Invisible

Juan Solá

Fragmento

Siempre es de noche en los departamentos del centro

La noche después del despertar, de aquel arrebato que lo cambió todo para siempre, volví al comedor para sentarme a escribir y escuché el maullido haciendo eco en el pulmón del edificio. Alguien había adoptado un gatito, andá a saber en qué piso, seguro en el primero, porque el maullido débil de la cría recién parida trepaba hasta las ventanas más altas del pulmón, mucho más arriba de la nuestra, donde a veces el sol sí llega.

Entre mis papeles, escritas a las apuradas con una letra que era tuya solo de puño, porque desde hacía días dibujabas las palabras con una abstracción espantosa, encontré tus notas. Fue tu caligrafía borrosa la primera advertencia de la tormenta, pero recién supe lo que sucedía cuando el ruido ensordecedor de las gotas sobre las chapas hacía agujeros en mi mente.

Siempre supe que eras diferente. La primera noche (era de tarde, ya sé, pero en los departamentos del centro siempre es de noche y aunque fuera jueves y la gente anduviera paseando cerca del río después de almorzar, yo preferí encerrarme con vos a tomar cocaína) escribiste tu nombre en un cuaderno que tenías por ahí arriba. Me dijiste mirá, así es mi letra. A ver la tuya.

Después serviste cerveza, pero con los ojos fijos en mi puño que trazaba, esta vez, el nombre que mi madre me había puesto. Qué linda letra, me dijiste. Parece letra de maestra.

Me reí porque es cierto, porque muchas veces me dijeron que tengo letra de maestra. Vos me miraste y no dijiste nada, pero yo me di cuenta de que pensabas que te gustaba cómo me reía. De hecho, pasó un buen tiempo hasta que te animaste a decirme algo bonito. No estabas acostumbrado, me explicaste. Esa otra vez era jueves también, pero nosotros ya no nos encerrábamos a tomar cocaína porque un poco habíamos podido hablar de los motivos de tanta miseria, y ocurre que la miseria pronunciada tiende a hacerse más débil.

Los jueves de cocaína hablábamos de tantas cosas que algo de angustia me agarraba. Tus modos mentales de entenderlo todo corrían más rápido que tu lengua, que se te tropezaba con los dientes y disimulabas a la perfección con un gesto misterioso, entre la picardía y la soberbia. La desaparición de ese gesto también acabó siendo un trueno lejano, un preludio de la tempestad.

Llovió fuerte, adentro y afuera, la noche que te despertaste.

Habíamos tomado tanto vino que teníamos los labios azules y los cachetes colorados. En la penumbra coral de la lámpara de sal que malvestía de luz la habitación porteña, decidimos entregarle a la lluvia los ojos y un poco los corazones. Te brillaba tanto la mirada. Esa luz partida en un millón sobre el telón negro de tus pupilas bien podría haber sido un amanecer lejano. ¿Será que los ojos te brillan porque allá al fondo se está haciendo de día en tu mundo?

Nunca alcancé a decirte cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me habían mirado así.

Tiempo atrás te había escrito una carta y te había dicho que tenía que irme, que mi viaje continuaba, pero que no me iba del todo. Te daba las gracias por haberme permitido visitarte y que te permitieras creer, al menos por un minuto, que la magia sí existe.

Guardaste la carta durante meses, me repetías las palabras cada vez que podías, pero no tantas veces como la noche del despertar. Al principio, creí que fue todo por culpa del vino. Solemos echarle al vino la culpa de las incoherencias que siempre estuvieron ahí, pero que solo tienen permiso de salir cuando se duerme esa parte del cerebro que responde al orden. A la cautela del discurso coherente, que no espanta demasiado ni aburre lo suficiente como para arrastrar a una soledad que vuelve invisible a quien lo pronuncia.

Conocí muchas personas que manifestaban un rechazo exagerado a la idea del decir en voz alta, pero vos me hacías reír. Ahora que lo pienso, incluso te avergonzaba un poco escucharme levantar la voz cuando íbamos por la calle. Era como si tu existencia debiera transcurrir en el mayor de los silencios. Pero los silencios también dicen. Este silencio tuyo, por ejemplo, decía que te habían hecho callar durante muchos años y que obedeciste.

