rechazo. Pero ahora es fácil decirlo. En aquel entonces esta reacción desmesurada hizo que mis certezas literarias entraran en crisis. ¿Qué había pasado? ¿Por qué me había enojado tanto? Había que ir a recoger el libro del suelo y averiguarlo.
«Lo nuevo es hermano de la muerte», escribió Theodor Adorno, y quizá lo que había pasado era, más que un enfado, un susto de muerte. El síntoma de que algo iba a morir dentro de mí con el descubrimiento de la obra de César Aira, una manera de entender y de apreciar la literatura. Un modo ingenuo, naif, anticuado, el del realismo costumbrista, de la literatura fantástica o del realismo mágico, todo lo que me había encantado desde la adolescencia y que me había llevado a estudiar Letras y a querer ser escritor.
Un año más tarde estaba trabajando como becario en un proyecto de investigación sobre la obra de Aira —invitado por Teresa García Díaz, la profesora que nos había dado a leer en clase de crítica literaria aquel pobre ejemplar repelido—, y ya había devorado veinticinco de los cuarenta y nueve libros que había publicado por aquella época —una cifra que siguió creciendo hasta alcanzar la centena en 2018, si bien es cierto que la mayoría son novelas cortas, en ocasiones brevísimas. Como si de un cuento de hadas se tratara, la repulsión se había transformado en obsesión académica y en la veneración que tributamos los aspirantes a escritores a nuestros héroes secretos.
Los libros de Aira habían llegado a Xalapa unos pocos años antes de la mano de Sergio Pitol. Aira y Pitol se habían conocido en un festival literario en Sudamérica, de donde Pitol volvió convertido al airanismo. Fue, probablemente, uno de sus primeros lectores mexicanos y, con seguridad, uno de los más entusiastas. Bajo la dirección de Teresa publicamos un libro colectivo y durante años continuamos cazando sus esquivas publicaciones por aquí y por allá, leyéndolo y estudiándolo —a menudo en fotocopias, o en ediciones que parecían clandestinas, aunque no lo fueran—, transcribiéndolo para futuras citas de hipotéticos ensayos, acumulando información en carpetas de la computadora con títulos como realidad real, huida hacia adelante, sonrisa seria, miniatura o cambio de idea, las entradas de una enciclopedia que describiría el universo airano y su proyecto de sabotaje de la literatura reaccionaria, aquella que tendría como aspiración y premisa «escribir bien».
Podría afirmarse que toda la obra de César Aira está escrita contra el Boom, aunque quizá sería más justo decir que abreva de otras tradiciones literarias y de otras maneras de entender el arte. De las Vanguardias —de donde toma la convicción de que importa más el procedimiento de creación que el resultado—, de la patafísica o del dadaísmo, con toda su carga explosiva de bromas irreverentes y provocaciones ingeniosas. De Manuel Puig o de Copi, en la literatura argentina que le precedía. En resumen: de todo aquello que contra el imperativo de «escribir bien» postula la pulsión salvaje de «escribir algo nuevo».
«Buscar lo nuevo y lo raro en la obra artística no es la tarea frívola y vanidosa que parece ser, en primer lugar porque no se trata de buscar sino de haber encontrado», escribió Aira en Cumpleaños, el libro con el que celebró sus cincuenta años de vida. Han pasado veinte años y Aira ha continuado su ejercicio de demolición de las convenciones literarias, pacientemente, librito a librito. Sus lectores somos afortunados de haberlo encontrado.
JUAN PABLO VILLALOBOS
CECIL TAYLOR
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, inciertas todavía, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado desdén del mundo. No ha salido del barrio en el que vive, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier desvío podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus altísimos zapatos violeta, su falda estrecha con un largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después viene un trecho de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, escarpados contrafrentes de los que se desploman las escaleras de incendio. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados, cinco o seis hombres en semicírculo en la vereda delante de una vidriera. La mujer se pregunta qué pueden estar mirando, que los ha vuelto figuras de una fotografía. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve más liviano. Cuando llega, los hombres no la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ella cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo… La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen… antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tendrá lugar algún hecho de violencia.
