Los aromas perdidos (La estación de las tormentas 2)

Charlotte Link

Fragmento

Capítulo 1

1

Era mayo y los campos de colza estaban en flor. El sol centelleaba en el verde claro de las hojas de los árboles. Los prados se veían salpicados de diente de león y trébol, y el viento traía un ligero olor salino desde el mar. Los rayos de sol de aquella tarde casi veraniega caían revoloteando entre el follaje de los robles que bordeaban la subida a Lulinn. Al final de la avenida se divisaba la casa señorial, añosa y cubierta de hiedra. A lo largo del camino de entrada pastaban caballos de raza Trakehner. Dos se perseguían galopando por la dehesa. Otro se había parado, con la cabeza bien alta, junto a la valla, y relinchaba sonoramente.

Aunque vivía casi todo el año en Berlín, a Belle Lombard nunca se le habría ocurrido decir que tenía otro hogar que no fuese Lulinn.

—Soy de la Prusia Oriental —se cuidaba de responder cuando le preguntaban por su origen, y añadía para aclarar—: de Lulinn. La finca es de la familia desde hace trescientos años. Está cerca de Insterburg… O sea, no lejos de la frontera lituana.

Con solo pronunciar las palabras «Lulinn» e «Insterburg», la invadía tal nostalgia que le parecía que no podría soportar Berlín ni un segundo más. Claro que le gustaba la ciudad, vivía en ella, trabajaba en ella, tenía un montón de amigos, pero Lulinn… era una cosa muy distinta. Lulinn era los campos de maíz hasta donde alcanzaba la vista en verano y, en invierno, orondos montoncitos de nieve sobre las vallas de la dehesa; era arándanos en otoño, y el olor de hojarasca y setas; era los gansos salvajes en el cielo, volviendo del sur como primeros mensajeros de la primavera. Lulinn: robles centenarios y lupinos silvestres, las sombras color gris azulado del bosque en el horizonte, el aroma pesado de jazmín en el viento y de pan de comino recién horneado que llegaba desde la cocina del sótano. La abigarrada rosaleda ante el portal, el tabletear de los zuecos de madera cuando los criados y las chicas de servicio comenzaban muy de mañana el trabajo cotidiano, el susurro del follaje de los frutales del huerto y las suntuosas camas de plumas, blancas como la nieve, que siempre olían tan bien porque Jadzia, el ama de llaves polaca, secaba las sábanas de lino al aire libre después de lavarlas y estas se impregnaban del aroma de heno fresco, flores y hierbas.

En Lulinn parecía que el tiempo se había refrenado y se había acostumbrado a transcurrir más lento, y Belle pensó que era una simetría invariable de todas las cosas lo que daba a la finca su encanto. Fuera de allí, el mundo se mostraba a veces indiferente, pérfido, incluso despiadado, pero en Lulinn había estabilidad y, al abandonar sus muros de nuevo tras un par de días, una se sentía protegida contra todos los conflictos a los que la vida pudiese enfrentarla.

«Todo irá bien», pensó Belle también esta vez, mientras el Armstrong Siddeley color chocolate recién lavado de su tía recorría la avenida de robles. ¡Cómo olían las lilas! Volvió la cabeza y observó a la mujer que conducía. La tía Modeste la había recogido en la estación de Insterburg y, desde entonces, no había dejado de lamentarse sobre el tiempo que consumía aquella tarea.

—Como si una no tuviese nada mejor que hacer —refunfuñó otra vez.

«Cómo puede alguien estar de tan mal humor, cuando tiene la suerte de vivir todo el año en Lulinn», se preguntó Belle en silencio. Ella y Modeste nunca habían podido soportarse. Modeste pensaba que Belle era impertinente y engreída, y que tenía la desafortunada tendencia a meter la pata en cualquier situación. Por el contrario, Belle opinaba que Modeste era falsa e insidiosa, y que era insoportable que tuviese que tener siempre la razón. Modeste se había casado hacía ocho años con un hombrecito bajo y delgado, hijo de un comerciante de Insterburg, al que manejaba como quería y que se tenía por una especie de misionero; de una manera enervante e insustancial, interrogaba sin descanso a todos los habitantes de Lulinn sobre sus problemas más secretos, y no se inmutaba siquiera ante las preguntas más íntimas. Luego se iba de la lengua, también en círculos más amplios, sobre lo que había averiguado. Sea como fuere —nadie lo hubiese creído capaz, ante su desconsolada delgadez—, en sus ocho años de matrimonio ya había concebido cuatro hijos, y por entonces Modeste estaba embarazada del cuarto, motivo por el cual ella montaba escándalos, jadeaba y se quejaba. «Pero, seguramente, es verdad que no le resulta fácil —pensó Belle en un arranque de compasión—. Está como una bola.»

—Hace un calor de pleno verano —suspiró Modeste, y se secó el sudor del rostro enrojecido—. No hay quien lo aguante. Mucho menos en mi estado.

—¿Por qué llevas, además, un vestido negro, tía Modeste? Solo lo hace peor.

Modeste se convirtió de inmediato en la viva imagen de la indignación.

—¿Has olvidado que estoy de luto? Pero, claro, tampoco es que apreciases a mis padres.

Los padres de Modeste habían muerto muy seguidos, y la verdad es que Belle no podía decir que le hubiese dolido especialmente; aunque siempre asusta cuando muere alguien cercano, incluso si tiene un carácter tan agrio como la vieja tía Gertrud o es un auténtico nazi como su esposo Victor. Modeste, sin embargo, había puesto el dedo en la llaga.

—A mi pobre madre le hacías la vida imposible —añadió—. La contradecías sin parar…

—Bah, Modeste. Yo era una enana y tuve mi fase terca como todos los niños. Nadie tenía por qué tomarme en serio.

Modeste observó casi con rencor el rostro de la joven. «Esa piel blanca tan lisa —pensó—, ¿y cómo puede brillarle tanto el pelo? ¡Qué guapa es y qué joven!»

—Mi madre tenía que ocuparse de todo —continuó—, porque la tuya apenas se dejaba ver. La señora va a lo suyo y los demás le tienen que hacer el trabajo. ¡Menuda ética!

Belle entornó los párpados.

—Deja a mamá en paz. Hace más por todos que nadie.

—Sí, sí… —masculló Modeste. El coche había llegado al portal y pisó el freno. Suspiró, pues sabía lo difícil que le resultaría sacar su enorme cuerpo del automóvil—. Pronto estarás tú igual —profetizó huraña señalándose la tripa.

—Es posible —contestó Belle, tranquila y decidida a no enfadarse con Modeste.

Estaba en Lulinn y era feliz. Era el 20 de mayo de 1938. Belle Lombard había ido a Lulinn a casarse.

Joseph Blatt, el marido de Modeste, salió al encuentro de las dos mujeres. Se lo veía más delgado y pálido que nunca. Como de costumbre, no podía controlar su largo cuello y adelantaba la cabeza con cada paso, como un pollo.

—¡Mi querida Belle! —gritó histriónico, y la estrechó contra su pecho. Luego la separó un poco y le guiñó un ojo cómplice—. ¿Qué? ¿Cómo está la joven novia? ¿Un poco nerviosa o qué? ¿Estás bien? ¿O quieres hablar?

Saltaba a la vista que ardía en deseos de darle un par de consejos antes del paso h

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