Cuidabas tanto las palabras que comencé a imaginarlas como un saco de monedas del que siempre gastabas lo menos posible. Lo justo y necesario para atravesar este mundo haciéndote entender a los tumbos por esa otredad terca que se niega a aprender el idioma de los gestos, de los ojos y las manos.

Cuando íbamos al kiosco, pedía los puchos por vos. Compraba siempre las entradas y descartaba a los gurises que vendían pañuelos cuando íbamos a mirar el río.

A pesar de tus silencios, el ruido siempre te resultó delicioso, un motivo para mirar para adentro. La corneta del vendedor de churros me irritaba y vos me preguntabas por qué y yo te decía porque sí y vos me decías pensá por qué te cuesta tanto atravesar el ruido.

Ahora entiendo que el ruido no me permite levantar la voz. Me hace doler los oídos, la garganta y un poco el pecho. Vos, en cambio, habías hecho del ruido el único camino posible y lo fuiste atando como te salió para poder decir lo que querías decir valiéndote únicamente de lo ensordecedor.

Después, con la tormenta que te despertó, comenzaste a exigirme que no te dijera qué hacer. Que aquello te molestaba. Que te recordaba a tu padre. Me lo exigías con una autoridad que te hundía el centro de las cejas en las profundidades más negras del rostro. Se te desfiguraba el amor en las pupilas y apenas había espacio en tus labios para esas palabras que solo son malas cuando hacen doler.

Me llevó un par de días comprender que no me hablabas a mí, o en todo caso que quien hablaba no eras vos. Tus amigos también me dijeron eso cuando te oyeron. Que el que hablaba no eras vos. Que no te reconocían. Como si te hubieses ido a vivir tan adentro que tu voz era ahora la gravedad distante de un eco ronco.

¿Adónde va esto que somos cuando enloquecemos? ¿O acaso será que enloquecer se parece más a una revelación en medio del ruido que a la asustadiza pausa de quien no toleró jamás la estridencia del afuera?

Lo cierto es que no podíamos encontrarnos. No había luz en tu mirada ni la posibilidad remota de una sonrisa. Era como si estuvieras buscando la forma de mostrarme algo terrible y maravilloso. Y así fue.

Que la doctora no se entere

Ojalá que la doctora no se entere de que le mentí, que le dije que me quería morir y que no es cierto, que le dije que si no me muero yo, se muere mi señora, y si no se muere, la mato, porque está endemoniada y a la noche habla con la voz del diablo, y todo eso tampoco es cierto.

Ojalá la doctora no se entere.

Que la doctora no sepa nunca que las sombras que le dije que a la noche me quieren prender fuego son las sombras de la policía; que mi casa no queda en Arévalo 3200, que esa fue la última pieza que pude alquilar. Que el documento está viejo, que los zapatos tienen agujeros y ando sin abrigo porque paro donde hay techo.

Que no sepa la doctora que no me quiero morir tanto, ni la quiero matar a mi señora. Que señora no tengo, que lo que tengo es frío, pero el Morci me dijo si decís que tenés frío no te internan. Te tenés que hacer el loco.

Los ecos monstruados

Dejá de decirme lo que tengo que hacer, me dijiste, a los gritos, en la intimidad, como si ya no te importara ese silencio de misa que hacías siempre para respetar a los vecinos.

Dejá de monstruarme la realidad. Así dijiste: dejá de monstruarme.

Iba a responder de inmediato porque sabés qué poco sé de escuchar cuando estoy discutiendo, pero me detuve en seco. Comprendí enseguida que ya había oído antes algo así. Pensé que habías pronunciado mal, porque estabas borracho, pero entonces hablaste de nuevo: me estás monstruando todo.

Recordé de inmediato el poema que había escrito no hacía mucho, publicado en una revista en Barcelona. Un poema cortito, que decía que la palabra mostrar viene de monstruo. Tan sencillo era el verso que no me atrevo a reproducirlo. Adem

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