Páradais

Fernanda Melchor

Fragmento

Título

Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles. Todo fue culpa de Franco Andrade y su obsesión con la señora Marián. Polo no hizo nada más que obedecerlo, seguir las órdenes que le dictaba. Estaba completamente loco por aquella mujer, a Polo le constaba que hacía semanas que el bato ya no hablaba de otra cosa que no fuera cogérsela, hacerla suya a como diera lugar; la misma cantaleta de siempre, como disco rayado, con la mirada perdida y los ojos colorados por el alcohol y los dedos pringados de queso en polvo que el muy cerdo no se limpiaba a lametones hasta no haberse terminado entera la bolsa de frituras tamaño familiar. Me la voy a chingar así, balbuceaba, después de pararse a trompicones en la orilla del muelle; me la voy a coger así y luego voy a ponerla en cuatro y me la voy a chingar asá, y se limpiaba las babas con el dorso de la mano y sonreía de oreja a oreja con esos dientes grandotes que tenía, blancos y derechitos como anuncio de pasta dental, apretados con rabia mientras su cuerpo gelatinoso se estremecía en una burda pantomima del coito y Polo apartaba la mirada y se reía sin ganas y aprovechaba la distracción del gordo para darle baje a la botella, encender otro cigarro y soplar el humo con fuerza hacia arriba, para espantar a los mosquitos bravos del manglar. Todo era pura guasa del gordo, pensaba Polo; puro cotorreo nomás, puro hablar pendejadas al calor de los tragos, o al menos eso había pensado al principio, durante las primeras pedas que se pusieron en el muelle, en la parte más oscura del pequeño embarcadero de madera que corría paralelo al río, justo donde las luces de la terraza no alcanzaban a llegar y las sombras de las ramas del amate los protegían de las miradas del vigilante nocturno y de los habitantes del residencial, especialmente de los abuelos de Franco, a quienes según él, les daría una embolia si llegaban a cachar al niño consumiendo bebidas alcohólicas y fumando cigarros y sabría Dios qué otras porquerías, y lo peor de todo, en compañía de un miembro del servicio, como decía el imbécil de Urquiza para referirse a los empleados del fraccionamiento: nada más y nada menos que el jardinero del residencial; un escándalo mayúsculo, un total abuso de confianza que Polo pagaría con su chamba, cosa que en realidad no le importaba tanto pues felizmente se largaría de aquel maldito fraccionamiento para no volver jamás; el pedo era que tarde o temprano tendría que volver a casa a echarse un tiro con su madre al respecto, y aunque esa perspectiva le parecía detestable —si no es que al chile francamente pavorosa—, Polo era incapaz de resistirse. No podía decirle que no al marrano cuando éste le hacía señas desde la ventana; no quería dejar de empedarse en el muelle aunque el chamaco idiota le cagara, aunque ya lo tuviera harto con las mismas babosadas de siempre y su eterna obsesión con la vecina, de quien el gordo se había enamorado sin remedio a primera vista aquella tarde a finales de mayo cuando los Maroño llegaron al residencial Páradais a recibir oficialmente las llaves de su nuevo hogar, a bordo de una Grand Cherokee blanca, la propia señora Marián al volante.

Polo se acordaba bien de ese día; le hizo gracia ver a la doña manejando y al marido relegado al asiento del copiloto, cuando la ventanilla descendió con un zumbido y un vaho de aire gélido le golpeó el rostro sudado. La mujer llevaba lentes oscuros que escondían por completo sus ojos y en cuya superficie Polo podía verse reflejado, mientras ella le explicaba quiénes eran y qué hacían allí, su boca pintada de rojo escandaloso, los brazos desnudos cubiertos de brazaletes plateados que tintinearon como carrillones de viento cuando Polo finalmente alzó la pluma de acceso y ella agitó su mano para agradecerle. Una doña como tantas otras, equis, a él nunca lo había impresionado. Igualita a las demás señoras que vivían en las residencias blancas de tejas falsas del fraccionamiento: siempre de lentes oscuros, siempre frescas y lozanas tras los vidrios polarizados de sus inmensas camionetas, los cabellos planchados y teñidos, las uñas impecablemente arregladas, pero nada del otro mundo cuando uno las veía de cerca; vaya, nada para volverse loco como el pinche gordo, de verdad que ni era pa’ tanto. Seguramente la conocerían por fotos; el marido era famoso, tenía un programa en la tele, a cada rato salían los cuatro en las páginas de sociales de los periódicos: él, calvo y chaparro, vestido siempre de saco y camisa de manga larga a pesar del maldito calor, los dos chamacos remilgados y ella, acaparando la atención con sus labios encarnados y aquellos ojos chisposos que parecían sonreírte en silencio, entre retozones y malévolos, las cejas arqueadas en un mohín de complicidad coqueta, más alta en plataformas que el marido, la mano en la cintura, el pelo suelto hasta los hombros y el cuello adornado con vueltas de collares vistosos. Ésa era la palabra que mejor la describía: más que guapa era vistosa, llamativa, como hecha nomás para clavarle los ojos, con sus curvas esculpidas en el gimnasio y las piernas descubiertas hasta medio muslo, en faldas de seda cruda o shorts de lino pálido que contrastaban con el fulgor apiñonado de su piel siempre bronceada. Un culo decente, pues, lo que fuera de cada quien; un culo bastante aceptable que todavía lograba disimular con éxito el kilometraje, las arrugas y los estragos causados por los dos hijos paridos —el mayor ya todo un jovencito— con cremas y trapos lujosos y aquel contoneo metronómico, absolutamente controlado, con el que la doña caminaba a todas partes, en tacones o en sandalias o descalza sobre el pasto, y que hacía que medio fraccionamiento se volviera para verla cuando pasaba. Justo como ella quería, ¿no? Que la miraran con deseo y lujuria, que le dedicaran pensamientos cochinos al paso. Se veía que le encantaba, y lo mismo al pelón del marido; siempre que Polo los veía juntos el bato le tenía bien puesta una mano encima: que si agarrándole la cintura, que si palmeándole la espalda baja, que si tentándole una nalga con el orgullo de quien marca territorio y presume su ganado, mientras ella nomás sonreía, feliz de la vida de ser admirada, y por eso era que Polo siempre se aguantaba las ganas de verla y se forzaba a sí mismo a dominar la tensión instintiva del cuello, el tirón casi maquinal que le exigía girar la cabeza para seguir la trayectoria de esas nalgas bamboleantes paseando alegres y campantes por las calles del fraccionamiento, en principio porque no quería que nadie -ni la doña, ni el marido, ni los hijos o el imbécil de Urquiza, pero sobre todo ella, pinche vieja- lo descubrieran contemplándola, morboseándola con los ojos entornados, la boca abierta con un hilo de baba colgando, como el tarado del gordo cuando la miraba de lejos. Era tan obvio que estaba loco por ella; ni siquiera podía disimularlo y hasta Polo había terminado por darse cuenta, y eso que, en aquel entonces, al principio, cuando los Maroño se instalaron en la casa número siete a finales de mayo, Polo aún no se llevaba con Franco Andrade; la fiesta del malcriado de Micky aún no había sido anunciada y ninguno de los dos había cruzado nunca ni media frase. Pero es que era realmente imposible pasa

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