Después de una historia viene otra. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Hay un exceso de continuidad. Ni siquiera intercalando finales se suspende la tracción narrativa. Pero el vértigo produce angustia, la angustia paraliza… y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un final de una continuación. La inmovilidad es el arte en el artista, y es al otro lado del vidrio donde suceden los hechos que cuentan sus obras. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos de estatuas que se cierran cuando se abren y se abren cuando se cierran. Paz en la guerra. Con todo, existe, y más real de lo que nos gustaría, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia propia. El arte lo representa como Crecimiento Giratorio Incesante, y da origen a bibliotecas, museos, teatros, universos enteros de fantasía. De pronto cesa, pero queda una inmensa cantidad de restos. Los restos, pasado el tiempo, vuelven a girar y engendrar. La multiplicación se vuelve sobre sí misma… Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista se confunde con las pruebas de la dificultad de su escritura; ya no se trata de representar la representación (eso lo haría cualquiera) sino de crear situaciones insoportables en el pensamiento. Es el motivo por el que suelen ser tan extensas: nada es suficiente para aplacar los impulsos móviles de la inmovilidad. Las historias se esfuerzan desesperadamente por ser una sola, se envuelven en nacarados escrúpulos finalistas, el viento las enciende, caen en el vacío… De pronto, a nadie le importa.
¿Y por qué habría de importarles? Son vidas de otros. Los niños leen las biografías ilustradas de los músicos célebres, que siempre son niños músicos, poseídos por un genio misterioso. Entienden la lengua de los pájaros y se duermen oyendo el murmullo de los arroyos. Los obstáculos que se interponen en su carrera no provienen de la realidad sino de la ficción aleccionadora. Tienen una marcada semejanza con la vida de los santos: las persecuciones y martirios son herramientas del triunfo. Porque todos los santos tuvieron éxito. Y no sólo ellos, y los niños músicos: todos los biografiados tuvieron éxito, ganaron la competencia. De los innumerables hombres que vivieron, la Historia rescata sólo a los ganadores, y ése es el límite de sus moralinas humanitarias. Debido a su banalidad esencial, a sus convenciones inmutables, estos relatos de vidas permanecen poco en la memoria (terminan confundiéndose unos con otros) pero no por eso la deforman menos: le injertan definitivos toboganes irisados que van del punto A al B y del B al C, y cuando se apaga la luz los puntos se iluminan, son las almas bellas que se han ido al cielo a formar constelaciones y horóscopos. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías.
Examinemos un caso, para perfeccionar la demostración. Podría ser el de un gran músico de nuestro tiempo, de cuya existencia nadie podría dudar. Cecil Taylor. Nacido en el jazz, siguió adhiriendo a sus formas más externas: los clubes y bares y festivales en los que se presentaba, las formaciones instrumentales que reunió, y hasta alguna vaga (o inexplicable) reivindicación de fuentes (Lennie Tristano, Dave Brubeck). Pero su originalidad lo puso al margen de los géneros. Lo suyo es el jazz, y cualquier otro tipo de música, desarmado en cada uno de sus átomos y vuelto a armar como una de esas máquinas solteras que han hecho los sueños y las pesadillas del siglo XX. Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Lo que demuestra que más allá del genio o la inspiración individuales (de ellos tres y otros como Albert Ayler, Eric Dolphy, quién sabe cuántos más) hubo una determinación superior.
Esa determinación proviene de la Historia, que tiene su importancia porque nos permite interrumpir las series infinitas del arte de pensar. Así es como la interrupción pierde su falso prestigio, y su importancia insoportable. Se vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. Pero de su misma insignificancia nace la Necesidad, su soberanía explícita. La interrupción es necesaria, aunque sea de la necesidad de un instante, y el instante mismo es necesario; por eso se dice de él que «no se necesita más».
Las biografías, al fin y al cabo, son literatura. Y en literatura lo que cuenta es el detalle, y la atmósfera, y el equilibrio justo entre ambos. El detalle preciso, que cree visibilidad, y la atmósfera evocadora y abarcadora, sin la cual los detalles serían un catálogo desarticulado. La atmósfera le permite al autor trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que deja de ser éste o aquél, un espacio que logra anular la diferencia entre el escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol… La atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario.
1956. En la ciudad de Nueva York vivía Cecil Taylor, músico negro de menos de treinta años, pianista innovador en la técnica, compositor-improvisador estudioso de las tradiciones populares y cultas del siglo. Su estilo, que era su invención, ya estaba consolidado. Con la excepción de una media docena de músicos y amigos, nadie sabía lo que estaba haciendo, ni podía hacerse una idea al respecto. ¿Cómo se la habrían hecho? Lo de este joven no cabía en las líneas de lo previsible. En sus manos el piano se transformaba en un método de composición libre, sobre la marcha. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. La velocidad, el juego de mecánicas diferentes entrelazadas, la insistencia, las resistencias interpoladas, las repeticiones, las series, todo lo que sirviera para desinteresarse del solfeo convencional, levantaba, a espaldas de cualquier melodía o ritmo reconocible, majestuosas construcciones derrumbadas y aéreas.
Vivía en un modesto departamento subalquilado en el East End de Manhattan. Reinaban los ratones negros, y entre ellos se deslizaba una cantidad indefinida y constante de cucarachas. Puertas entreabiertas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, sonidos de radio. Eso en cuanto a la atmósfera. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba en un bar del ambiente. Ya había grabado un disco (Jazz Advance) para una pequeña compañía independiente que no lo había distribuido. Una presentación, frustrada por diversos motivos, en ese mismo bar, lo había inspirado a pedir trabajo, y ahí seguía desde hacía unos meses, de lavacopas. Esperaba ofertas para tocar en establecimientos con piano. No le faltarían, dada la cantidad de lugares nocturnos con música en vivo que había en ese entonces en la ciudad, y la rotación incesante de figuras, conocidas y nuevas. Era una época de renovación, con sed de novedades.
Por supuesto, sabía que tratándose de un arte tan exigente y radical como el suyo era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un éxito en progresión gradual según la imagen de las ondas provocadas por una piedra al caer en el agua. No era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante décadas boquiabiertos de admiración seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y es bastante fácil, casi demasiado fácil, demostrarlo. Claro que podría objetarse que tal demostración no pasa de ser un capricho literario. Es cierto, pero también lo es que las historias, una vez imaginadas, adquieren una especie de necesidad. Una especie rara, poco común, cuya extrañeza revierte sobre la historia imaginada. La historia de la prostituta que espantó a la rata tampoco era necesaria en sí, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto. A la de Cecil Taylor le conviene el modo de la aplicación de las fábulas; los detalles son intercambiables, y se diría que la atmósfera está fuera de lugar. Pero ¿cómo oír la música fuera de una atmósfera, si es el aire el que transporta los sonidos?)
El bar con piano en el que al fin se concretó su primera actuación (que no era la primera en realidad porque había habido otra antes, pero a ésta Cecil había decidido no contarla) era un tugurio en el que la música ocupaba un segundo lugar, detrás de la espera y la droga. Pero esta última, o las dos, porque droga y espera formaban un bloque, tenía una relación tan íntima con el tiempo que el artista confiaba en despertar algún interés; sólo podía anticipar que no habría escándalo, que habría podido beneficiarlo en tanto el escándalo era una acentuación del interés, pero su carácter suave y contemplativo lo rechazaba; en ese ambiente donde se apostaba todo, a nadie le asombraría una alteración más o menos a la tonalidad dominante. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre vecinos. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche; él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad, y los brotes del día siguiente en el día de hoy nunca pasan totalmente inadvertidos. Pero esta vez pasaron. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver a su pieza.
Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una tintorería) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso, contaminado por sus propias repeticiones. Su música sonó en los oídos de una decena y media de borrachos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso, o dos. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches. ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado) para imaginarse mejor, viviéndola, la situación, o mejor dicho la posición, del que oye la música sabiendo que es música: el pianista consumado que intuye cada nota al tocarla, la sucesión lenta de melodías, la razón de ser de la atmósfera. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación, aun de la que se precisa para imaginarse la realidad en la que uno se encuentra. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, porque parecía demasiado simple, pero a veces la simplificación actúa en conjunto con la complicación.
