Nunca serás un verdadero Gondra

Borja Ortiz de Gondra

Fragmento

cap-1

 

Pero yo no hubiera querido contar.

Y por las noches, mientras tecleo con rabia, doloridamente, no dejan de acosarme las dudas: ¿para quién, ya, esta vigilia? ¿No es un empeño vano, puesto que no hay más destinatario? ¿A quién querías que me dirigiera, si a nadie le interesan hoy aquellos rencores olvidados? Es entonces cuando necesitaría poder descolgar el teléfono como nunca lo hice y preguntarte: ¿qué importancia puede tener ahora que dijese que no, que diera aquel portazo que lo inauguró todo, que nunca leyese la carta que estaba sobre la mesilla? ¿A quién le servirá de algo conocer que abandoné a mi madre cuando decidió quedarse a pesar de la desbandada de los hijos? Es cierto: no, no supe ver que sin ti y sin mí, la casa tenía los días contados. No supe o no quise saber. Y por eso estoy condenado a escribir en estas madrugadas neoyorquinas de insomnio, aunque no sé ya si lo hago por ti, porque tu nota arrugada que terminó por llegarme pide que acabe el tiempo del sueño, o si en realidad fuerzo mis dedos rendidos sobre el teclado para obligarme a mirar y a comprender y sufrir y pagar, y tal vez así consiga saldar la deuda y la culpa. Los ecos de entonces arden como navajas entrando en la piel, tantos recuerdos que no son míos, que deben de ser de nuestro padre o de cualquiera de aquellos antepasados de los que tan poco sabíamos, reminiscencias y memorias prestadas de Gondras que se encarnan en la página y a veces, solo algunas veces, calman el dolor. Hasta que llega la siguiente noche y la siguiente angustia, cuando empieza el combate por alzar una casa de palabras y vuelvo a descubrir que esas voces lejanas que me susurran al oído son intraducibles, que ningún pasado se puede reducir a vocablos pálidos e inexactos y me embarga de nuevo el desaliento y quiero abandonar y decirte que no sé hacerlo, que elegiste mal: ese libro que tú necesitabas no existirá nunca, será otro mito familiar como la novela quemada que redactó don Íñigo de Gondra cuando le impusieron que regresara de Cuba en el siglo XIX.

Sin embargo, no me atrevo a abandonar esta empresa imposible. Aunque he aprendido que toda narración es mentirosa, que la verdad se escapa como agua entre los dedos al pasar al relato, el miedo a ese sueño terrible que me esperaría si me fuese a la cama me empuja a seguir escribiendo. Las palabras, que son lo único que suelo recordar nítidamente cuando me levanto bañado en ansiedad, son siempre terminantes: «Borra las huellas, pero di nuestra herida, Borja. Su propio hermano».

Por eso me enfrento de nuevo a la pantalla en blanco, sin poder dejar de sentir que en algún lugar, hermano, tú sueñas que yo escribo esto. Las letras negras van cayendo sobre la página como los copos de nieve sobre la tierra del parque en la madrugada.

Nunca serás un verdadero Gondra.

cap-2

 

Sonó el teléfono de casa en medio de la noche. Por aquella época yo aún dormía bien y debieron de repetirse varias veces los timbrazos en el apartamento silencioso hasta que John me despertó de un codazo para que saltara de la cama. A esas horas, pensó seguramente, solo podía ser para mí. ¿Quién si no iba a llamar en la madrugada?

–Speaking –contesté cuando preguntaron por mí en un inglés atroz.

La palabra que oí a continuación, «Kaixo!», me espabiló bruscamente. ¿Cuántos años hacía que nadie me hablaba en la lengua de allí? ¿Cuántos que aquel término familiar había sido abolido? Aunque la explicación atropellada y titubeante que vino después fue dicha en castellano, apenas conseguí entender de qué me estaban hablando.

–¿Quién eres? –interrumpí.

–Sí, perdona. Ainhoa naiz. Tu prima Ainhoa.

Colgué bruscamente. ¿Qué podía querer, después de tanto tiempo? ¿Y cómo se atrevía a localizarme y llamar a las cuatro o las cinco de la mañana? ¿No sabía que había seis horas de diferencia con Nueva York?

Volvió a sonar el teléfono. Fui contando los ocho timbrazos hasta que saltara el contestador mientras John gritaba desde el dormitorio:

Pick it up, for God’s sake!

Pero la voz se estaba grabando ya, aquella voz no escuchada en años y que ahora no comprendía por qué motivo se había cortado la conversación; una voz que saltaba de pronto al inglés y pedía disculpas si no estaba llamando «to the house of Borja», luego continuaba en español («Prima segunda quiero decir, ya sabes, tu madre y la mía…»), explicaba algo de una firma y los permisos, aunque yo no hacía caso de las palabras, horrorizado de volver a encontrarme frente a esa pronunciación que hubiera querido no volver a oír nunca, y terminaba por despedirse en un euskera vizcaíno, «Agur, maitxia!», que quería sonar afectuoso y a mí me resultó siniestro.

Por unos minutos, el apartamento quedó en silencio. En la oscuridad tenue del salón sin cortinas yo contemplaba anonadado el piloto rojo del contestador automático que parpadeaba, sin decidirme a regresar a la cama. Bastaría un gesto con el dedo para borrar el mensaje. No lo hice. No conseguía hacerlo. Levanté la vista hacia las ventanas y me di cuenta de que por entre las torres de agua de los edificios de enfrente empezaba a apuntar la claridad.

De nuevo me sobresaltaron los timbrazos. Ahora, mi mano, posada sobre el auricular, sentía las vibraciones de cada uno de ellos. John gritó de nuevo:

What the hell is going on?

Esta vez el mensaje fue muy breve, un número de teléfono en inglés y en castellano («Con las prisas se me había olvidado dejártelo»), y algo que no entendí mientras se grababa. Pero John ya estaba junto a mí, desnudo como dormía siempre en las noches de agosto, alarmado ante las llamadas repetidas. Me vio agacharme para desconectar los cables de la toma y entonces encendió las luces del salón.

–Cálmate ya, Borja –exhortó saltando al español, como hacía siempre que me veía alterado–. ¿Quién era?

Balbuceé algo ininteligible sobre «mi familia, back there». ¿Qué podía decirle, si esa conversación la habíamos clausurado al principio, cuando decidimos comenzar de cero, él y yo solos, rotas las amarras con los pasados que aún herían? Se arrodilló junto a mí y me puso las manos sobre los hombros para que lo mirara a los ojos.

–Tu familia soy yo –afirmó con esa seguridad inquebrantable que tanto me había atraído cuando lo conocí–. Aunque no quieras casarte conmigo.

Me retiró de los dedos los cables del teléfono, los depositó en el suelo y luego me rodeó con sus brazos. Permanecimos sin decir nada, recostados contra la pared, cada uno perdido en sus pensamientos, mientras amanecía poco a poco y los sonidos del día iban invadiendo el apartamento: el autobús en la calle Ochenta y uno, el ascensor del edificio, las niñas vietnamitas que desayunaban en el piso de al lado. Ese era mi mundo ahora y nadie iba a arrancarme de él. Al quitar la corriente al contestador se habría borrado el mensaje, no tendría que volver

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