Yo no quiero ser Ricky Martin

Fragmento

CAPÍTULO 1

Solo se vive una vez

Año 2016

“Hola Luis, ¿cómo estás? Acá Mariana de Netflix. Te escribo porque queremos invitarte a visitar el set de la nueva serie The Get Down en Nueva York. Estarías saliendo el 3 de diciembre y regresando el 6, obviamente podemos extenderte el pasaje si nos avisás con tiempo. La nota tendría que salir en la revista junto con el estreno de la serie, pautado para el mes de marzo. ¿Cómo lo ves?”.

Estos eran los mensajes que me alegraban la vida. Cinco años atrás estaba en la cresta de la ola periodística. Dirigía una revista mensual de lifestyle, tenía una columna en un diario importante, viajaba sin parar y me invitaban a programas de televisión a hablar de moda o de las vidas de otros. A mis treinta y cinco todavía era joven; además, parecía mucho menor. Me mataba en el gimnasio con el objetivo de subir a Instagram fotos medio casuales y sensuales en alguna playa caribeña o en mi casa mientras hacía la valija preparándome para viajar a mi próximo destino.

El pico de estupidez humana inundaba las redes sociales, con gente en los aeropuertos siempre yendo al mejor lugar del mundo, con influencers dispuestos a matar a su madre por un ticket de avión o un canje en cualquier hotel de lujo y gente del montón imitando esa postura instagramera cuando les tocaba salir de vacaciones.

#relax #summer #paradise #holidays #lovetotravel #fashionaddict #roomwithaview #beach #summertime o #vivirparaviajar.

En Argentina estábamos ilusionados con el “cambio”, con ser un país regio de una vez por todas, con tener una moneda favorable y comprar cosas importadas o viajar sin impuestos ridículos. Ese era el contexto para una parte del país.

Yo estaba obsesionado con los aviones y los aeropuertos. Vivía solo, no tenía novio, armaba una valija tras otra y solo me bastaba apagar la luz, cerrar el gas y trabar la puerta con doble llave para irme y desaparecer. No le daba explicaciones a nadie. Vivía al palo, pasaba una noche entera en un avión y de ahí a casa, una ducha y a la oficina. El cuerpo aguantaba, rendía, nunca se quejaba. Instagram me pedía más y más, y la competencia por ser fabuloso en las redes elevaba la vara cada semana con un nuevo personaje que subía nuevas historias en nuevos hoteles y más aeropuertos.

En esa época me pasaron algunas cosas que podrían haber sido señales de que tenía que parar la pelota, aunque no les hice caso. Una vez estaba en vivo en un programa de televisión hablando sobre Pampita cuando empecé a sentir un dolor intenso y a ver todo nublado, a sudar como nunca y a ponerme amarillo. Me quedé así veinte minutos, aguantando el vivo y esperando desesperado un corte, hasta que terminó el programa y caí desplomado en el estudio, como cuando Carmen Barbieri se desmayó en cámara, aunque en mi caso, por suerte, la cámara ya no estaba encendida. Me vinieron a buscar en ambulancia y me llevaron a una clínica medio espantosa del microcentro, donde me hicieron unos análisis y me dijeron que no tenía nada. Al día siguiente, en mi casa, el dolor volvió peor que antes, aunque esta vez tuve la coherencia de tomarme un taxi a mi sanatorio de siempre, donde descubrieron que tenía piedras en el riñón. “El dolor más espantoso del mundo, es como un parto”, diría mi madre después, cuando me vino a buscar a la guardia.

Aquella experiencia de dolor me transportó directamente a la muerte de mi hermana. Mientras me retorcía en el piso sin saber qué demonios tenía y los médicos intentaban inmovilizarme para ponerme el suero, volé hacia otro espacio y dimensión —diez años atrás— a otro sanatorio, a otro mundo donde la que sufría era ella. El olor, la internación y el registro de la enfermedad fueron un viaje en el tiempo hacia esa pesadilla que la fulminó en un año. A partir de ahí, pensé que yo podía ser ella y algo en mí se rompió.

