La mirada de los peces

Sergio del Molino

Fragmento

cap-0

Crecí en una casa comunista, de un comunismo ambiental y sin carnet que glorificaba la educación y las buenas notas. Mi madre votó no a la OTAN en el ochenta y seis y mi abuelo era de Carrillo, aunque para entonces ni el propio Carrillo fuera de Carrillo. No te puedo dejar nada, decía mi madre, lo único que tengo para tu futuro es que estudies. Es la escuela pública, es el instituto público. Se decía con orgullo, eso de público, y se abominaba de curas y de monjas y del internado de Sigüenza donde encerraron a mi padre. Mi madre sólo estudió secretariado cuando las secretarias aún se llamaban secretarias, en un instituto público del Retiro. Años después, cuando yo vivía en Madrid, me pidió que buscase su título. Nunca lo había recogido y llevaba cinco lustros en un archivador. Subí la Cuesta de Moyano y entré en aquel edificio luminoso y racionalista, pegado al observatorio astronómico, todo siglo XVIII, y maldije a aquellos estudiantes que parecían mucho más felices que mis antiguos compañeros de clase. Aquí no se aburren, me dije. Cuando se escapan a fumar porros, se los fuman a la sombra del Ángel Caído o mientras roban libros en la cuesta. Yo fumaba porros en un portal frente al Riojano, una bodega que vendía litronas a los niños de quince años. Pensaba que el aburrimiento escolar era una cosa inevitable sufrida por todo el mundo, pero mientras esperaba en aquel mostrador a que me diesen el título de secretariado, sospeché que no todos los aburrimientos eran iguales.

Nos aburríamos. Me atrevo a usar la primera persona del plural e incluir a todos porque cada vez que levantaba la vista encontraba la misma viscosidad legañosa, las mismas espaldas retorcidas, los mismos intentos desesperados por no bostezar y caer muertos sobre las mesas. También se aburrían los profesores, ninguno de los cuales parecía querer estar sobre aquella tarima desgastada por los bordes, bajo el retrato de un rey también aburrido, captado por el fotógrafo en el instante que antecede al bostezo. Todo en el aula se preguntaba, desde las ocho y media de la mañana hasta las dos de la tarde: ¿me puedo ir ya? La pregunta tenía algo de retórico, porque marcharse tampoco solucionaba gran cosa. ¿Irse adónde? A comer pipas a un banco, al Riojano, a fumar a los futbolines. A deambular entre el cierzo con las manos en los bolsillos por el Parque Mercurio o la calle Zaragoza la Vieja. A encerrarse en el cuarto con el último disco de Iron Maiden.

Tenía dieciséis años y ya no me grababa casetes, compraba los discos. No tantos como Mauri, que había empezado un negocio prometedor de compraventa de hachís que le reportaba muchos beneficios, pero algunos sí me compraba. Fui de los primeros en hacerme con The X Factor, el acontecimiento heavy de la temporada, el primer disco de Iron Maiden sin el cantante Bruce Dickinson, que se había hartado del heavy comercial y experimentaba con otras notas más distorsionadas y difíciles. Estábamos ansiosos por oír al nuevo vocalista, Blaze Bayley, que parecía un gordo cabrón, el típico inglés playero al borde del infarto. Escuché el disco de principio a fin y en su orden, con ritual, exigiendo no ser molestado durante la ceremonia. Era un disco raro desde la portada, que no era un dibujo, sino un montaje informático con colores apagados. Las canciones eran largas y también oscuras. Y la voz. Ay, la voz. Plana, arrastrada, sin una sola nota alta, sin nada que se pareciese a la amplitud vocal prodigiosa de Bruce. The X Factor, lo supimos hacia la segunda canción, era una mierda. Gustó a quienes estaban cansados de Iron Maiden y no se atrevían a escuchar a Radiohead, pero decepcionó a millones de chicos de barrio aburridos que sólo querían otro disco de Iron Maiden para berrear los estribillos y que no entendían esos simbolismos de tercera y ese ser o no ser de echadora de cartas.

El aburrimiento te convierte en Sísifo. Subes tu piedra maldiciendo la subida, pero no consientes que nadie te la cambie por otra cosa. Quieres tu maldita piedra, con su mismo peso y su misma textura de granito. Achica los horizontes de una persona, limita su mundo, dale lo mismo cada día a la misma hora. En unos años, rechazará todo lo que altere esa rutina que en verdad detesta, como se detesta a sí mismo. Antonio Aramayona sabía que llegaba a un instituto aburrido de un barrio aburrido, lleno de alumnos aburridísimos aleccionados por profesores para quienes él era el nuevo disco de Iron Maiden con su nuevo cantante.

Parecía inofensivo con sus gafas, su muleta, su coche adaptado, sus camisas como compradas al peso y su pelo teñido de un negro oscuro, sin una sola cana a la vista. Un interino más, una pieza móvil de ese mecano de profesores que no han ganado una oposición y sirve para que los que sí la han ganado puedan tener hijos, cogerse sabáticos, presentarse a cargos electos y pedir bajas por depresión sin que el aburrimiento cotidiano de los centros escolares se resienta. Son caballos de refresco del aburrimiento, y de ellos sólo se espera que mantengan a los alumnos bien aburridos, hasta que regrese el aburridor oficial.

Venía de otro instituto, en un barrio parecido y aledaño al nuestro, y le precedía una cierta fama de escandaloso, grano en el culo y carne de inspección ministerial. Sus alumnos, claro, le adoraban. Pronto los conoceríamos, nos haríamos amigos y crearíamos una especie de fraternidad interinstitutal. Yo, que me enamoraba de todas, me enamoré también de una de las otras, pero aún era pronto para eso. De momento, sólo se sabía que venía de otro instituto y que un grupo de adolescentes lo despidió llorando. Creo que eso era lo que no le perdonaban sus compañeros, la fascinación casi filial que despertaba en ciertos estudiantes. Y creo, también, que eso fue lo que nos llamó la atención al principio: un profesor que hablaba de sus otros alumnos como si fuesen sobrinos o hijastros que quería que conociéramos. Sabíamos que esta fraternidad incomodaba al resto del claustro, que el sistema no lo aprobaba, como los ganaderos no aprueban los cruces entre granjas vecinas y rivales, y eso nos excitó, porque a los chicos de barrio aburridos nos dejaban fríos las novedades en sí mismas, pero éramos muy sensibles a los dinamiteros.

Todos habíamos visto El club de los poetas muertos, era una de esas películas que echaban los sábados por la tarde. Oh, capitán, mi capitán. Robin Williams como caricatura de los profesores enrollados. El maestro enseñaba a sus alumnos a explorar las cunetas del camino que habían diseñado para ellos. Contra lo burgués, contra la familia autoritaria y poderosa. Pero Antonio no era Robin Williams, no venía a enseñarnos a gozar de la poesía para que no nos ahogásemos en un futuro ministerial o de coronel sin suerte en la batalla de Borodino. Al revés. Venía a decirnos que nosotros también podíamos ser héroes de Borodino, que nuestro sitio no tenía que estar en el Riojano ni en los futbolines. No enseñaba los placeres de la transgresión poética porque ese barrio de nombre de santo obrero vivía en la transgresión poética. ¿Defraudar las aspiraciones de honradez y ascenso por el trabajo y el sacrificio? Rober, Mauri, Andrea, Asteres y unos cuantos más ya sabían que la belleza de una estrofa de canción bien valía una vida. No tenían que convencernos de que emborracharnos a las cuatro de la tarde era mejor que estudiar cualquier examen. Estábamos hec

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