Desvelos de verano

Martín Kohan

Fragmento

Desvelos_de_verano-3

¿Qué sería del verano sin las moscas? Hay una hora bien definida, al empezar cada tarde, en la que ni una gota de viento sopla y las chicharras, alucinadas, les dan una somera tregua a sus gritos de desesperación. A esa hora el silencio sería absoluto, si no fuera por las moscas; la quietud del mundo a esa hora sería absoluta, si no fuera por las moscas. Daría lo mismo ver una foto que ver la realidad de las cosas. Pero están las moscas y zumban, se obstinan en esos giros alocados en torno de algo o en torno de nada. El sol lo seca todo, casi lo agrieta: el aire, el suelo, las ramas, las personas. Todo quema o podría quemar.

Esa clase de cosas estoy viendo, en esa clase de cosas estoy pensando, cuando de la casa que hay enfrente, la casa del otro lado, la única que alcanza a divisarse desde acá, surge limpia esa mujer. El verano es la estación de los cuerpos, nadie lo ignora y así es en todas partes; pero esa mujer sale desnuda al aire libre y esa audacia en un primer momento me desconcierta. Va y viene, alta y clara, por esa especie de jardín que tienen estas dos casas, por fin se agacha a levantar una manguera azul, abre una canilla, agita la manguera, el agua la empapa y la hace brillar, le subraya el estar desnuda, la vuelve más real y seguramente la alivia.

Echado como estoy en la reposera, con un vaso con hielo en la mano y el gusto de la soledad como evidencia, comprendo que no debo moverme (podría hacerme notar, podría dar a entender que me escapo). Acá me quedo, entonces, viendo, la mujer al aire libre, el paisaje de impudor. Hasta que, de allá enfrente, desde dentro de aquella casa, se oye la voz del tipo. La voz del tipo que la llama.

—¡Ema! ¡Ema!

Ella hace desaparecer el agua y deja caer la manguera al pasto, se estira al sol, toda entera, por última vez, y se mete dentro de la casa, donde nada se distingue. En seguida empiezan a oírse sus bramidos de mujer, más de poseída que de sofocada, con algunas palabras sueltas, alusivas y a la vez muy directas, exclamadas pero sucias, dejando saber, por si hiciera falta, la clase de cosas que ahí están pasando. Por fin se oye una queja o una felicidad brutal, desmesurada, y al cabo un silencio lánguido y caliente, en el que pueden adivinarse, ya que no sentirse, los jadeos que declinan.

No es para volver a verla, puedo jurarlo, que al día siguiente me acomodo en el mismo lugar, la reposera del fondo, con otro vaso y con otro hielo. Es mi hábito de la tarde en estos días de descanso y aislamiento, no veo por qué tendría que renunciar o escabullirme. No obstante, cuando ella aparece, tanto o más desnuda que ayer, porque ayer aún no la conocía y hoy, en cambio, ya sí, algo semejante a un encuentro convenido se produce, aunque no es convenido ni es un encuentro.

La luz de este día es más fuerte y la desnudez de la mujer de la otra casa parece entonces más verdadera y más próxima. Me gusta verla así, sin consecuencias (con consecuencias no me gustaría); ella ahí, tan en lo suyo, ajena a mí y a mis tardes y a mi vida. Y así yo puedo quedarme acá, echado y en silencio, viendo lo que hacen el sol y el agua con ese cuerpo sincero. El tipo llama (“¡Ema! ¡Ema!”) y ella acude. Espero los gritos y la procacidad, llegan sin falta.

El ritual, si es que se lo puede llamar así, se repite dos o tres días más. Se me hace parte de una rutina. El resto es dejarme estar, mirar televisión en el living, respirar el aire puro de las sierras, dormir sin límites, cocinarme cosas, vivir el aislamiento en este paraje en lo alto donde apenas si existen esta casa y, un poco más allá, la de enfrente. A la noche me duermo en paz y bien temprano, aprovechando que un poco refresca.

Esta noche, sin embargo, no refresca. Al revés, el aire arde, y comprendo que no voy a conseguir dormirme. Salgo entonces, porque sí, y quedo como por casualidad mirando hacia la casa del otro lado. Las luces de la casa están prendidas, el interior así alcanza a verse con nitidez. La escena que se recorta en lo oscuro, como un cuadro en un muro inmenso o como una pantalla de cine, muestra una mesa servida, una cena, circunstancia trivial en principio. Está el tipo y está la mujer, pero no están solos: hay una nena con ellos. Una nena de diez años o de once, no más que eso, y como nadie ha venido hasta acá en estas horas (sólo se puede llegar en auto o a caballo, y yo lo habría sabido), entiendo que esa nena estuvo en la casa todo el tiempo.

No puedo dormir, por supuesto. Tal vez no iba a poder dormir, de todas formas. Nace en mí una esperanza remota de que al día siguiente las cosas cambien, que se suspendan, que ya no ocurran. Pero no es así. Ocurren igual que siempre, con el mismo desparpajo, con la misma ferocidad. Y yo sé bien, sin derecho a mentirme con dudas, que la nena está en la casa mientras tanto.

Me desespero, no sé qué hacer. ¿Aparecerme en la casa, tocar el timbre, golpear la puerta, decirles qué? ¿Dar aviso a la policía? ¿Bajar al pueblo y pedir ayuda? ¿Chistarles fuerte, desde acá? ¿Pegar un grito exigiendo sosiego, mesura, decencia? ¿O hacerme el desentendido y no darme por enterado de nada? Porque también puedo poner la reposera del lado opuesto de la casa que ocupo, y seguir con mi vida ajeno a todo. Lo pienso, pero sé bien que no puedo. Ya sé que esa nena está ahí.

Tengo miedo de afrontar otra larga noche de insomnio. Empieza el atardecer. Ahora me escondo, como nunca antes, para mirar hacia la casa de enfrente: ahora espío. Y no alcanzo a divisar nada. De repente, escucho el ruido del motor del auto que arranca (es un Chevrolet). Están saliendo de la casa. Me asomo y allá pasan: el tipo maneja, al lado está la mujer, atrás va la nena. Confirmo que nadie podría llegar a esa casa o irse sin que yo, desde acá, incluso distraído, me enterara.

¿Se habrán ido del todo? ¿Habrán bajado al pueblo? El pulso se me acelera, no soporto quedarme acá. Decido salir yo también, sacar el auto, arrimarme al pueblo. Corre un sendero desparejo y serpenteante, hay ramas o bordes de arbusto que alcanzan a rozar el auto desde un costado o el otro. El calor no cede. El aire no se mueve.

El pueblo es muy somero: un puñado de chalets algo dispersos, una estafeta de correo con servicio telefónico, un hotel de sindicato, la colonia municipal, un barcito de mala muerte donde ofrecen solamente fernet. Y una pequeña proveeduría que sirve para abastecer a todos. Tiene tres góndolas de metal hacia atrás, y una única caja junto a la entrada. Frente a la puerta, con una rueda mordiendo el cemento peinado que hace las veces de vereda, está parado el Chevrolet.

Dejo el auto y entro en el local. Hay unos pocos clientes haciendo sus compras. Veo al tipo, es alto y usa perfume, delante del estante de vinos: va agarrando uno por uno y leyendo las etiquetas. Un poco más allá, la mujer, vestida con un solero liviano estampado de flores cambiantes. En el brazo carga una canasta de plástico donde va metiendo yogures, un pan de manteca, un sachet de leche entera, un tarro de dulce de fruta.

La nena está en la otra punta. Se distrae, como es de esperar, delante de las golosinas. Hay un surtido aceptable de chocolates y caramelos y ella los está examinando a conciencia. Me acerco como en un descuido. Me mira y yo le sonrío. Tiene los labios pintados.

—¿Vos sos la hija de Ema? —le digo en voz baja.

Los párpados los tiene pintados también: de un verde agua o de turquesa. Se me queda viendo por un instante. Masca chicle con la boca abierta.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos