El viento que arrasa

Selva Almada

Fragmento

1

El mecánico tosió y escupió un poco de flema.

–Tengo los pulmones podridos –dijo pasándose la mano por la boca y volviendo a inclinarse bajo el capot abierto.

El dueño del auto se secó la frente con un pañuelo y metió su cabeza junto a la del hombre. Se ajustó los anteojos de fina montura y miró el amasijo de hierros calientes. Después miró al otro, interrogante.

–Va a haber que esperar a que estos fierros se enfríen un poco.

–¿Lo puede reparar?

–Calculo que sí.

–¿Y cuánto va a tardar?

El mecánico se irguió, le llevaba dos o tres palmos, y levantó la vista. Faltaba poco para el mediodía.

–Para la tardecita, calculo.

–Tendremos que esperar acá.

–Como guste. Comodidades no hay, ya ve.

–Preferimos esperar. Si Dios nos ayuda por ahí termina antes de lo que piensa.

El mecánico se encogió de hombros y sacó un atado de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Le ofreció uno.

–No, no, Dios bendito. Lo dejé hace años. Si me permite, usted debería hacer lo mismo…

–La máquina de gaseosas no anda. Pero en la heladera deben quedar unas latas si quieren tomar algo.

–Gracias.

–Dígale a la señorita que baje. Se va a asar adentro del auto.

–¿Cómo era su nombre?

–Brauer. El Gringo Brauer. Y aquel es el Tapioca, mi ayudante.

–Soy el Reverendo Pearson. 

Se estrecharon las manos.

–Voy a seguir con otras cosas hasta que pueda ocuparme de su coche.

–Vaya, por favor. No se preocupe por nosotros. Dios lo bendiga.

El Reverendo fue hasta la parte trasera del auto donde su hija Leni se había sentado, enfurruñada, en el espacio mínimo que dejaban las cajas repletas de biblias y revistas amontonadas sobre los asientos y el piso. Le golpeó la ventanilla. Leni lo miró a través del vidrio cubierto de polvo. Él tocó el picaporte, pero su hija había trabado la puerta. Le hizo señas para que bajara la ventana. Ella abrió unos centímetros.

–Va a llevar un rato hasta que lo arreglen. Bajá, Leni. Vamos a tomar algo fresco.

–Estoy bien acá.

–Hace mucho calor, hija. Te va a bajar la presión. 

Leni volvió a cerrar la ventanilla.

El Reverendo abrió la portezuela del acompañante, metió la mano para quitar el seguro de la puerta trasera y la abrió.

–Bajá, Elena.

Mantuvo abierta la puerta del coche hasta que Leni bajó. Apenas ella se separó del vehículo, la cerró con un golpe.

La chica se acomodó la falda, pegada por el sudor, y miró al mecánico que la saludó con un movimiento de cabeza. Un muchacho que debía tener su edad, unos dieciséis años, los miraba con los ojos grandes.

El hombre mayor, a quien su padre le presentó como el señor Brauer, era un tipo muy alto, con unos bigotes colorados con forma de herradura que le bajaban casi hasta el mentón, vestía unos vaqueros engrasados y una camisa abierta en el pecho metida adentro del pantalón. Aunque era un hombre que ya debía tener cincuenta años conservaba un aire juvenil, seguramente por los bigotes y el cabello largo hasta donde empezaba el cuello de la camisa. El chico también llevaba unos pantalones viejos y con parches en las perneras, pero limpios; una remera desteñida y alpargatas. Su cabello, renegrido y lacio, estaba prolijamente cortado y tenía la cara lampiña. Los dos eran delgados, pero con el cuerpo fibroso de quien está acostumbrado a la fuerza bruta.

A unos cincuenta metros se levantaba la construcción precaria que hacía las veces de estación de servicio, taller y vivienda. Detrás del viejo surtidor de combustible había una pieza de ladrillos, sin revoque, con una puerta y una ventana. Hacia adelante, en ángulo, una especie de porche hecho con ramas y hojas de totora daba sombra a una mesa pequeña, a una pila de sillas de plástico y a la máquina de gaseosas. Un perro dormía bajo la mesa, sobre la tierra suelta y, cuando los oyó acercarse, abrió un ojo amarillo y chicoteó la cola sobre el suelo, sin moverse.

–Dales algo de tomar –le dijo Brauer al chico que sacó unas sillas de la pila y les pasó un trapo para que ellos pudieran sentarse.

–¿Qué querés tomar, hija?

–Una coca cola.

–Para mí estará bien un vaso de agua. El más grande que tengas, hijo –pidió el Reverendo mientras se sentaba.

El chico pasó a través de las tiritas de plástico de la cortina y desapareció en el interior.

–El coche estará listo a la tardecita, si Dios quiere –dijo el Reverendo secándose la frente con el pañuelo.

–¿Y si no quiere? –respondió Leni poniéndose los auriculares del walkman que siempre llevaba enganchado en la cintura. Apretó play y su cabeza se llenó de música.

Cerca de la casa, hasta casi llegando a la banquina, se amontonaba un montón de chatarra: carrocerías de autos, pedazos de maquinarias agrícolas, llantas, neumáticos apilados: un verdadero cementerio de chasis, ejes y hierros retorcidos, detenidos para siempre bajo el sol abrasador.

2

Luego de varias semanas de recorrer la provincia de Entre Ríos –fueron bajando desde el norte por el margen del río Uruguay hasta Concordia y allí agarraron la ruta 18, atravesando la provincia justo por el medio hasta Paraná–, el Reverendo decidió seguir viaje hasta Chaco.

Se quedaron un par de días en Paraná, su ciudad natal. Aunque ya no tenía ni parientes ni conocidos pues se había ido de muy joven, cada tanto le gustaba pasar por allí.

Pararon en un hotelucho cerca de la antigua terminal de ómnibus, un sitio pequeño y deprimente con vista a la zona roja. Leni se entretenía mirando por la ventana el ir y venir cansado de prostitutas y travestis, vestidas con la ropa suficiente como para casi no tener que desvestirse cuando aparecía un cliente. El Reverendo, siempre metido en sus libros y sus papeles, no tenía ni idea de dónde estaban.

Aunque no tuvo el valor de ir a ver la casa de sus abuelos, donde había nacido y se había criado junto a su madre, los dos solos –su padre, un aventurero norteamericano se había esfumado antes de su nacimiento con los pocos ahorros de sus suegros–, llevó a Leni a conocer un viejo recreo a orillas del río.

Pasearon entre los árboles añosos y vieron las marcas del agua en los troncos, muy arriba en los más cercanos a la orilla; algunos todavía tenían en las ramas más altas restos de resaca de alguna inundación. Almorzaron sobre una mesa de piedra y el Reverendo dijo que, de niño, había venido varias veces con su madre.

–Este lugar era muy distinto –dijo dÃ

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