La familia exterior

Sebastián García Uldry

Fragmento

Mi familia se diluyó rápido. Cuando era muy chico podía verla como a un álbum de figuritas imposible de llenar pero cuando cumplí catorce y mi hermano Pablo se casó con María, me resigné. Primero vivieron cerca, en un departamento de dos ambientes en Congreso, pero Pablo soñaba con vivir en una casa construida por él en un lugar abierto, así que se fueron mudando hasta llegar al borde de un río, en Dique Luján. Se volvió el hombre de una nueva familia, con cuatro hijos, perro y visitas los domingos al mediodía.

En cambio, ni Mariano, ni Soledad, ni yo pudimos armar algo parecido. Viajar nos abrió la cabeza pero nos cerró el corazón. Siempre tuvimos a mano ese argumento, esa foto donde dormimos los tres desparramados sobre el asiento de una camioneta.

Cuando cumplí dieciocho, los tres nos alquilamos un PH lejos de mamá y papá, que volvían a ensayar, como malos actores, la escena de estar juntos. Todavía me acuerdo de sus discusiones, los globos explotando de noche, uno a uno en el cuarto con luz, cuando nosotros intentábamos dormir.

Por primera vez, a la distancia, los veía como a dos personas grandes tratando de sostener el amor. ¡Al final eran dos tontos enamorados! Tontos que se sorprendían para no entender: ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que me hagas esto? ¿Cómo es posible? Y así una y otra vez, como en un juego, con la música de fondo, corriendo los dos alrededor de una silla.

Esa distancia fue mi independencia, mis años felices, donde pude trabajar y llegar a fin de mes con mi propia plata, salir todas las tardes a tomar algo con mis amigos y volver a preparar la ropa del día siguiente.

Durante un tiempo estuve enamorado, pero enseguida me alejé, estaba claro que la vida en pareja no era lo mío. Cuando charlaba con Mariano y Soledad, nos reconocíamos en eso, lo aceptábamos sin compadecernos, tratando de encontrar otros caminos, otras formas de felicidad. Te ofrecen respuestas, decía Mariano, están en todos lados, pero lo que hay que cambiar es la pregunta; eso es lo que tenemos que cambiar, nuestras preguntas.

Los treinta es una edad importante para los hombres de la familia. Papá, Pablo y yo tuvimos nuestro primer hijo a los treinta. Pero Mariano no quería tener hijos tan joven, a los veintiocho se fue a vivir a Salta y puso un hostel. Yo tenía veintidós y lo seguí unas semanas después, dejé la carrera de Psicología y llegué en mi Volkswagen Combi para que armáramos juntos un pequeño paraíso. Desde el bar de la terraza se podía ver el valle. Pasábamos horas tomando cerveza con los turistas y jugando al ping-pong en la mesa que teníamos en la casa de los abuelos, cerca del Winco y los parlantes que todavía sonaban.

Hoy no sé si realmente estuve ahí, todo quedó tan borroso que no me acuerdo de los grandes asados y fiestas y torneos de ping-pong que terminaban en orgías cosmopolitas, con holandesas altísimas, alemanas de pelo en brazo y porteñas desatadas en su último día de vacaciones. Sí me acuerdo del día en que Mariano sacó el registro en Cerrillos con una dirección falsa: Palo Marcado, S/N.

Lo ayudé a aprender a manejar (esa vez, por primera y única vez, probé ser un hermano mayor, aunque Mariano me llevara seis años). Él se había negado a hacerlo hasta que una vez fuimos a Tucumán y agarró el volante en los pocos kilómetros de autovía. Manejó bien pero en una curva aceleró de más; la altura y el esfuerzo hicieron recalentar el motor. Tuvimos que parar. Ahí me dijo que había perdido el tiempo en Buenos Aires, que el hostel lo debería haber abierto por lo menos cinco años antes.

—Perdí mucho tiempo —me dijo.

En el horizonte, un camino rojo cruzaba entre dos cerros. El cielo celeste aparecía detrás sin una sola nube. Mariano abrió la puerta lateral de la combi y se acomodó de costado sobre el asiento. Tenía las piernas cruzadas colgando hacia afuera. Yo me senté sobre la tierra de la banquina.

—No te preocupes, todavía sos joven.

—Solo digo que podría haberlo hecho antes —me contestó.

Mariano se estiró hacia adentro de la combi y agarró un paquete de galletitas.

—¿Querés? —me preguntó.

—No, no tengo hambre.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Tenés que dejar de ser tan tímido, boludo. Decí lo que pensás y listo, sin tanta vuelta —me dijo.

Ese golpe no me lo esperaba. No solíamos ser tan directos entre nosotros. Solo era directo en las cartas que me escribía cuando viajaba, en las que juzgaba mi personalidad. Lo hacía con buena intención, pero no por eso me molestaba menos. Y en ese momento, dicho así, de frente, no logró otra cosa que dejarme mudo.

Levantamos la cabeza hacia el cielo cuando pasó un avión de un lado al otro. El ruido pasajero de las turbinas fue suficiente para justificar mi silencio.

—¿Vos sabés cuál es uno de los principales motivos de los accidentes aéreos? —me preguntó.

—No.

—La vergüenza de los copilotos.

Me reí, pensé que era un chiste, pero Mariano hablaba en serio.

—Cuando el error es del piloto, muchas veces los copilotos se dan cuenta, pero no se animan a decírselo. Parece que la vergüenza es más fuerte que la posibilidad de sobrevivir.

—¿Probamos si ahora prende? —cambié de tema.

—Dale.

Saltó del asiento y me estiró la mano para que me levantara del piso. Rodeamos la combi y yo entré en la cabina de adelante. Cuando escuchamos el ruido parejo del motor, me puse el cinturón. Mariano me cerró la puerta y lo vi pasar rápido por delante del parabrisas para sentarse a mi lado.

Mis recuerdos son brotes de una germinación mal hecha. Me acuerdo de la vez que discutimos sobre inseguridad. No había salteño que no hablara de la inseguridad de Buenos Aires; la mayoría no conocía pero hablaba por boca de los noticieros, se imaginaban que al llegar a Retiro tenían que alquilar un coche blindado. Ya me había acostumbrado a su provincianismo, a su desconfianza hacia los porteños, a su anhelo de centralidad. Dije: las cárceles no sirven para nada. Y todos nos quedamos en silencio, pensativos.

La última vez que vi a Mariano fue el día de mi despedida, antes de irme a España. La idea era viajar y conocer, pero terminé trabajando en Bobadilla, un pueblito perdido de Andalucía.

Hicimos un asado y nos quedamos charlando después de comer. Tenía puesta una remera blanca y unas bermudas con bolsillos a los costados. Se recostó sobre la silla y se quedó mir

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