Eres hermosa

Chuck Palahniuk

Fragmento

hermosa

Incluso cuando atacaron a Penny, el juez se limitó a mirarla como si nada. El jurado reculaba. Los periodistas permanecían acobardados en la tribuna de prensa. Ni una sola persona en la sala acudió a socorrerla. El taquígrafo judicial siguió tecleando con diligencia, transcribiendo las palabras de Penny: «¡Me está haciendo daño! ¡Detenedlo, por favor!». Sus eficientes dedos teclearon la palabra: «¡No!». A continuación transcribió fonéticamente un largo gemido, un quejido y un grito. Siguió con una lista de las súplicas de Penny:

«¡Ayuda», teclearon sus dedos.

Y a continuación: «¡Basta!».

La situación habría sido distinta de haber habido otra mujer en la sala del tribunal, pero no era el caso. En los últimos meses se habían esfumado todas las mujeres. En la esfera pública brillaban por su ausencia. Todos los que contemplaban los forcejeos de Penny —el juez, los miembros del jurado y el público— eran hombres. El mundo se había vuelto un mundo de hombres.

El taquígrafo tecleó: «¡Por favor!».

Y a continuación: «¡No, por favor! ¡Aquí no!».

Aparte de él, Penny era la única que se movía. Su atacante le había bajado a la fuerza los pantalones deportivos hasta los tobillos. Le había arrancado la ropa interior, dejando su intimidad expuesta a cualquiera que se atreviera a mirar. Ella asestaba codazos y rodillazos, intentando escaparse. En sus asientos de la primera fila, los retratistas judiciales bosquejaban con trazos rápidos su lucha con el atacante, el revuelo de su ropa hecha jirones y los trallazos de su melena alborotada. Varias manos vacilantes se elevaban entre el público, sosteniendo con cuidado sus teléfonos móviles para sacar alguna foto subrepticia o bien grabar unos segundos de vídeo. Los chillidos de Penny parecían paralizar al resto de los presentes, y su voz rota arrancaba ecos por el recinto silencioso. Ya no se oía a una sola mujer violada: los remolinos reverberantes de sonido sugerían que estaban siendo atacadas una docena de mujeres. Un centenar. Que estaba gritando el mundo entero.

Penny seguía forcejeando en el estrado de los testigos. Luchando por juntar las piernas y por apartar de sí el dolor. Levantó la cabeza y trató de mirar a los ojos a alguien, a quien fuera. Un hombre se pegó las palmas de las manos a los costados de la cabeza para cubrirse los oídos y cerró los ojos con fuerza, con la cara igual de roja que si fuera un niño asustado. A continuación Penny miró al juez, que suspiró lastimeramente a la vista de sus apuros pero no quiso pedir orden a martillazos. Un alguacil agachó la cabeza y habló en voz baja por un micrófono que tenía sujeto a la pechera. Con la pistola enfundada, cambió nerviosamente de postura y torció el gesto ante tanto grito.

Otros se miraban decorosamente el reloj de pulsera o bien comprobaban sus mensajes de texto, como si Penny los estuviera avergonzando. Como recriminándole que estuviera chillando y sangrando en público. Como si ese ataque y ese sufrimiento fueran culpa de ella.

Los abogados parecían encogerse dentro de sus caros trajes de raya diplomática. Revolvían nerviosamente sus papeles. Hasta el propio novio de Penny permanecía clavado a su asiento y mirando boquiabierto el brutal ataque del que estaba siendo objeto. Alguien debía de haber llamado a una ambulancia, porque pronto aparecieron unos enfermeros corriendo por el pasillo central.

Sollozando y arañando para defenderse, Penny intentó por todos los medios no perder el conocimiento. Si consiguiera ponerse de pie y salir trepando del estrado, podría echar a correr. Escaparse. La sala del tribunal estaba igual de abarrotada que un autobús urbano en hora punta, pero nadie prendía a su atacante ni intentaba sacarlo de allí. Al contrario: los que estaban de pie daban algún que otro paso atrás. Todos los espectadores estaban retrocediendo tanto como se lo permitían las paredes, dejando a Penny y a su violador en medio de un vacío cada vez más grande al frente de la sala.

Los dos enfermeros se abrieron paso entre el público. Cuando llegaron a donde estaba Penny, la mujer seguía jadeando y forcejeando y les dio un manotazo, pero ellos la tranquilizaron y le pidieron que se relajara. Le dijeron que estaba a salvo. Ya había pasado lo peor, que la había dejado helada, empapada de sudor y temblando por culpa de la impresión. La rodeaba una muralla de caras que miraban en todas direcciones e intentaban evitar las miradas del resto de caras igualmente avergonzadas.

Los enfermeros la pusieron en una camilla y uno le echó una manta por encima del cuerpo tembloroso mientras el otro la sujetaba con correas para impedir que se moviera. Por fin el juez se puso a golpear con su martillo para pedir un descanso.

El enfermero que le estaba ajustando las correas a Penny le preguntó:

—¿Puede decirme en qué año estamos?

Ella tenía la garganta irritada y dolorida de tanto gritar. La voz le salió ronca, pero dijo el año correcto.

—¿Me puede decir quién es el presidente? —preguntó el enfermero.

Penny estuvo a punto de decir que Clarissa Hind, pero se detuvo a tiempo. La presidenta Hind estaba muerta. La primera y única presidenta mujer de la historia estaba muerta.

—¿Puede decirnos cómo se llama usted?

Los dos enfermeros eran hombres, por supuesto.

—Penny —repuso—. Penny Harrigan.

Los dos hombres que estaban inclinados sobre ella dieron un grito ahogado al reconocer el nombre. Por un momento perdieron su expresión profesional para adoptar una sonrisa alegre.

—Ya me parecía a mí que me sonaba su cara —dijo uno de ellos en tono jovial.

El otro chasqueó los dedos, intentando exasperadamente recordar algo que no le venía a la cabeza. Por fin exclamó con voz aguda:

—¡Usted es… usted es esa, la del National Enquirer!

El primero señaló con el dedo a Penny, ahora atada e indefensa bajo todas las miradas masculinas.

—Penny Harrigan —gritó, como si fuera una acusación—. ¡Es usted Penny Harrigan, la Cenicienta del Cerebrito!

Los dos hombres alzaron la camilla a la altura de su cintura. La multitud se apartó para dejarlos pasar hasta la salida.

El segundo enfermero asintió con la cabeza para indicar que conocía su historia.

—El tipo al que abandonó usted era algo así como el tío más rico del mundo, ¿no?

—Maxwell —le aclaró el primero—. Se llamaba Linus Maxwell. —Negó con la cabeza con gesto de incredulidad.

A Penny no solo la acababan de violar delante de un tribunal federal y con la sala llena de gente, sin que ninguno de los presentes moviera un dedo para detener al atacante; ahora además los empleados de la ambulancia la trataban de idiota.

—Se tendría que haber casado usted con él. —El primero de los camilleros mantuvo su asombro durante todo el trayecto hasta la ambulancia—. Mujer, si se hubiera casado con ese tipo, ahora sería más rica que Dios…

Cornelius Linus Maxwell. C. Linus Maxwell. Debido a su reputación de playboy y a sus siglas «C. Li. Max.», la prensa amarilla lo llamaban a menudo Gran Clímax. El mayor megamultimillonario del mundo.

Las mismas revistas la habían bautizado a ella como «la Cenicienta del Cerebrito». Penny Harrigan y Corny Maxwell. Se habían conocido un año atrás. Aunque parecía que hubiera

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