En un Estado libre

V.S. Naipaul

Fragmento

La travesía de El Pireo a Alejandría duraba solo dos días, pero cuando vi la vetustez del vaporcito griego pensé que habría sido mejor hacer el viaje por otros medios. Ya desde el muelle aparecía abarrotado, como un barco de refugiados, y cuando subí a bordo vi que no había espacio suficiente para todos los pasajeros.

No se veía prácticamente la cubierta. El bar, expuesto por ambos lados al viento de enero, tenía las dimensiones de un aparador. Tres personas constituían allí una multitud, y, tras el pequeño mostrador, el pequeño camarero griego, que servía un café muy malo, estaba de mal humor. Muchos de los sillones del reducido fumadero y bastantes de los que había fuera estaban ocupados por los pasajeros que, procedentes de Italia, habían pasado la noche en el barco, entre los cuales se encontraba un grupo de larguiruchos escolares americanos que rondaban los quince años, pálidos y tranquilos, pero espabilados. La otra única sala pública era el comedor, que estaban preparando para el primer turno del almuerzo unos camareros tan cansados y malhumorados como el del bar. La cortesía griega parecía haberse quedado en tierra, quizá reservada solo a la gente ociosa o sin trabajo, y a la desesperanza pastoral.

Los de la cubierta superior del barco podíamos considerarnos afortunados: teníamos camarotes y literas, a diferencia de los pasajeros de abajo. Estos tenían pasaje de cubierta, que solo les daba derecho a dormir allí por la noche y a permanecer en ella durante el día. Allí estaban ahora, debajo de nosotros, sentados o echados al sol y protegiéndose del viento, encorvadas figuras vestidas de negro mediterráneo, entre los tornos y los escotillones de color naranja.

Eran griegos que habían vivido en Egipto. Se dirigían de nuevo a aquel país, aunque no era ya su hogar. Habían sido expulsados: eran refugiados. Los invasores habían abandonado Egipto; después de muchas humillaciones, Egipto era libre; y los griegos pobres, que ejerciendo modestos oficios habían llegado a ser algo menos pobres que los egipcios, eran las víctimas de aquella libertad. Los viejos barcos griegos como el nuestro los llevaban de nuevo a Egipto. Ahora volvían al país por poco tiempo, en calidad de turistas como nosotros, que éramos neutrales y viajábamos por placer, junto con unos comerciantes libaneses, una troupe de bailarinas de cabaret españolas y unos gordos estudiantes egipcios que regresaban desde Alemania.

Cuando apareció en el muelle, el vagabundo tenía un aspecto muy inglés, pero esto podía deberse simplemente al hecho de que no había ningún inglés a bordo. Visto desde lejos, no parecía un vagabundo. El sombrero y la mochila, la chaqueta de paño, los pantalones de franela gris y las botas podían haber pertenecido a un viajero romántico de otra generación; la mochila podía haber contenido un libro de poesía, un diario, el comienzo de una novela...

Era esbelto, de estatura media y caminaba moviendo las piernas de rodillas abajo, con cortos pasos elásticos, levantando mucho los pies del suelo. Era un andar elegante, tan elegante como el pañuelo que llevaba al cuello, color azafrán, con lunares. Pero cuando se aproximó vimos que sus ropas estaban en un estado lamentable, que el nudo de su pañuelo estaba muy apretado y mugriento; que era, en fin, un vagabundo. Al llegar al pie de la pasarela se quitó el sombrero, y vimos que era un hombre de cierta edad, de rostro cansado y trémulo y húmedos ojos azules.

Levantó la mirada y nos vio, su público. Subió por la pasarela sin apoyarse en las cuerdas que hacían las veces de barandilla. ¡Vanidad! Mostró su pasaje al hosco marinero griego, y después, sin mirar a su alrededor, sin preguntar nada, siguió avanzando con paso vivo como si ya conociese el camino. Torció hacia un pasillo que no llevaba a ninguna parte. Con cómica brusquedad giró sobre un talón y dio con el otro pie un paso en dirección opuesta.

—El mayordomo —les dijo a las tablas del suelo, como si acabase de recordar algo—. Voy a hablar con el mayordomo.

Y de esta manera se informó del camino que conducía a su camarote.

Nuestra partida se retrasó. Mientras sus compañeros les aguardaban en el fumadero, algunos escolares americanos habían bajado a tierra para comprar comida, y hubimos de esperar a que volviesen. Cuando lo hicieron no hubo risitas; las chicas eran feas y estaban pálidas y azoradas; los tripulantes griegos se pusieron muy furiosos y se apresuraron a zarpar. El lenguaje griego era áspero como la cadena del áncora. Pronto nos separó del muelle una franja de agua y pudimos ver, no lejos de donde habíamos estado, el gran casco negro del Leonardo da Vinci, que acababa de atracar.

Volvió a aparecer el vagabundo. Se había despojado del sombrero y de la mochila y se le veía menos nervioso. Con las manos en los bolsillos del pantalón, que estaban ya atiborrados, y con las piernas separadas, se quedó de pie en la estrecha cubierta, como un experimentado viajero que ofrece el rostro a la primera brisa marina. Al mismo tiempo examinaba a los demás pasajeros; buscaba compañía. Ignoraba a las personas que le miraban; cuando los demás, respondiendo a su mirada, dirigían los ojos hacia él, giraba la cabeza en otra dirección.

Después fue a colocarse al lado de un joven alto y rubio. Su instinto le guió certeramente. El hombre por él elegido era un yugoslavo que nunca había salido de su país hasta el día anterior, y que estaba bien dispuesto a escuchar. Le desconcertaba el acento del vagabundo, pero sonreía amablemente, mientras el otro seguía hablando.

—He estado en Egipto en seis o siete ocasiones. He dado la vuelta al mundo como una docena de veces. Conozco Australia, Canadá y todos esos países. Soy geólogo. Bueno, lo era. La primera vez que estuve en Canadá fue en mil novecientos veintitrés. He estado allí unas ocho veces. He estado viajando durante treinta y ocho años. Me alojo en albergues juveniles, no tienen nada que envidiar. ¿Usted ha estado en Nueva Zelanda? Yo estuve allí en mil novecientos treinta y cuatro. Entre nosotros, la gente de allá está por encima de los australianos. Pero ¿qué significa hoy día eso de la nacionalidad? Yo, por ejemplo, me considero ciudadano del mundo.

Hablaba citando a menudo fechas, lugares y números, dando a veces sencillas opiniones que extraía de una vida anterior, pero su hablar era mecánico y sin convicción. Ni siquiera la vanidad del hombre impresionaba, y sus ojos inquietos, húmedos, permanecían distantes.

El yugoslavo sonreía, emitiendo algunas interjecciones. El vagabundo no le veía ni le oía. Era incapaz de sostener una conversación; en realidad no la había, y ni siquiera necesitaba un oyente. Era como si, con los años, hubiera desarrollado aquella forma de explicarse rápidamente cosas a sí mismo, de reducir su vida a una serie de nombres y números. Cuando hubo recitado los nombres y los números, ya no le quedó nada que decir. Permaneció en silencio junto a su oyente. Ya antes de que perdiésemos de vista El Pireo y el Leonardo da Vinci, había agotado aquella relación. No quería compañía; quería solo el camuflaje y la protec

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