Una tarde de otoño caminaba de vuelta a su casa, tarareando mentalmente algo que pondría en sonidos cuando estuviera sentado al piano (pagaba por hora el uso de un Steinway vertical en una escuela de música, después de clase), cuando tropezó con un ex condiscípulo del New England Conservatory. Fue todo verlo, reconocerlo, y hacerse un súbito silencio en su cabeza. La realidad de ese sujeto, un hijo de noruegos de nariz grande y orejas pequeñas, contaminaba de detalles prácticos la calle, los autos, y al mismo Cecil. Se pusieron a charlar; hacía ocho años que no se veían. Ninguno de los dos había renunciado a su vocación por la música de avanzada, el noruego daba clases a niños para vivir, sus composiciones constructivistas para orquesta de cámara no terminaban de ser estrenadas a medias, tocaba el cello, había tenido una conversación con Stravinsky. Cecil lo dejaba hablar, cabeceando con gesto entendido, aunque se mofaba en secreto de Stravinsky. Prestó más atención cuando le oyó decir como conclusión que la carrera del músico innovador era difícil porque a diferencia del músico convencional que sólo tenía que halagar al público, debía crearlo, crear su propio público inexistente hasta entonces, como quien toma una célula roja de sangre y la modela con amor y paciencia hasta que queda bien redonda, después hace lo mismo con otra y la pega a la primera, y sigue así hasta que ha hecho un corazón, y después los demás órganos y los huesos y los músculos y la piel y el pelo, dejando para lo último el delicado túnel de la oreja, con sus yunques y martillitos… Así habrá obtenido el primer oyente de su música, el origen de su público, y tendrá que repetir la operación cientos y miles de veces, si quiere ser reconocido como un nombre en la historia de la música, con el mismo cuidado cada vez, porque si se equivoca con una sola célula todo se viene abajo en un dominó fatal… A su negro y adormecido interlocutor la metáfora le pareció sugerente, si bien un tanto terrorista, y respondió con vaguedades. El otro quedó impresionado por la presencia sibilina de Cecil, sus susurros, su gorro de lana. Si en lugar de ser una completa nulidad hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.
Un año atrás Cecil había tocado durante cinco noches en la banda de Johnny Hodges, para quien había hecho unos arreglos. Fue en reciprocidad por ese trabajo que el famoso jazzman lo había puesto al piano de su conjunto (que no incluía el piano), en un contrato por una semana en un hotel. Las primeras cuatro noches se había abstenido de tocar siquiera el piano. El único que notó el silencio fue el trombonista de la banda, Lawrence Brown, quien antes de iniciarse la quinta sesión se había dirigido a él con una risa: Oye, Cecil, no sé si has visto que el piano tiene ochenta y ocho teclas, ¿qué te parece si tocas una?
Si bien era un antecedente un tanto vago y que era necesario explicar dos veces, cuando salió a luz durante una conversación de madrugada en una mesa del Five Spot, dio por resultado un ofrecimiento de presentarse allí una noche de semana, como complemento de un conjunto de músicos de vanguardia. Era una ocasión caída del cielo, y la tomó como tal. Renunció a su empleo en la tintorería, compró un piano con un préstamo providencial, y ensayó casi constantemente, interrumpiendo apenas para responder, con corteses justificaciones, a las quejas de los vecinos. Se había mudado del conventículo de indigentes del East End a un tugurio de Bleecker Street.
Al Five Spot acudía la flor y nata del jazz, así que tendría un público entendido. Se persuadió de que una transmutación de ese público, por acción de la andanada de su piano, produciría el aplauso que hasta entonces se le había negado. La teoría de las unidades que le había expuesto su ex condiscípulo le parecía eso que era, precisamente, y nada más: una teoría, una abstracción. En los hechos, el público tenía algo mágico, algo de genio salido de la botella.
Llegó la noche en cuestión, subió a la tarima donde estaba el piano y atacó. El amplificador se apagó casi de inmediato, por una supuesta falla técnica. No le importó. Antes de que terminara, unos condescendientes aplausos lo dieron por terminado. Desconcertado, miró el fondo, donde avanzaban los músicos de vanguardia con sus instrumentos y sus sonrisas de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una alegre carcajada, alguien prorrumpió en una observación que creyó pertinente: «Después de todo, ya terminó». Y eso fue todo, porque empezaron a hacer silencio para escuchar el número siguiente.
