Lo que aprendí de las bestias

Albertina Carri

Fragmento

Lo_que_aprendi-3

Vea por dónde ve. El nombre lo puso Francisco, el chico que me gustaba. Creo que solo se hizo ese año, no es costumbre hacer una Feria de Ciencias y supongo que a la directora del colegio se le ocurrió viendo alguna película estadounidense. Todavía había un cine en el pueblo de Lobos y Eddie Murphy corría por calles neoyorquinas sobre una tela mohosa apoyada en un escenario reseco. La directora, que también era nuestra profesora de gimnasia, organizó el evento. A Francisco y a mí se nos ocurrió este asunto de ver por dónde se ve.

Hacía unos meses había llegado a vivir a ese pueblo, a la casa de uno de los hermanos de mi padre. Estaba casado con una mujer muy severa y según había decidido la familia, eso era lo que yo necesitaba para encaminarme. Además, tenían cinco hijos y se suponía que ese contacto con gente de mi edad sería bueno para mi carácter.

Recorrimos mataderos y carnicerías para conseguir globos oculares. En las carnicerías nos miraban con recelo, pero en los mataderos les gustaba nuestra presencia. Dos adolescentes sedientos de sangre y de muerte excitaban a los matarifes. Para los carniceros la demanda era incómoda, nuestro afán caníbal era un espejo inapropiado para la convivencia con cadáveres. Los exhibíamos en su carácter sanguinario y sus respuestas venían cargadas de entreveros verbales que un poco asustaban. Pero si estábamos juntos nada podía amedrentarnos.

—Han de haber visto que tuerta rima con muerta y que las muertas no han visto nada.

Silencio.

Francisco me golpea el pie con el canto de su zapatilla. Todo se calma.

Ese chico dulce, algo canchero y carismático, me provocaba una auspiciosa levedad y el estado de desconcierto que envolvía mis días se disolvía en ese humor. Todos los adoraban a él y él se entregaba a mí, una niña de mirada melancólica y andar desarrapado.

Visitamos bibliotecas y libros de anatomía. Los gráficos nos entusiasmaron y diseñamos nuestros dibujos sobre el fenómeno de la visión. Cómo los rayos de luz llegan al ojo y estimulan al nervio óptico ubicado en la corteza del cerebro y forman una imagen. Era fascinante. Ganamos el primer premio, pero ese diploma nunca llegó a mi casa. Fue confiscado por mi tía antes de que pudiera tenerlo en mis manos. Había avergonzado a toda la familia mostrando esos globos oculares, profundidades viscosas que daban cuenta de nuestra curiosidad. Inmundas, según la voz chillona de Angélica. Pero si el mundo era inmundo en casi todas sus descripciones, ¿por qué se sentía tan ofendida frente a esas gelatinas cargadas de motas rojas?

Esos cuencos con ojos de animales fueron la prueba de mi carácter atroz.

Tenía trece años y Vea por dónde ve me dejó encerrada en el galpón del fondo rodeada de ratas. Desde ese día, cada una guarda mi secreto y transporta mi dolor en silencio. El sonido de sus uñitas contra el piso define una circulación del horror que me da sosiego. Aquel día se llamaron a silencio: mi desconsuelo las dejó paralizadas porque sintieron en un cuerpo de otra especie la pena que la repugnancia ocasionaba. Aunque son solo conjeturas literarias, lo más seguro es que me hayan tenido miedo.

Meses más tarde ese galpón se convertiría en el quincho de la casa. Un día decidieron vaciarlo y deshacerse de todo el cúmulo de desperdicios al que no habían mirado por años. Bicicletas viejas, marcos sin cuadros, motores de pileta, faroles de auto, cuadernos de distintas infancias, ceniceros hechos con cerámica y con mocos de varias generaciones. Fotos desteñidas de viajes que ya a nadie le importaban, libros de medicina, vademécums vencidos, guías telefónicas que formaban montañas para las ratas más entrenadas, cañas de pescar e instrumentos destartalados. Una guitarra, una batería, pedazos de ellas, una mesa de ping-pong con la madera hinchada, una caja con platería descartada por inservible, regalos de cumpleaños tildados de mal gusto, las copas del casamiento de tal con cual que ahí quedaron hasta romperse.

En cuanto empezaron a mover esos descartes, salieron las ratas.

Miles de bichitos peludos corrieron por el jardín, las patitas desesperadas entrelazándose al pasto, girando en redondo sobre los canteros de los agapantus, golpeándose contra la magnolia, trepando al quinoto para saltar a los techos vecinos. En fila esquivaban la pileta como si ese hueco celeste fuera un infierno. Tan lindas ellas que huían como ratas. Tan espantosa Angélica gritando que las matáramos a garrotazos.

El pequeño cuerpito se agitaba y se convulsionaba al borde del síncope, tenía el cráneo aplastado pero la parte blanda de su organismo funcionaba, el resto de la manada huyó de los palazos asesinos corriendo en zigzag. Di palazos al pasto, tenía que disimular. Mi pequeña venganza estaba en marcha y no iba a matar a ninguna. Las dejé que huyeran por debajo de los portones, por las paredes y por los calcáreos, y una especie de sonrisa me surcó la cara cuando las vi entrar a la casa. Estuvieron meses intentando desratizar, pero no lo lograban; las inmundas habían hecho nido por todos lados. A la noche se escuchaba un hic hic repetido al infinito que solo se calmaba con la claridad de la mañana.

Nos evacuaron, nos mandaron al campo de mi abuela y el viento entramado en las copas de los árboles fue una alegría. En Lobos me ahogaba. Aunque extrañaba a Francisco y las quejas de mis primos pueblerinos se me hacían insoportables, en ese campo tenía muchos escondites. Perdida entre los caballos las cosas se balanceaban hacia lo fugaz sin tanta mácula. Cuando volvimos a Lobos habían muerto todas las ratas y también los dos perros que teníamos. Mis cinco primos lloraban, sus hámsteres, el chancho de la India de Ignacio, el canario de mi tío, los conejos de Eugenia: todos desaparecidos.

Era domingo y nos llevaron a tomar helado a la principal del pueblo, allí nos encontramos con algunos amigos y eso nos dio consuelo. Pedí mi helado de siempre. Entre las cosas que a mi abuela le gustaba contar sobre mi padre estaba el asunto del helado de pistacho. Era su sabor favorito desde muy pequeño y ella aprovechaba la anécdota para hablar del carácter imprevisible de su hijo. La manera en la que ordenaba el relato era una de sus tantas formas de avisarme lo peligroso que era abrazarse a convicciones desatinadas. Extravagantes, esa palabra usaba. Los movimientos de la lengua y el expandirse de mis papilas gustativas al contacto de esa crema verde y fría eran pequeñas formas de recuperar alguna imagen tan extinta como necesaria. Las recomendaciones de mi abuela se disolvían por un rato en ese gesto privado.

Aunque sentí estupor ante la desaparición de todos los animales, no se me cayó una lágrima. Sabía de qué se trataba esa masacre y a donde apuntaban con el exterminio. Un disparo certero sobre nuestra subjetividad en ciernes, un estado de terror. Alguna vez leí que la palabra terror viene de alta mar, del horror que sienten los marineros a que su barca se hunda al golpear contra un terruño. Había decidido no hundirme luego de ese golpe. No les entregaría mi pena.

Angélica Caneti Peña, la autora del genocidio animal, no se bajó del auto. Nos vio comer el helado desde la vereda de enfrente fumando un Jockey 120 sin abrir la ventanilla del Peugeot 406.

Al día siguiente todo volvió a empezar.

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