La campaña

Carlos Fuentes

Fragmento

La_campaña_15_X_24_2as-2

1.

La noche del 24 de mayo de 1810, mi amigo Baltasar Bustos entró secretamente a la recámara de la Marquesa de Cabra, la esposa del presidente de la Audiencia del Virreinato del Río de la Plata, secuestró al hijo recién nacido de la presidenta y en su lugar puso en la cuna a un niño negro, hijo de una prostituta azotada del puerto de Buenos Aires.

Esta anécdota es parte de la historia de tres amigos —Xavier Dorrego, Baltasar Bustos y yo, Manuel Varela— y de una ciudad, Buenos Aires, en la que intentábamos hacernos de una educación: ciudad de contrabandistas vergonzantes que no quieren mostrar su riqueza y viven sin ostentación. Somos ahora unos cuarenta mil porteños, pero la ciudad sigue chata, sus casas muy bajas, sus iglesias austeras. Es una ciudad enmascarada por una falsa modestia y un atroz disimulo. Los ricos subvencionan a los conventos para que en ellos les escondan sus mercancías contrabandeadas. Pero esto funciona también para nosotros, los jóvenes que amamos las ideas y las lecturas, pues como las cajas de copones y ropas eclesiásticas no son abiertas en las aduanas, dentro de ellas los sacerdotes amigos nos hacen llegar los libros prohibidos de Voltaire, Rousseau y Diderot… Nuestro arreglo es perfecto. Dorrego, cuya familia es de comerciantes ricos, obtiene los libros; yo, que trabajo en la imprenta del Hospicio de Expósitos, los reimprimo en secreto; y Baltasar Bustos, que viene del campo donde su padre tiene una estancia, convierte todo esto en acción. Quiere ser abogado en un régimen que los detesta, acusándolos de fomentar continuos pleitos, odios y rencores. Se teme, en realidad, que se formen abogados criollos, voceros del pueblo, administradores de la independencia. De allí la pena con que Baltasar tiene que estudiar, sin universidad en Buenos Aires, atenido (como sus dos amigos, Dorrego y yo, Varela) al contrabando de libros y el acceso a bibliotecas privadas. Somos sospechosos; con razón el virrey anterior dijo que debía impedirse el progreso de lo que él llamó “la seducción” en Buenos Aires, exclamando que tal vicio parecía cundir por todas partes.

¡La seducción! ¿Qué es, dónde empieza, dónde acaba? Las ideas son la seducción que compartimos los tres, y al final de todo, yo siempre recordaré al joven Baltasar Bustos brindando de pie en el Café de Malcos, rebosante de optimismo, seducido y seduciéndonos por la visión de un idilio político, el contrato social renovado a orillas del río turbio y cenagoso de Buenos Aires, mientras la fogosidad de nuestro amigo hace que interrumpan sus tareas hasta los mozos que se la pasan aclarando las aguas turbias del Plata en tinajones de barro, y se asomen dos cocineros con gallinas, capones y pavos a medio destazar entre las manos. Brinda Baltasar Bustos por la felicidad de los ciudadanos de la Argentina, regidos por leyes humanas y ya no por el plan divino que encarnaba el rey, y se detienen a oírle las carretas cargadas de cebada verde y heno para las caballerías. Exclama que el hombre nació libre pero en todas partes está encadenado, y su voz parece imponerse a la ciudad de criollos y españoles, frailes, monjas, presidiarios, esclavos, indios, negros y soldados de tropa reglada… ¡Seducido por un ginebrino tacaño que abandonaba a sus hijos naturales a la puerta de las iglesias!

¿Seduce? ¿O es seducido Baltasar por su público, real o imaginario, en el café, en las calles de la ciudad que apenas abandona el sofoco del verano se dirige ya a las neblinas de junio a septiembre? Mayo es el mes ideal para hablar, hacerse sentir, seducir y dejarse seducir. Nos seduce la idea de ser jóvenes, de ser porteños argentinos con ideas y lecturas cosmopolitas, pero seducidos no sólo por ellas, sino por una nueva idea de fe en la patria, su geografía, su historia. Nos seduce a los tres amigos no ser indianos que se hacen ricos con el contrabando y regresan corriendo a España; nos seduce no ser como los ricos que ocultan los cereales y encarecen el pan.

Pero no sé si nos seducimos entre nosotros. Yo soy flaco y moreno, con un larguísimo labio superior que disfrazo con un bigote negro, de cerdas que hasta a mí me parecen agresivas, como si atacasen sin remisión mi cara; y me defiendo del ataque hirsuto rasurándome las mejillas tres veces al día y contemplando en el espejo la furia encendida de mis ojos casi claros (en realidad no lo son) en medio de tanta negrura. Creo que trato de compensar estos aspectos salvajes de mi apariencia con un ademán sereno y una compostura casi eclesiástica. Xavier Dorrego, en cambio, es feo, pelirrojo, con el pelo cortado muy cerca del cráneo, casi al rape, lo cual le da la apariencia de lo que no es: un perseguidor, un usurero, en todo caso un hombre que exige cuentas estrictas. Todo lo compensa con la belleza de su piel, que es traslúcida y opalina, como un huevo iluminado desde adentro por una llama imperecedera.

Y Baltasar…

Suenan los relojes de las plazas en estas jornadas de mayo y los tres amigos confesamos que nuestra máxima atracción son los relojes, admirarlos, coleccionarlos y sentirnos por ello dueños del tiempo, o por lo menos del misterio del tiempo, que es sólo la posibilidad de imaginarlo corriendo hacia atrás y no hacia adelante, o acelerando el encuentro con el futuro, hasta disolver esa noción y hacerlo todo presente: el pasado que no sólo recordamos, sino que debemos imaginar, tanto como el futuro, para que ambos tengan sentido. ¿Dónde? Sólo aquí, hoy, nos decimos, sin palabras, cuando admiramos las joyas que Dorrego va reuniendo gracias al dinero de su padre: un reloj de carroza con cubierta de vidrio ovalado, un reloj de anillo, un reloj en cajita de rapé… Yo tengo mi propia pieza maestra, heredada quién sabe cómo por mi padre, quien nunca se deshizo de ella. Es un reloj de Calvario en el que la cruz preside toda la maquinaria, y marca, como un recordatorio, las horas de la pasión y muerte de Cristo.

“Ciudadanos —exclama Dorrego cuando me embeleso con mi reloj religioso—. Recuerda que ahora somos ciudadanos.” Y eso nos redujo y nos ligó también: nos llamamos, como grupo, “los ciudadanos”.

¿Y Baltasar?

Fue educado en la estancia de su padre por uno de esos preceptores jesuitas que, aunque expul­sados por el rey, lograron regresar con hábitos civiles a cumplir su misión obsesiva entre nosotros: enseñarnos que había una flora y una fauna americanas, montañas y ríos americanos, y sobre todo, una historia que no era española, sino argentina, o chilena, o mexicana…

El padre de Baltasar, don José Antonio Bustos, siempre ha estado del lado de la Corona contra los invasores ingleses y ahora contra Bonaparte en España. De allí su influencia para colocar a Baltasar, el estudiante de Derecho, en la Real Audiencia duran­te los juicios de residencia de los virreyes desa­creditados, Sobremonte y Liniers. El primero era acusado de irresponsabilidad y desidia en la defensa del puerto contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807, habiendo huido del ataque britá­nico llevándose los fondos públicos y dejando que la defensa de Buenos Aires la encabezaran las milicias criollas. Éstas, al cabo, repelieron la fuerza inglesa y se armaron de un prestigio que, como una ola, había llegado a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos