De mal asiento

Carlos Blanco Aguinaga

Fragmento

Uno

Uno

Creo entender ahora que estaba mentalmente cansado, tal vez incluso molesto y enfadado conmigo mismo, de tanto haber trajinado desde los nueve años y medio: exilio en Francia desde la caída de Irún en septiembre de 1936; México desde finales de agosto de 1939; angustiado becario en Harvard desde los diecisiete años y —como remate— tripulante de un barco en el que llevamos de contrabando armas al naciente Estado de Israel. Tenía que asentarme, y tenía que asentarme en México, lugar de lo mejor de mi adolescencia.* Y en esta vuelta a México empecé a sentirme bien casi enseguida, sensación que se fue ahondando a lo largo de los siguientes cinco años; años de intensa actividad laboral y literaria durante los cuales, además y fundamentalmente, me casé con Iris e iniciamos nuestra familia.

Para empezar, se restableció como sin fisuras la relación con los antiguos amigos, los de la palomilla del Instituto Luis Vives (que también se fueron casando durante los mismos años), con quienes nos veíamos regularmente, a veces para hacer espléndidos viajes de fin de semana a diversos lugares de provincia: Cuernavaca, Querétaro, Guanajuato, Morelia, Oaxaca… Y empezó también a estrecharse la amistad con los nuevos amigos, los que estaban ya publicando la revista Presencia, en cuyos dos primeros números (julio-agosto de 1948 y septiembre-octubre de 1948), y estando yo en el Kefalos haciendo de contrabandista, me habían publicado un poema y un brevísimo relato, más impresionista que narrativo. La amistad con los unos y los otros, salvo intromisión de la muerte, no se ha roto nunca, aunque por razones obvias (quehaceres diferentes y distancias geográficas), reside ya más en la memoria que en la asiduidad del trato.

Cinco hermosos años de juventud ya bastante bien encauzada, sin que por ello dejáramos de vivirla con un cierto desenfado. Cinco años durante los cuales todos parecíamos estar ya bien asentados en México y en los que era de suponer que yo me iba a dejar ya de «aventuras».

Intelectual y literariamente, la relación entre los de Presencia fue muy intensa. Todos trabajábamos en algo, pero nos veíamos casi a diario, generalmente en el café de la Facultad de Filosofía y Letras, que estaba entonces en el hermoso edificio de Mascarones, en Ribera de San Cosme, facultad que yo frecuentaba para encontrarme con ellos y ellas. Pasábamos también horas hablando en los llamados cafés de chinos, paseando por la Reforma, yendo al cine a ver las primeras películas del neorrealismo italiano y películas francesas o inglesas que discutíamos tan detallada y apasionadamente como el último texto de Camus o de Sartre, o un poema de Rimbaud que habíamos «descubierto» todos a la vez. O Kafka. O La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que yo había leído en Harvard y de la que, antes de aparecer la versión en español, Roberto Ruiz publicó una excelente y apasionada reseña en el último número de la revista. Y todos los sábados por la tarde nos reuníamos para discutir los materiales del siguiente número.

Nos juntábamos por lo general en el pequeño y pobretón apartamento que Ángel Palerm y Carmen Viqueira alquilaban en la calle de Ebro, alguna vez en casa de Yomí García Ascot o de Manolo Durán, rara vez en casa de Ramón Xirau, que vivía en la Colonia del Valle, lo que entonces nos parecía demasiado lejos. Aquéllas eran reuniones a calzón rajado. Quienes habían escrito (o traducido) algo que —siempre con dudas, claro— creían digno de publicación lo leían en voz alta, así fuera un poema breve, un ensayo largo o un cuento, tras de lo cual venían las apreciaciones de los demás, siempre rigurosas (enorme atención a cuestiones de lenguaje y estructura, pero obsesión, también, por lo socio-histórico), a menudo seguidas por discusiones entre quienes no se ponían de acuerdo sobre si valía o no la pena publicar aquel texto. Desde luego que de vez en cuando había enfados, como cuando una tarde le dije tontamente a Tomás Segovia que por qué se empeñaba tanto en escribir sonetos (yo pensaba que el secreto de la poesía estaba en el ritmo interior del verso, no en las rimas, lo cual sigo pensando); pero la verdad es que nunca tuvimos verdaderos conflictos.

Nos tomábamos la producción de Presencia muy en serio, pero no creo que ninguno de nosotros pensara que la revista iba a revolucionar el mundo: carecíamos de la soberbia (supongo que necesaria) de los grupos literarios que, con revistas o sin ellas, han influido algo, unos más, otros menos, en la historia de la literatura. Tal vez debido a la falta de estabilidad que —según indicaré más adelante— nos caracterizaba a todos, éramos los más demasiado modestos para suponer que teníamos grandes talentos. Creo que incluso Tomás Segovia, quien —yo diría— nunca ha dudado de su talento y ya a los dieciséis o diecisiete años se había declarado «escritor» y «poeta» (y nada más), se veía a sí mismo más como inserto en una tradición que como radical renovador. Y Roberto Ruiz —me atrevo a seguir opinando—, tal vez a su manera el más orgulloso del grupo, si bien despreciaba (como todos, por otra parte) a —digamos— Baroja o al Cela de su primera novela, entendía muy bien dónde se situaba su incipiente obra entre narradores como Galdós, Melville, Tolstói, Sherwood Anderson, o Joyce, pongo por caso.

De ahí, sospecho, que, habiendo dedicado tanto quehacer apasionado a la revista, cuando por fin tuvimos que «cerrar el changarro» los más nos quedáramos por muchos años con la idea de que aquello había estado bien, pero que, en el fondo, no había sido gran cosa. Sólo que luego ha resultado que se han escrito un par de tesis doctorales y un par de libros sobre aquel grupo nuestro que, además, se menciona de vez en cuando en trabajos sobre literatura del exilio español de 1939. Ocurre también, y es lo que aquí más me importa, que habiendo releído de vez en cuando unas y otras cosas de los ocho números de la revista, he llegado a la conclusión de que han quedado ahí poemas y prosas de principiantes de, por lo menos, tanta calidad como las prosas y versos de otros principiantes de nuestra misma generación, lo mismo en México que en España. Y como, por otra parte, es un hecho que varios de aquellos compañeros han destacado luego en diversas actividades literarias, debo detenerme todavía un poco más en la cuestión.

El título de la revista lo había sugerido Emilio Prados, conocido por varios de nosotros desde que éramos niños (porque Emilio era quien nos «vigilaba» en el patio del Instituto Luis Vives), y ahora ya amigo de todos. Pagábamos su edición con lo poco que podíamos sacar de nuestros bolsillos y dando algún que otro «sablazo» a algunos de nuestros mayores en el exilio. Como es (o nos parecía) lógico, nosotros mismos lo pasábamos todo a máquina, llevábamos los materiales a una imprenta barata, corregíamos las pruebas, recogíamos los ejemplares y los distribuíamos como buenamente podíamos. Pero, ¿para quién hacíamos todo aquello? ¿Para quién escribíamos?

Cuando pienso que entre quienes asistíamos con regularidad a las reuniones de los sábados o publicamos en todos los números, desde el verano de 1948 hasta el nú

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