Medio sol amarillo (edición especial limitada)

Chimamanda Ngozi Adichie

Fragmento

1

El señor estaba un poco loco; se había pasado un montón de años leyendo libros en el extranjero, hablaba solo en su despacho, no siempre devolvía el saludo y llevaba el pelo demasiado largo. La tía de Ugwu se lo confesó en voz baja mientras avanzaban por el camino.

–Pero es buena persona –añadió–. Si trabajas bien, comerás bien; incluso comerás carne a diario.

Se detuvo para escupir. Arrojó el salivazo haciendo ruido y este fue a parar sobre la hierba.

Ugwu no podía creer que alguien, ni siquiera aquel señor con quien iba a vivir, comiera carne a diario. No obstante, no le llevó la contraria a su tía porque se encontraba demasiado concentrado en su expectación, demasiado ocupado imaginando su nueva vida lejos de la ciudad. Llevaban un rato caminando después de haberse bajado del camión en el parque móvil y el sol de la tarde le quemaba la nuca; pero no le importaba. Estaba dispuesto a caminar durante horas bajo un sol aún más abrasador. Nunca hasta entonces había visto algo parecido a las calles que se abrieron ante ellos una vez que hubieron cruzado la puerta del recinto de la universidad, unas calles cuyo pavimento liso y alquitranado lo incitaba a posar sobre él la mejilla. No sería capaz de describirle a su hermana Anulika las casas de una planta que allí estaban pintadas del color del cielo y se alineaban una junto a otra como hombres educados y bien vestidos, ni los setos que las delimitaban, podados tan rectos que parecían mesas tapizadas de hojas.

Su tía apresuró el paso; el ruido de sus zapatillas resonaba en glés no muy larga. Notó un olor dulce, embriagador, al entrar en un recinto; estaba seguro de que procedía de las flores blancas que sobresalían agrupadas por encima de los arbustos de la entrada. Estos habían sido podados en forma de esbeltas colinas. El césped resplandecía y las mariposas revoloteaban por encima de él.

–Le dije al señor que lo aprenderías todo muy deprisa, osiso –lo alabó su tía.

Ugwu asintió con consideración aunque ya le había contado aquello muchas veces, tantas como la historia acerca de la ocasión que había hecho cambiar su suerte: la semana anterior se encontraba barriendo el pasillo del departamento de matemáticas cuando oyó al señor comentar que le hacía falta un criado que se encargara de la limpieza de su casa; y ella se apresuró a hacerle saber que podía ayudarle, antes de que el mecanógrafo o el mensajero de la oficina se ofrecieran a mandarle a otra persona.

–Aprenderé pronto, tía –la tranquilizó Ugwu.

Se quedó mirando el coche del garaje; una tira metálica adornaba la carrocería azul como un collar.

–Recuerda que lo que tienes que contestar siempre que te llame es «¡Sí, sah!».

–¡Sí, sah! –repitió Ugwu.

Se encontraban de pie frente a la puerta acristalada.

Ugwu contuvo las ganas de extender el brazo para alcanzar la pared de cemento y notar la diferencia de tacto con respecto a las paredes de barro de la choza de su madre en las que aún se percibían las leves huellas de los dedos que las habían modelado. Por un instante, le habría gustado encontrarse allí, en la choza de su madre, bajo el oscuro frescor del techo de paja, o en la de su tía, la única de todo el pueblo con cubierta de chapa ondulada.

Su tía dio unos golpecitos en el cristal. Ugwu entrevió las cortinas blancas al otro lado de la puerta. Una voz dijo en inglés:

–¿Sí? Adelante.

Ugwu y su tía se descalzaron antes de entrar. El chico no haparecía muy espaciosa. El señor se encontraba sentado en un sillón, en camiseta de tirantes y pantalones cortos. No mantenía la espalda erguida sino que estaba recostado y un libro le cubría el rostro; parecía ajeno por completo al hecho de que acabara de conceder permiso a alguien para entrar.

–Buenas tardes, sah. Este es el chico –lo presentó la tía.

