Arte Folk Americano

Hernán Vanoli

Fragmento

Arte_Folk_Americano-3

1.

Animales de compañía

Todos eran demasiado blancos y parecían fanáticos de una deidad muda y abrasadora. Luego supe que aquel fulgor grisáceo en las miradas, la tensión en las mandíbulas y la hendidura que cruzaba sus ceños se debían, en la mayoría de los casos, al estrés postraumático fruto de las guerras estadounidenses.

En la página de Facebook de Beloved Souls, la escuela donde me formaría como taxidermista, los alumnos exhibían montajes terminados junto a Sarah Lee, la dueña y docente. Se ofrecían módulos de enseñanza para embalsamar mamíferos, aves, peces, y cabezas de ciervo o de reno. Como quería dedicarme a embalsamar animales de compañía, casi de inmediato decidí anotarme en el curso de mamíferos. No descartaba las aves como un proyecto a futuro.

Me había puesto en contacto con Sarah Lee poco antes de mudarme a Estados Unidos, cuando aún vivía en casa de mis ex suegros y trabajaba en una empresa alemana de investigación de mercado. Tras acordar la fecha, le pasé la dirección de mi por aquel entonces mujer, que ya estaba viviendo en Iowa City. Sarah Lee me envió por correo un reglamento de conducta que debería honrar durante la carrera y una lista de precios de materiales, insumos y animales. Un oso en buenas condiciones costaba seiscientos dólares. Un león de montaña, ochocientos. Un zorro gris, trescientos. Un zorrino, ciento cincuenta. Más tarde aprendería que las aves no podían comercializarse por regulaciones federales. Los cazadores las trocaban o regalaban o, en el peor de los casos, las aves semipodridas terminaban infestando los contenedores de basura que había en las estaciones de servicio cercanas a los bosques desde donde, escondidos en trincheras, solían dispararles.

Antes de pagar le informé a Sarah Lee que solo trabajaría con animales que hubieran sido atropellados (roadkill), y no víctimas de la caza. Como mi objetivo era aprender los secretos de la taxidermia para confeccionar monumentos domésticos, no me interesaba que los pelajes estuviesen perfectos.

Museo y mausoleo

¿Era tan frágil la vida? ¿Podía un error ser tan definitivo? No tendría más de ocho años. Cansado de que la tortuga que vivía en el jardín de mi casa no me prestase atención, capturé su cabeza entre mis dedos y quise obligarla a mirarme. No puedo recordar el sonido de su cuello al quebrarse, pero sí la aspereza de aquella piel y, en especial, el hilo de sangre que comenzó a precipitarse desde su boca filosa. Aquel asesinato involuntario empezó a enseñarme lo que era el tiempo: una gastada cinta magnética, llena de sonido ambiente, que se anuda y se quema al creer proyectarse.

Mi padrino, arqueólogo de profesión, me trajo cierta vez, de regreso de un viaje a Brasil, un mono araña embalsamado. El mono estaba colgado de una rama, su cola estirada hasta la base de aglomerado que sostenía al montaje. Pronto tuvo un lugar protagónico en mi dormitorio, junto a la dentadura de tiburón que también me había regalado mi padrino y a un conjunto de insectos disecados, fragmentos de piel de reptiles, piedras exóticas, algas en formol, peces petrificados y demás reliquias de lo que llamaba mi museo.

Con el tiempo me convertí en el enterrador oficial de los perros cocker spaniel que se le suelen morir a mi madre. Robert Redford (Roby) era el perro más dulce que conocí en mi vida. Murió ahogado en una piscina, y pensar en aquel asunto es como si alguien arrancase un pedazo de mi corazón con una de esas cucharas diseñadas para servir bochas de helado. Kevin Costner (Kevin) era tímido y nervioso, casi no se dejaba acariciar y no toleraba que mi madre hablase por teléfono. Murió por sobredosis de pastillas tranquilizantes durante un largo y caluroso viaje en auto. Harrison Ford (Harry) tenía sobrepeso, no se podía sacarlo a pasear porque atacaba, sabía jugar al fútbol y estoy casi seguro de que yo era uno de sus humanos favoritos. Murió sordo y con la cadera hecha puré, aunque jamás perdió el olfato. Lo enterré junto con su último juguete, un enorme chupete de goma que en algún momento había sido color lavanda y del que le encantaba tironear.

Varios años antes de mudarme a Estados Unidos había diseñado un proyecto que me permitiría vivir con la dignidad que solo otorgan los oficios manuales. Consistía en construir monumentos mortuorios con los pelajes de los animales de compañía que todo el mundo amaba tanto; miembros plenos de las familias que merecían algo mejor que el olvido al que los condenaban entierros poco esmerados y un raramente visitado archivo de imágenes digitales. Pretendía iniciar un emprendimiento de esculturas colectivas que pudieran refractar las memorias familiares sobre los animales y homenajear su paso por este mundo rescatando ingredientes de su carácter. Mis esculturas serían usadas para decorar los hogares y al mismo tiempo serían útiles en la vida cotidiana; por ejemplo servirían para guardar botellas, para iluminar ambientes o acaso para colgar paragüas o prendas de vestir. Estaba convencido de que el trabajo con los restos embalsamados de los animales de compañía me permitiría una ampliación misericordiosa y poshumana de las mitologías familiares.

Tapas duras

Mientras la nieve se derretía en el estacionamiento de la casa que alquilaba en Iowa City junto a mi ex mujer, apenas alumbrado por las reverberaciones del sol tímido de una mañana musicalizada por las voces de los estudiantes que se dirigían a la universidad, preparé un desayuno con bananas, galletas crackers, manteca de maní y mermelada de frutilla. Luego de terminar mi café empecé a repasar la lista de medicamentos que llevaría a West Burlington, donde quedaba la escuela de Sarah Lee, a unas setenta millas. Antibióticos, cicatrizante, aliviadores estomacales traídos de Argentina. Me aseguré de guardar en la valija un estuche extra para los lentes de contacto y la libreta de notas de tapa dura donde pretendía llevar un diario de mi aprendizaje.

A diferencia de otros viajes en los que suelo acarrear una exagerada cantidad de libros, a West Burlington solo llevé uno que había comprado y leído hacía dos años, escrito por Thomas Jefferson McConnaughey. La portada de mi ejemplar de su Manual de taxidermia está llena de antiguas herramientas metálicas entre las cuales hay pinzas, martillos, tornos y tenazas dispuestos en forma simétrica sobre un fondo que imita papel gastado. El dibujo me produce una nostalgia similar a la que experimento cuando tengo que liberar espacio en mi casilla de correo electrónico y no puedo evitar abrir documentos de mis vidas pasadas. Además de un manual de taxidermia, McConnaughey había escrito un manual de barbería. Yo quería que embalsamar animales me emparentase más con un chamán que con un peluquero, pero la historia es una tecnología implacable para dimensionar las vanidades humanas.

Caminé con suavidad sobre el pasillo de alfombra para no despertar a Juana, la hija de mi por aquel entonces mujer, que con sus pelos rosa platinados extendidos sobre la almohada azul marino aún dormía tras una de sus maratones de series por internet. Iba a darle un beso en la frente pero temí despertarla. Desde que mi ex mujer se había ido a un festival de literatura en Colombia, Juana había sido una compañera extraordinaria durante los días que habíamos pasado en aquella pequeña ciudad del Midwest yanqui. Mientras estuvimos solos nos permitimos todo el colesterol y todo el azúcar que tuvimos a nuestro alcance.

En un principio las cosas no habían sido fáciles entre nos

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