Imaginar el mundo

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Hace unos años me invitaron a participar en un evento literario en Francia para celebrar la publicación de la traducción al francés de un libro que había escrito.

—¿Estaría dispuesto a compartir estrado con otro escritor? —me preguntaron—. Creemos que la conversación entre ambos podría ser interesante.

—Estaré encantado —respondí, y no volví a pensar en ello.

El otro escritor era español y tenía muy buena reputación, pero yo aún no había leído sus libros traducidos al inglés. Compré uno que me recomendó un amigo, y quedé fascinado.

El diálogo fue un verdadero gozo. Escuché embelesado cada una de sus palabras, como hizo el numeroso público que, como era más que evidente, había asistido a verlo a él. Pasé a su lado un rato feliz, pues me descubría en capítulos que había escrito yo matices e ideas de los que no me había percatado. Encontraba puntos de conexión que abrían la imaginación, al evocar temas sobre el tono y la estructura, sobre el color y el carácter.

Su enfoque era distinto, en relación con la época y el lugar sobre los que yo había escrito —la ciudad de Lemberg en los años de la ocupación alemana durante la guerra—, y recurría a las experiencias de su propio lugar y su propia cultura para reflexionar sobre cuestiones relacionadas con la identidad, la memoria y la responsabilidad.

Me transportó a otro lugar, al espacio entre la realidad y la ficción. No era la primera vez que un escritor de otro lugar ofrecía una visión diferente sobre asuntos en los que yo vivía inmerso. Me ayudó a ver de otra manera.

Esa noche cenamos juntos. Era alguien fascinante. Quise ser su amigo, y así sucedió. Me sumergí en sus libros, fui saltando directamente de uno al siguiente: Soldados de Salamina, El impostor, La velocidad de la luz, Anatomía de un instante... No me cansaba de Javier Cercas: cuando nos conocimos en el Hay Festival de Gales, cuando visité Girona, cuando coincidimos en Roma. Fue allí donde pronunció las palabras que iban a abrir mi siguiente libro.

Todo gracias a un festival literario.

Este episodio ilustra una verdad más general: un encuentro casual transformó mi manera de entender una historia; cómo la vi, la viví y después escribí sobre ella. El festival literario ofrece un lugar de inesperada interacción, donde entrar en contacto con ideas ajenas, donde salir de nuestra propia cultura y entrar en otra distinta.

En cierto sentido, el Hay Festival fue el que abrió estas posibilidades, primero en un pueblecito galés y, a continuación, en otros escenarios, donde surgieron miles de lugares de encuentro. Hoy marca el comienzo de una conversación global, en la que se reta a quien participa a interactuar con los estilos y las experiencias de los demás, a enfrentarse a su propia visión del mundo y de su hogar.

Y a medida que el mundo —o partes de él— se vuelve familiar, se abren otras puertas, a través de las cuales refinar y rehacer nuestro pensamiento y poner en cuestión nuestros principios más fundamentales: Segovia, Cartagena, Medellín, Querétaro, Arequipa, y un sinfín de lugares más.

El Hay se convierte en un canal para el intercambio. El Hay me dio acceso a mundos imaginados por otros (pienso en escritores colombianos como Juan Gabriel Vásquez o Brigitte Baptiste). El Hay me incitó a emprender nuevas aventuras: en los mundos de Latino USA, el podcast de María Hinojosa para la NPR, y en lugares singulares como los que teje un escritor como Luis Alberto Urrea, que me transportó a una frontera que me era invisible, la que separa México y Estados Unidos.

El Hay abre puertas. Sin duda alguna, quedan aún más desafíos por superar. Hemos de ser cada vez más valientes en nuestras exploraciones de otras lenguas y culturas, y en nuestra interpretación de las historias de los demás. Debemos celebrar la pluralidad y la diversidad, y ofrecer un altavoz a quienes no son escuchados. Solemos dar por descontada la idea de la expresión y sus libertades, cuando se trata de algo incomparablemente valioso por lo que luchar.

Han pasado ya treinta y cuatro años, y apenas estamos empezando. Este año, desde nuestros lugares de confinamiento, hemos aprendido que es posible imaginar conexiones por otros medios. Qué emocionante ha sido reinventar digitalmente el festival, interactuar con personas como Elif Shafak y Samantha Power, y visitar cientos de miles de hogares en 140 países.

Una conversación verdaderamente global. Una verdadera apertura de la imaginación.

PHILIPPE SANDS

Bonnieux, 9 de julio de 2020

Stephen Fry en conversación con Christopher Hitchens y Joan Bakewell

Stephen Fry en conversación con Christopher

Hitchens y Joan Bakewell

Hay Festival Gales, 2005

JOAN BAKEWELL: Bienvenidos al «Debate sobre la blasfemia». Aunque lo llamamos debate, en realidad no hay moción, proponente ni oponente, porque ha derivado en una conversación en la que dos mentes extraordinariamente brillantes —informadas, con trayectorias que abarcan todo el planeta— ofrecerán lo que espero que sea un análisis sutil de los problemas que se derivan de, como se dice en el folleto, la «libertad de expresión» —lo cual incluye las leyes de difamación, la invasión de la privacidad, cosas de ese estilo, la «tolerancia religiosa»— y estoy convencida de que todos tenemos en mente la propuesta de ley contra la incitación al odio religioso, y —añade el folleto— «el multiculturalismo» y la «ortodoxia». Es un terreno amplio, y no hay dos personas de mayor amplitud que mis dos invitados de hoy: Stephen Fry, actor, cineasta, presentador, director de QI, uno de mis programas favoritos, y promotor del té...

STEPHEN FRY: ... venga, dilo: «¡Y puta!».

J. B.: ¿Y Christopher Hitchens? No me atrevo a describirlo, ¿puede hacerlo alguien por mí? Solo diré que en su propio libro, esa extraordinaria colección de reseñas y ensayos titulada Amor, pobreza y guerra, él mismo nos dice que proviene de un largo linaje de marinos y militares, y que se despierta cada mañana con la esperanza de no haberse convertido en un gruñón prematuro. La palabra que me provoca dudas es «prematuro». Pero Hitchens da pistas sobre de qué hablará esta noche cuando utiliza la frase «el más tóxico de los adversarios, la religión». P

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