Donde no hago pie

Belén López Peiró

Fragmento

JUICIO

1

Estimada, elevaron la causa a juicio.

10:57

Después de más de un año sin novedades del expediente, recibo su mensaje. Jorge es para mí la cara de la Fiscalía que llevó adelante toda la investigación. Me recibió el primer día, tomó declaraciones a los testigos, envió las notificaciones, programó las pericias y respondió todas mis dudas sobre el proceso; solucionaba lo más urgente por teléfono para no hacerme viajar los 180 kilómetros hasta el pueblo y a veces llamaba a mi mamá para no molestarme.

Una vez, enojada, le pedí a Jorge que se comunicara directo conmigo, sin intermediarios, y le dije a mi mamá que podía sola con la causa. Lo habían hecho para cuidarme, respondieron los dos. Igual seguían en contacto y eso me aliviaba: aunque no le contara nada, mamá sabía lo que pasaba.

2

Salgo al patio para llamarlo. Su tono de voz es alegre. FISCAL pidió catorce años y nueve meses de prisión y la detención inmediata de ACUSADO. Como hay un solo Tribunal Oral en funciones, la fecha del juicio demoraría un par de meses.

—Te mantengo al tanto y te aviso si la defensa pide un juicio abreviado.

3

Me da vergüenza hacerle tantas preguntas. Ni bien cuelga, gugleo:

Es una alternativa más rápida. El acusado se reconoce culpable de antemano pero negocia una pena menor. Incluso puede quedar en libertad.

4

El patio da a una calle peatonal poco transitada de Parque Patricios. Adentro, mis compañeros trabajan frente a sus computadoras. Me veo en uno de los ventanales de vidrio: el pelo largo y un suéter blanco de lana de mamá que uso cuando me canso de mí misma. ¿Quiero ir hasta el final? No necesito definirlo hoy, 23 de junio de 2018. Detrás de mí, se escabulle un gato negro. Camino unos pasos hacia las rejas y el gato rodea mis piernas con cautela. Me agacho para acariciarlo, salta a una gran maceta de cemento, se acuesta bajo un rayo de sol y cierra sus ojos verdes.

5

Llamo a mi abogado después de bastante tiempo. Acordamos que ni bien llegue la notificación acompañará el pedido de elevación y detención de FISCAL. Pido permiso en el trabajo, agarro mis cosas y me voy a casa. Esa tarde falto a la facultad. Tampoco me presento cinco días después a rendir el último examen de la carrera.

MAMÁ

Me siento en un bar de la avenida Santa Fe casi Pueyrredón y espero. Cuando dice que llega en cinco minutos siempre son diez.

Empuja la puerta de vidrio y entra, me saluda levantando la mano y va directo a la barra a pedir un café con leche para mí y uno apenas cortado para ella. Cuando se siente me va a preguntar si quiero la galletita que acompaña el café y si no, la va a envolver en una servilleta y la va a guardar en su cartera para más tarde.

Viene con la bandeja y se sienta al lado mío en el sillón, estira las piernas. Tiene puestos unos borcegos de charol negros y un pulóver rosa bebé, su color preferido. Lleva el pelo largo, rubio, y el flequillo cortado prolijamente a la altura de las cejas.

Desde que me fui de casa, traté de verla acompañada por su pareja, Gregorio. Encuentro en ella su mejor versión conmigo: prepara mate, se sienta, habla cariñosamente y a veces me da algún que otro beso y dice te extraño en el medio de la conversación.

Lo que no me gusta es verla cuando está mi papá. Que Tato esto, que Tato lo otro, dice cada vez más alto, y mi papá que no escucha, pero deja lo que está haciendo y responde a cada uno de sus pedidos. Sea porque mi papá pijotea y no cambia la yerba o porque la casa está sucia, discuten por cualquier cosa, como cuando todavía vivíamos juntos: por qué no te bañas, por qué no se te para, por qué no querés coger conmigo.

Tampoco me gusta verla a solas, como ahora, que pregunta poco y habla como si fuese una comediante haciendo su monólogo arriba del escenario. Trato de escucharla, la miro tomando su café y empiezo a imaginarla armando su mochila y yéndose del pueblo, enamorándose de mi viejo, criando sola a mi hermano, viniendo de la revista a casa para cambiarme los pañales; comprándome las diecisiete barbies que nunca usé, escribiéndome cartas en el avión cada vez que viajaba por trabajo. Voy y vuelvo, me decía, sos lo más importante de mi vida. Yo también respondía sus cartas. Hay una que todavía guarda: “Mamá: ¿explotó una bomba cuando yo nací?”.

Antes de pedir la cuenta le pregunto cómo le fue en Santa Lucía. Cada tanto viaja al pueblo a ver cómo está la casa y entonces me dice que el viaje bien pero que se acordó de algo, que viene pensando mucho y que para ella hubo tres momentos donde debería haberse dado cuenta. Y yo le digo que basta, que no es necesario, y ella que sí, que dejame hablar a mí, que uno fue en año nuevo, un 31 a la noche que ibas a salir con todas tus primas a bailar al club náutico y que te pusiste un vestido negro evasé, te quedaba divino, ajustado a la cadera, y el pelo que te llegaba a la cintura, y me acuerdo que cuando te vio Claudio puso una cara que me quedó grabada y pensé qué pajero pero nunca me imaginé nada grave, me acuerdo que después hizo un chiste, decía que a tu novio le decían Bin Laden por voltearse una torre, y nos reímos todas, ¿te acordás? —No, no me acordaba—. También hubo otro momento, un verano que llamaste para pedir que por favor te busque papá, que para qué teníamos una casa en el pueblo si no podíamos usarla, y yo te dije que esperes dos días, que estaba trabajando, que ya llegaba el fin de semana y nos veíamos, y pensé que tal vez te habías peleado con Florencia, me acuerdo que llamé a Jesús y le pedí que se fije si había pasado algo, qué boluda no darme cuenta.

Pagamos. Yo aprovecho y la interrumpo. Vamos, vamos, mamá que se hace tarde, otro día seguimos hablando.