Dicen que ves las estrellas

Marina Macome

Fragmento

Santi

Aplasto la carpeta de estudios contra mi estómago mientras el médico nos explica lo inexplicable. Más avanza, más parpadeo en un intento desesperado por controlar el llanto. Marcos ni me toca. Sabe que ante el primer gesto de consuelo me desmorono y es fundamental que nuestro hijo nos vea enteros. Suena el timbre del recreo en el colegio vecino y se escucha una estampida de voces y risas. Supongo que el médico habrá terminado de hablar porque hace algunos segundos que me mira impávido, pero yo solo pienso en esos chicos corriendo por el patio. Ya no tengo un millón de preguntas para hacerle. Tampoco lo acompaño hasta la puerta mientras le recalco su calidad humana. Ni siquiera le doy las gracias cuando me dice que, sea la hora que sea, le escriba o lo llame. En cuanto pone un pie fuera del cuarto le digo a Marcos que Santi no se está muriendo, “a Santi lo están matando”. Los ojos de mi marido apuntan hacia mí, pero su mirada está en cualquier parte. Me refugio en mi celular, último bastión de milagros y esperanzas; todavía nos queda la medicina tradicional china, la imposición de manos, las células madre... Me odio por no haberlo llevado en su momento a esa clínica en Toronto, pero lo odio aún más a Marcos.

“Los médicos nos dijeron que el tratamiento no justificaba semejante viaje”, se ataja apenas vuelvo a recordárselo.

“¡Son los mismos hijos de puta que ahora pretenden que nos quedemos de brazos cruzados!, el problema de esta gente es que no cree en nada”, aseguro mostrándole la foto de la hija de una amiga de otra amiga que se curó después de que varias supuestas eminencias la desahuciaran.

“¡Basta!”, Marcos se tapa los oídos en cuanto empiezo a leer el mail con el testimonio de sus padres.

“¡Basta nada!”, grito en voz baja. “¡En estos momentos hay miles de personas rezando por Santi!, ¡no podemos darnos por vencidos justo nosotros!”.

La fe moverá montañas, pero yo no puedo mover un milímetro a Marcos. Intento agarrarle la mano, pero él la quita antes de que nuestros dedos lleguen a entrelazarse. El brazo me queda colgando, como si me sobrara. La sensación se esparce por el resto de mi cuerpo en cuanto me da la espalda y camina hacia nuestro hijo. Le digo girá, le digo cobarde, le digo mal padre, le digo de todo hasta que ya no puedo hablar de lo que me duele la garganta. Entonces me llevo las manos a cada lado de la cabeza y lo miro fijo; desearía tener poderes especiales, congelarlos a él y a Santi, transformarnos en una familia de estatuas, vivir en una plaza, que se nos posen palomas y se nos trepen niños, que nos dibujen grafitis de corazones y que ni los siglos de los siglos vuelvan a despegarnos.

Marcos se acuesta en la cama junto a nuestro hijo. Sé que llora por dentro porque el celular le tiembla en la mano. Suena “Yellow”, de Coldplay, y a mí me parece que fue en otra vida cuando la cantábamos los tres en el auto. En un último intento por espantar a la muerte, un sol inmenso entra por la ventana. Entrecierro los ojos en tanto avanza, como un huracán sin aire, el día más triste de mi vida.

Miro a los ojos a san Pedro, al niño Jesús, a la virgen de Medjugorje, al Padre Mario; casi no parpadeo a la espera de que alguno me haga saber que mi hijo va a estar bien, que el cielo es un lugar maravilloso y que no tengo de qué preocuparme. Supuestamente estos son los momentos en que se dan los milagros, pero no. Igual que los médicos, todos esos santos me miran imperturbables.

Se consume la última llama y la habitación es pura oscuridad y olor a cera quemada. Le digo a mi hijo que no se asuste si se hace de noche y yo no aparezco cuando me llame. “Probablemente sea un ratito, después vas a estar cerca del sol y de las estrellas y el tiempo habrá volado para cuando volvamos a encontrarnos”, prometo abrazándolo bien fuerte. Me arquearía hasta partirme en mil pedazos si no fuera por aquella mancha de humedad en el techo formando el Espíritu Santo. Al advertir que la habitación huele a flores, sonrío conmocionada.

Cuando entra Marcos, le estoy dando las gracias a cada uno de esos santos por mandarme las señales que tanto esperaba.

“¿Con quién hablás?”, me pregunta.

Le cuento entre lágrimas sobre el Espíritu Santo. Marcos no lo ve, por más que no quite la vista del techo y señale una y otra vez la forma de sus alas. Le pido que respire hondo, pero tampoco siente el perfume de los nardos.

“No entendés lo que acaba de pasar”, digo jurando por san Pedro, por el niño Jesús, por la virgen de Medjugorje, por el Padre Mario, pero Marcos me desconoce y yo desconozco a Marcos.

Me dice que es hora de soltar a Santi, pero yo hago todo lo contrario. Recién descubro a los dos tipos vestidos de blanco cuando los tengo a cada lado. Tres cobardes contra una mujer y, sin embargo, no hay forma de que yo deje de abrazar a mi hijo y le prometa al oído que pronto vamos a estar cerca del sol y de las estrellas y que por nada del mundo van a volver a separarnos, pero el mundo se apaga apenas siento un pinchazo en el brazo.

“El cielo está de fiesta con la llegada de Santi”, asegura mi amiga Bárbara. Me la quedo mirando sin decir una palabra. Tan perdida en tiempo y espacio que hago dos pasos y me desplomo sobre el pasto. Pasaría lo que me queda de vida hecha un bollo. ¿Y si te viera en el cielo sabrías mi nombre?, como esa canción de Eric Clapton…

No termino de levantarme que se me acerca una cara sin nombre y me dice que Dios da cruces pesadas solo a aquellos que pueden soportarlas, “siempre supe que eras one of a kind”. Es como si mi cuerpo de pronto hiciera cortocircuito porque quiero llorar, pero me río. Repito one of a kind a las carcajadas hasta que mi padre se abre paso entre la gente y me extiende los brazos: “¡Santiaguito ya no sufre!”. Hago caso omiso a sus frases trilladas, a nuestra última pelea, a la marca de las antiparras después de una semana a puro esquí, a que prácticamente triplica en años a la chica que lo acompaña y me desmorono sobre su camisa con iniciales. Quiero volver a ser hija, quiero ser un bebé, quiero ser un folículo que explota, quiero ser una tarde de sexo, quiero ser una simple idea, quiero ser NADA.

Camino a nuestra parcela, la gente me besa, me habla, me enchufa estampitas y rosarios, me da palmadas mientras me pide que sea fuerte porque “así lo hubiese querido Santi”. Bajo la mirada y escucho el rumor de las piedritas por cada pie que arrastro. Viviría en este enjambre de lamentos y narices congestionadas con tal de no llegar nunca a esa fosa en donde el silencio sobra y falta el aire. “Sé como el grano de trigo que cae en tierra y desaparece, y si te asusta la muerte de hoy, mira la espiga que crece…”.

Quisiera hacer como Marcos que dice que Santi ya no está en este plano y mira en alto, pero no hay forma de que yo saque los ojos del cajón; cuanto más lo bajan, más me desespero. Aspiro su muñeco de trapo como si fuese una droga, pero no siento ningún alivio. Por el contrario, no puedo creer cómo fui capaz de quedármelo; sin Dudú ni su mamá para acurr

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