Te acuerdas del mar

Óscar Godoy

Fragmento

El taxista

Mala decisión. Pudo pasar de largo, como tantas veces, dejar atrás al posible cliente y observar con alivio el gesto de contrariedad por el espejo retrovisor. De cuántas se habrá salvado por ese acto instintivo de su pie sobre el acelerador, el mensaje de alerta por debajo de la conciencia, aléjate, déjalo atrás, con una certeza por fuera de toda lógica. Tal vez por eso sigue vivo: por acatar las señales de aquella voz interna. Cuántas veces se habrá equivocado, y el cliente dejado atrás pudo traerle una propina inesperada, un viaje, un negocio que lo sacaría de este día a día agobiante y eterno. Pero no lamenta aquellas decisiones dictadas por el instinto: sigue vivo. Veintitrés años vivo en los dominios de la muerte.

Mala decisión. Debe aceptar que aquel impulso salvador no siempre funciona. Cuántas veces, al observar a sus pasajeros ya acomodados en el puesto de atrás, percibir sus alientos y leer sus rostros, no ha tenido más remedio que darles la espalda, con un frío en todo el cuerpo, encarar la ruta y confiar en la suerte. Ellos no serán, se ha dicho en esos momentos para conducir sin revelar el miedo. Y ha enrumbado por las calles con la vida en vilo, a la espera del momento en que sentirá la presión de un revólver en la base del cráneo, el filo de un puñal en su cuello, o tal vez el estampido duro, metálico, repentino, al tiempo con la voz entre burlona y cortante para dictar sentencia: llegó tu hora, perro, costó dar contigo pero aquí nos tienes.

Salió indemne cada vez que dio la espalda con la certeza de ver llegada su hora. El rostro en el asiento de atrás se transformó en uno simpático, conversador, amable, o en uno tranquilo, ansioso de llegar sin una mirada de más para el taxista. Recibió el dinero del servicio y le deseó buenas noches, buena vida, aliviado de saberse a salvo una vez más. Hasta esta noche. Mala decisión la de esta noche.

Veintitrés años de mirarle la cara al peligro y justo hoy se le ocurre detenerse y abrirles la puerta a tres jóvenes, casi niños, en tenis y sudadera, con rostros semiocultos por cachuchas de algún equipo local. Tal vez eso mismo, el aspecto dominguero y juvenil, burló su instinto de conservación. Y los fragmentos de charla, como si pocas horas antes hubieran jugado la final de algún campeonato de barrio. Es domingo, un día propicio para el deporte con amigos. Unas cervezas después del partido, mientras comentan las jugadas y ríen de los derrotados. Y al caer la noche, un taxi para regresar a casa. Mala decisión. Ni instinto ni suerte lo acompañan. Por eso yace a los pies del asiento de atrás, a merced de dos de sus pasajeros, mientras el tercero conduce el taxi por la ciudad. Cada vez son más jóvenes los asesinos.

—¡Que mire al piso, pirobo!

De manera que aquí estamos, se dice: los cazadores y su presa. Tantos años de temer este encuentro y resulta que llega en la forma de tres muchachos con fierros. No sabe si sentir alivio. Peor preguntarse cada mañana si este será el día. Si llegará a la noche. Días y meses y años en la misma espera, sin atarse a nada ni a nadie, con la certeza de que tarde o temprano lo alcanzarán. Respirar cada noche cuando guarda el taxi en el garaje, camina hacia su casa, saluda a don José en la tienda, cierra la puerta, observa por la ventana la calle desierta, en busca de movimientos sospechosos, se tiende en la cama, enciende el radio, toma el libro en turno para leerlo hasta la madrugada. Rutina siempre igual, con escasas variaciones, que tantas veces, por un detalle mínimo, un auto estacionado con ocupantes a oscuras, un rostro sorprendido en su actitud de espía, una cortina que se corre, ha dado lugar a trasteos repentinos, cambios de barrio, de sector de la ciudad y de vecinos, la fórmula para mantenerse siempre un paso delante de sus perseguidores. Pero debe admitir que no es cierto lo que acaba de pensar: tantos años de lo mismo, con la maleta siempre preparada, desapego total con el espacio y las amistades que pueden surgir del día a día, son preferibles a lo que ocurre hoy. Quién puede sentir alivio en la noche de su muerte.

El muchacho más alto tiene acero en lugar de huesos: todavía siente entumecidos los lugares en los que lo golpeó durante el abrupto traslado desde el puesto del conductor hasta el piso del asiento trasero. El pómulo derecho, las costillas, el mechón de pelo que casi le arrancó para obligarlo a agacharse. Y una vez sometido, con el peso de los pies en su espalda, los coscorrones en la cabeza y los martillazos con la cacha del revólver generan un entumecimiento inicial y luego, con el paso de los segundos, una sensación por encima del dolor, como si no hubiera sufrido un golpe sino una amputación. A los golpes añade insultos, combinaciones de palabras que su oído curtido no creía posibles. Los instruyeron para la tortura y la humillación, porque una muerte rápida sería un trato demasiado benigno para este enemigo.

Mientras el más alto se regodea en el poder que tiene sobre él, el otro ejecuta una acción sorprendente: escudriña bolsillos, costuras de pantalón y chaqueta, fondos de los zapatos, medias y camiseta, con manos expertas. ¿No les basta cumplir la sentencia? ¿Les ordenaron esta muerte con tortura, y decidieron buscar una ganancia adicional? ¡No son profesionales! El profesional dispara y desaparece. O, en este caso, lleva a su presa hasta un lugar desierto, la ejecuta sin testigos y oculta el cadáver en una zanja, o lo deja a la luz, como advertencia para los siguientes en la lista. El profesional no esculca bolsillos ni costuras.

—¡Este cucho está limpio! —informa a los otros—. ¡Solo tiene el producido!

Les alcanza algunos billetes encontrados en el bolsillo derecho de pantalón. No es mucho. El día estuvo flojo, y la noche apenas comenzaba.

Con un movimiento ágil, el que esculcaba apoya un pie en su cabeza y toma impulso para pasarse al asiento del acompañante. El peso del hombre presiona el rostro del taxista contra el tapete sucio. Polvo y fragmentos de arena y barro se restriegan contra su nariz, su frente, su mejilla izquierda. Percibe el olor de la suciedad acumulada en el tapete de los pasajeros. No es más que un bulto sobre el cual apoyar un pie, sin importar si es la espalda o la cabeza. El verdugo, el joven alto y grueso, espera a que el otro pase adelante para continuar con su labor. Un cachazo contra las costillas, un manotazo contra la cara que busca aire. Por los sonidos que le llegan, es claro que el otro extiende su búsqueda a la guantera, los bolsillos laterales de las puertas e incluso bajo los tapetes de adelante.

—¿No hay tarjetas? —pregunta el verdugo.

—¡Nada! —la voz del que registra suena agitada—. ¡El cucho está limpio!

El verdugo lo agarra del pelo y le sube la cabeza.

—¿Dónde las tiene?

—¿Qué? —le cuesta hablar en esa posición.

—¡Las tarjetas, pirobo!

Siente como si el pelo se le fuera a desprender de la cabeza. El hombre lo suelta y empuja de nuevo la cabeza hacia abajo, contra el tapete.

—No acostumbro… —logra decir.

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