Alguien se acercó a él para decirle: «Yo soy un pobre negro autodidacta, pero tengo derecho a opinar, y opino que lo que hace usted no es música». Cecil se limitó a asentir con la cabeza, y a encoger los hombros como diciendo: «Qué se le va a hacer». Pero el pretendido negro autodidacta no estaba dispuesto a dejar las cosas así: «¿No me pregunta por los fundamentos de mi opinión? ¿Tanta es su vanidad de artista, tan superior se siente, que no le interesa lo que piensa su prójimo?». «Perdón. No le pregunté porque no sabía que había fundamentos; si los hay, me interesa conocerlos.» El otro sonrió con satisfacción, como si se hubiera anotado un triunfo, y se explicó: «Es muy simple: la música es un todo que está compuesto de partes que también son música. Si la parte no es música, el todo tampoco lo es».
No parecía tan irrefutable, pero las circunstancias no daban para más. Las circunstancias, y algo más general. En los días que siguieron estuvo pensando mucho en la experiencia, distraído de sus quehaceres, rememorando paso a paso lo que había ocurrido y tratando al mismo tiempo de encontrarle una explicación. Pensó que quizás la explicación la encontraría una vez que hubiera olvidado, pero mientras tanto no podía dejar de recordar. Hacía una reconstrucción mental del lugar, del movimiento de sus dedos en el piano, de las palabras y reacciones de los demás… Lo hacía con una punta de incredulidad, que es el sentimiento que inevitablemente provoca lo que ha pasado.
Se confesaba, como un niño pescado en falta, que había esperado de los músicos presentes una respuesta. Lo que él hacía podía sonar extraño. Una percusión pianística hiperarmónica, una intención espacial puesta en tiempo, una escultura sonora… (sobraban las fórmulas para dar cuenta de un fenómeno extraordinario), y alguien ajeno al oficio podía sentirse desconcertado. Pero los músicos profesionales que asistían al Five Spot a ponerse al día sabían de la existencia de Schönberg o Varese, ¡y ellos mismos usaban fórmulas todos los días! Lo único que se le ocurría era, usando los argumentos de ese loco que lo había abordado, y que quizás no estuviera tan loco, que «los músicos eran parte de la música», y al no poder salir de ella no podían dar un reconocimiento explícito.
Por otra parte, no estaba tan seguro de que hubiera estado presente ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón le impedían distinguir casi nada. Se prometió, como hacía habitualmente, volver al lugar para apreciar la situación más objetivamente. También era habitual que no cumpliera esas promesas, y esta vez pasó varias semanas pensando en otra cosa. Cambió dos veces de trabajo, de sereno en un supermercado a hacer la limpieza en un banco, con los consiguientes cambios de horario y de hábitos. Volvió al Five Spot al fin, para oír a una cantante a la que admiraba con fervor, y se llevó la sorpresa de que lo esperaban con una oferta de trabajo.
Sucedía que una señora rica de la Quinta Avenida contrataba pianistas para sus cenas bohemias, y los reclutaba de los que actuaban en el Five Spot como una especie de garantía de calidad. Nunca se supo si se lo hicieron a propósito, a él o a ella. Lo cierto era que pagaba cien dólares, por anticipado. Cecil preparó unas improvisaciones líricas (registraba sus ideas en una pequeña libreta, con una notación propia que consistía sólo de puntos). Esperó a que se pusiera el sol caminando por el Parque, en un estado de ánimo que oscilaba entre el «qué me importa» y un desinteresado optimismo. Las ardillas correteaban en los árboles, como si la ley de la gravedad no se hubiera promulgado todavía. El cielo se tiñó de pronto de un intenso azul turquesa, la brisa cesó, hubo un silencio en el que se oyó el rumor de un avión que cruzaba la ciudad por arriba. Cruzó la calle y se anunció al portero.
Entró al penthouse por el sector de servicio, en el que permaneció cerca de una hora tomando café con los criados. Un valet de negro vino al fin a anunciarle que lo esperaban, y lo acompañó a tra