Claraboya

José Saramago

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

El libro perdido y hallado en el tiempo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Notas

Sobre el autor

Créditos

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A la memoria de Jerónimo Hilário, mi abuelo

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En todas las almas, como en todas las casas, además de fachada, hay un interior escondido.

RAUL BRANDÃO

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El libro perdido y hallado en el tiempo

 

Saramago se estaba afeitando cuando sonó el teléfono. Se colocó el auricular en la parte no enjabonada y pronunció pocas palabras: «¿De verdad? Es sorprendente», «No se molesten, estaré ahí en menos de media hora». Y colgó. Su baño jamás fue tan rápido. Luego me dijo que iba a recoger una novela que escribió entre los años cuarenta y cincuenta y que estaba perdida desde entonces. Cuando regresó traía Claraboya bajo el brazo, es decir, un mazo de folios escritos a máquina, que el tiempo no había amarilleado ni gastado, tal vez porque el tiempo fue más respetuoso con el original que quienes lo recibieron en 1953. «Para la editorial sería un honor publicar el manuscrito encontrado en una mudanza de las instalaciones», le dijeron ceremoniosamente a José Saramago en 1989, en los días en que se aplicaba para acabar El Evangelio según Jesucristo. «Obrigado, ahora no», respondió y salió a la calle con la novela recuperada y, por fin, con una respuesta, la que le fue negada cuarenta y siete años atrás, cuando tenía treinta y uno y todos los sueños a punto. Aquella actitud de la editorial le sumió en un silencio doloroso, imborrable y de décadas.

«El libro perdido y hallado en el tiempo», así se hablaba de Claraboya en casa. Quienes leyeron la novela entonces intentaron convencer al autor de la necesidad de su publicación, pero obstinadamente José Saramago se negaba, decía que no se editaría mientras viviera. Sin otra explicación que no fuera su norma de vida, tantas veces escrita y pronunciada: nadie está obligado a amar a nadie, todos estamos obligados a respetarnos. Según esta lógica, Saramago consideraba que ninguna empresa tiene la obligación de publicar los manuscritos que le llegan, pero existe el deber de ofrecer una respuesta a quien la espera día tras día, mes a mes, con impaciencia y hasta con desasosiego porque el libro entregado, ese manuscrito, es algo más que una montaña de letras, lleva un ser humano dentro, con su inteligencia y su sensibilidad. La humillación que le supuso al joven Saramago no recibir unas simples líneas, un breve y formal «nuestro programa de publicaciones está cerrado», podría reabrirse cada vez que se topara con el libro, es lo que pensamos quienes le rodeábamos, de modo que no insistimos más en que se publicara. A este dolor antiguo atribuimos el descuido con el que abandonó el manuscrito sobre su mesa, entre mil papeles. José Saramago no leyó Claraboya, no echó de menos el original cuando lo llevé a encuadernar en piel, y me llamó exagerada cuando se lo ofrecí. Sin embargo, él sabía —porque era el autor— que no estaba mal, que algunos hallazgos de esa obra fueron recurrentes en el resto de su trabajo literario y que ya se observaba lo que después acabaría desarrollando plenamente: su propia voz narrativa.

«Todo puede ser contado de otra manera», dijo Saramago cuando había cruzado desiertos y navegado aguas tenebrosas. Si aceptamos esa afirmación, ahora, después de narrados los hechos y las suposiciones, tendremos que interpretar signos y entender su obstinación a la luz de una vida completa, compartida y con imperiosa necesidad de comunicación. «Morir es haber estado y ya no estar», dijo José Saramago. Y es verdad que murió y no está, pero de pronto donde Claraboya ha sido publicada, Portugal y Brasil, las patrias de su idioma, las personas se pasan de mano en mano un libro nuevo y comentan con renovada emoción la lectura y la sorpresa. Entonces descubres que Saramago ha vuelto a publicar un libro, una novela que trae una frescura iluminadora, que penetra nuestra sensibilidad y nos arranca exclamaciones de júbilo y de asombro y entendemos, por fin entendemos, que es la ofrenda que el autor quiso dejar para seguir compartiendo, ya que definitivamente no está. Y se dice hasta la extenuación: este libro es una joya, ¿cómo es posible que el jovencito de veintitantos años escribiera con tanta madurez, tan seguro, que ya enunciara obsesiones literarias y dejara ver su mapa de trabajo y sentimental de una forma tan explícita? Sí, es la pregunta que se hacen los lectores. ¿De dónde sacó Saramago la sabiduría, la capacidad de retratar personajes con tanta sutileza y economía narrativa, de proponer situaciones anodinas y sin embargo tan profundas como universales, de transgredir de forma

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