El señor alzó la vista. Tenía la tez hosca, del color de la corteza de un árbol viejo, y el vello que le cubría el pecho y las piernas era abundante y de un tono más oscuro. Se quitó las gafas.

–¿El chico?
–El criado, sah.
–Ah, claro, me ha traído al criado. I kpotago ya.

Las palabras en igbo del señor fluían livianas a oídos de Ugwu. La entonación quedaba suavizada por la influencia del efecto ligado de la lengua inglesa, el acento en igbo de alguien que hablaba inglés a menudo.

–Trabajará mucho –le aseguró la tía–. Es muy buen chico. Solo tiene que decirle lo que quiere que haga. ¡Gracias, sah!

El señor emitió un gruñido por respuesta mientras observaba a Ugwu y a su tía con expresión algo aturdida, como si su presencia le dificultara el recordar algo importante. La tía le dio a Ugwu unas palmadas en el hombro mientras musitaba que se portara bien, y a continuación se volvió hacia la puerta. En cuanto se hubo marchado, el señor se colocó de nuevo las gafas, dirigió la mirada hacia el libro y se reclinó para adoptar una postura aún más cómoda, con las piernas estiradas. Incluso al volver las páginas mantenía la mirada fija en el libro.

Ugwu se quedó esperando junto a la puerta. Los rayos de sol penetraban por la ventana y, de vez en cuando, una ligera brisa levantaba las cortinas. La sala permanecía en completo silencio a excepción del crujido del papel al volver las páginas. Ugwu se quedó así unos instantes y a continuación se fue acercando a la estantería, cada vez un poco más, como si quisiera esconderse detrás. Luego, al cabo de un rato, se dejó caer al suelo, con su bolescrutó lo que le rodeaba para convencerse de que todo aquello era real, de que él iba a sentarse en aquellos sofás, pulir el pavimento liso y resbaladizo, lavar las cortinas vaporosas.

Kedu afa gi? ¿Cómo te llamas? –le preguntó el señor sobresaltándolo.

Ugwu se puso en pie.
–¿Cómo te llamas? –volvió a preguntarle el señor, y se incorporó en el asiento.

Ocupaba todo el sillón, el pelo hirsuto formaba un halo por encima de su cabeza, y tenía los brazos musculosos y las espaldas anchas; Ugwu se había imaginado a alguien más mayor, más frágil, y de prontó sintió miedo de no satisfacer a aquel señor de aspecto tan vital y juvenil que no parecía necesitar nada de nadie.

–Ugwu, sah.
–Ugwu. Y vienes de Obukpa, ¿verdad?
–De Opi, sah.
–Podrías tener cualquier edad entre los doce y los treinta años. –El señor aguzó la vista–. Es probable que tengas trece. –Dijo la cifra en inglés: «thirteen».

–Sí, sah.

El señor volvió a su lectura. Ugwu permaneció inmóvil. Después de pasar deprisa unas cuantas hojas, levantó la vista de nuevo.

Ngwa, ve a la cocina. Encontrarás algo de comer en la nevera.

–Sí, sah.

Ugwu entró en la cocina con cautela, poniendo despacio un pie delante del otro. Cuando vio aquello de color blanco, casi tan alto como él, dedujo que se trataba de la nevera. Su tía le había hablado de ello. Una especie de fresquera donde no se estropeaba la comida, según le había explicado. Ugwu lo abr
dio un grito ahogado al notar la ráfaga de aire frío en el rostro. Naranjas, pan, cerveza, refrescos: muchas cosas empaquetadas y el pollo y se chupó el dedo antes de arrancar el muslo restante y comérselo hasta que solo le quedaron en la mano trocitos de hueso chupados. A continuación partió un poco de pan, una porción que le habría entusiasmado compartir con sus hermanos si algún pariente de visita se la hubiera ofrecido como obsequio. Comió deprisa, sin dar tiempo a que el señor pudiera aparecer y haber cambiado de opinión. Ya había terminado y se encontraba

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos