La mitad fantasma

Alan Pauls

Fragmento

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Siempre había vivido en departamentos alquilados. Sus finanzas, bastante estables para un país más bien propenso a la zozobra, le daban la posibilidad de elegir los edificios y barrios que le gustaban, disponer de las comodidades que necesitaba una vida como la suya y, en ocasiones, darse lujos muy por encima de su condición, una cochera, por ejemplo, o un balcón terraza, que por lo demás rara vez usaba. Pero esa situación de desahogo no le habría alcanzado para comprar, y tampoco para consuelos portátiles como imaginarse en el papel de propietario, un ejercicio que al menos le habría permitido evaluar mejor, desde una posición más idónea, las ventajas y desventajas de la condición que le estaba vedada. Al parecer, como la gran mayoría de sus semejantes, Savoy alquilaba porque no podía comprar. Sin embargo, el argumento, probablemente válido para otros, era en su caso poco convincente, a tal punto desconocía los placeres específicos que le proporcionaba el carácter de locatario. La relación con sus locadores era uno, no el menor. Pagaba, iba especialmente a pagar todos los meses él mismo en persona, con la puntualidad de un aprendiz de enamorado, menos por obsecuencia o exceso de responsabilidad que para no privarse de un deleite cuyo hábito había contraído muy temprano, con sus primeros alquileres: el contacto con sus locadores, tanto más gratificante cuando más fugaz y superficial. Le gustaban esas frases de cortesía, esos gestos formales, esos embriones de conversación que morían tan pronto como nacían, minados por la incomodidad de un vínculo que, basado en un acuerdo puramente económico, necesitaba disimular esa naturaleza de algún modo, con afabilidad, manifestando algún tipo de interés personal mutuo, pero rara vez lograba sostener esos simulacros más allá de un small talk que a él, por otro lado, le costaba muy poco. Era curioso: lo que se le daba bastante mal en la vida social, donde sólo hablaba si le hablaban y no necesariamente para decir cosas interesantes, ahí, en las oficinas, las salas de espera o los livings tres veces más opulentos que el suyo donde lo citaban para pagar el alquiler, frente a frente con aquellos desconocidos a los que sólo estaba atado por la letra de un contrato, era casi una fuente de regocijo. Savoy era relajado, ingenioso, incluso cruel: le bastaba notar que sus locadores estaban apurados, o demasiado ocupados para atenderlo, para verse asaltado por un sentimiento ocioso, una locuacidad y una avidez por saber de ellos que ni siquiera él mismo, tan bien predispuesto al encuentro como siempre, hubiera jurado que tenía.

La prueba de que la insuficiencia de medios no lo explicaba todo es que cuando tuvo la cantidad necesaria, fruto de una circunstancia fortuita que no se repetiría, tampoco compró. No es que no lo pensara. Ahora que tenía dinero, las cantidades destinadas a lo largo de su vida a pagar alquileres se le aparecieron por primera vez con toda su envergadura de escándalo: un drenaje de recursos estéril, imperdonable. Pero la idea drástica de pasar de locatario a dueño para remediar una situación que pertenecía al pasado le sonó mezquina, además de insensata, y lo deprimió. Pensó que seguir pagando alquiler nunca sería tan escandaloso como haberlo pagado. Por otro lado, usar esa inesperada inyección de fondos para salir de inquilino, como se decía entonces, hubiera sido aprovecharla. Y en ese momento, también por primera vez, quizá, y quizá por las circunstancias peculiares que hacían que no tuviera lo que se dice preocupaciones económicas, se dio cuenta de que el dinero, en su caso particular, no solía participar de una economía de la conveniencia, no era “aprovechable” (lo que sin duda explicaba su incomprensión, su insensibilidad total al ahorro y la inversión, los dos tipos de aprovechamiento más comunes entre los administradores considerados razonables), y aunque no era algo de lo que se jactara, le pareció honesto aceptarlo como un rasgo personal, tan antojadizo pero tan indiscutible como cualquier otro, al que podía entregarse sin remordimientos.

A su edad, más de una docena de mudanzas se apiñaban en su prontuario de inquilino, y si bien el trance no se contaba entre sus favoritos, hasta la mudanza más penosa o accidentada se endulzaba eclipsada por el recuerdo, cargado de una alegría que la distancia en el tiempo no conseguía atenuar, de las aventuras en las que lo había involucrado, sobre todo en las semanas previas a emprenderla, cuando, con las páginas de los avisos clasificados del diario plegadas en un bolsillo y media docena de candidatos prometedores enjaulados dentro de gruesos barrotes de marcador rojo, salía en busca de un lugar nuevo para vivir. Entonces todo era expectativa, entusiasmo, inocencia. Trasponía la puerta de calle del departamento que pronto abandonaría —y qué rápido, con qué falta de nostalgia entraba en ese modo cuenta regresiva, reduciendo a la indiferencia cualquier apego genuino que hubiera desarrollado por él— y, lloviera a cántaros o se le viniera encima uno de esos cielos bajos, plomizos, que aplastaban al optimista más entusiasta, siempre tenía la impresión de salir, de zambullirse en una de esas mañanas de sol frescas, intactas, de veredas relucientes, trabajadores apurados y reflejos enceguecedores aleteando en las vidrieras de los negocios, con que lo acogían a veces, en sus años de viajero, tan remotos ahora y tan inexplicables, cuando se le daba por pensarlos, ciertas ciudades extranjeras, que lo flechaban en el acto y con el ardor del flechazo borraban toda huella del calvario aéreo que acababa de depositarlo en ellas.

Había algo infantil en la obstinación con que Savoy creía en las posibilidades que encerraban esos departamentos. No era idiota: preveía que en nueve de cada diez casos no resistirían un primer vistazo, por benevolente que fuera, pero no podía evitar apostar a ciegas por el derroche de luz, la paz del pulmón de manzana privilegiado, la nobleza de los pisos de pinotea, las dimensiones generosas de los ambientes y todas las promesas de vida perfecta que interpretaba que ofrecían, con malicia o sin ella —él, para quien la jerga sincopada de los avisos inmobiliarios no tenía secretos. Como a tantos, sospechar no le costaba nada. De hecho era su primer reflejo, rápido, instintivo, maquinal, como el del pistolero que detecta la ceja que su oponente enarca bajo el sol y lleva la mano a la cartuchera para desenfundar. La verdad era una gema rara, esquiva, a la que se accedía, si se accedía, tras descartar fachadas distractivas y apartar pesados cortinados de terciopelo color obispo. Puesto a buscar departamento, sin embargo, las antenas de su desconfianza, misteriosamente, se retraían, entraban en una latencia extraña, no del todo indiferente, igual que los aparatos que, colocados en modo sueño, tiñen la noche con el vaivén lentísimo de su respiración, iluminándola con el diafragma de su única pupila, no lo mantenían en vilo pero tampoco lo desguarnecían. Como si fuera un artículo de fe, Savoy había decidido dar por sentado que los avisos decían la verdad y la decían siempre, aun cuando anunciaban los paraísos de lujo y voluptuosidad que el monto del alquiler pedido contradecía a gritos, demasiado bajo hasta para la peor de las pocilgas. Puede que el famoso parquet, una vez parado en él, fuera en rigor una superficie de tosco y áspero cemento, que las cómodas alacenas de la cocina estuvieran podridas y que un cortejo de sórdidas aureolas de humedad anunciara tormentas en los techos del dormi

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