A los tres meses me invitaron a una de esas fiestas geniales de Baron B en el hotel Faena, donde había que ir de smoking y formar parte significaba que realmente pertenecías. Yo, que nunca fui de tomar demasiado y tener episodios de alcoholismo, dejé que la suavidad de ese espumante pasara como agua por mi cuerpo mientras bailaba con otras editoras de revistas, con modelos, actrices e influencers, en una postal instagramera que haría estallar de envidia a todo el mundo.

La foto perfecta de aquella fiesta glamorosa quedó inmortalizada en las redes antes del desastre: volví a casa completamente borracho en el auto de unos amigos que me dejaron en la esquina. Caminé hasta mi edificio como pude y, al llegar a la puerta, me abalancé sobre la pared de ladrillos de vidrio atravesándolo cual Highlander, el último inmortal. El siguiente recuerdo que tengo es mi cuerpo ensangrentado en el palier, los vidrios estallados por todas partes y un pedazo grande del cristal incrustado en mi muslo derecho. Así como estaba, no tuve mejor idea que subir a mi departamento a buscar el carnet del seguro médico, dejando una estela de sangre en el ascensor, en los pasillos y en mi propia casa. No encontré el carnet, y mientras lo buscaba, borracho y en shock, empecé a darme cuenta de que el cuerpo no me respondía, que estaba perdiendo demasiada sangre como para seguir, y en un acto de lucidez inusitada, bajé a la calle y paré un taxi que apareció como un ángel de la mismísima nada, pues eran las tres de la madrugada de un miércoles en una calle poco transitada de Palermo.

Cuando entré al sanatorio, al ver semejante escena, todo el personal se activó para socorrerme. Me empezaron a clavar agujas con anestesia en las piernas y a coser, como podían, para que dejara de sangrar. En otro acto de lucidez, le pedí al médico que fuera cuidadoso con mi cara y me cosiera con “algo invisible”, porque “es mi herramienta de trabajo”. Después, completamente ido por la anestesia, le pregunté “¿Sos gay?” y él, riéndose, me dijo “No, ¿a qué viene la pregunta?”, y yo “Nada, es que sos muy lindo”. La anestesia me ponía más tonto de lo que era, lo que ya es un montón.

Así estuve, con rehabilitación y la pierna inmovilizada por un mes, lamentándome y llorando por perderme un viaje a las Bahamas “a nadar con delfines”, según le describí a mi editora del diario donde había pensado escribir una columna contando la aventura. Esa sección llamada Experiencias, para la que me había tirado en parapente en Río de Janeiro, rodado en una bola inflable en las colinas de Nueva Zelanda, bebido whisky de un pozo en la destilería de Jack Daniel’s en Nashville, aprendido a montar un caballo de polo en las afueras de Inglaterra o esquiado en un volcán en Chile, solo por nombrar algunos ejemplos, acumulaba aventuras de periodistas osados, de viajeros incansables y siempre cancheros que contaban sus andanzas en plan “disfrutá al máximo, travel as much as you can, conquistá el mundo, sé emprendedor, sé exitoso y perfecto, que solo se vive una vez”.

El asunto del accidente no me detuvo.

Terminé con varios cortes menores en todo el cuerpo y uno profundo en la pierna, donde se me había clavado el vidrio gigante, que cortó un poquito de músculo y por algunos centímetros no tocó una de esas arterias cruciales para la circulación que, de haber sido afectada, yo no estaría contando este cuento ahora.

Hice kinesiología durante tres meses hasta que pude volver a flexionar la pierna, y seguí.

Al mes me invitaron a esquiar a Portillo, en Chile, para hacer una crónica de hotelería de lujo en la montaña para la revista. ¿Cómo me lo iba a peder? Era oro en polvo en mi cuenta de Instagram.

Fui con mi amiga Julia, que es fotógrafa y le encanta hacer tomas de paisajes andinos. La cosa es que Julia era muy osada en los Andes y yo todavía me seguía creyendo Highlander, tenía buen dominio de las tablas y estaba dispuesto a darlo todo por una foto que demostrara que la tenía clarísima en el esquí.

Así fue que terminamos explorando el fuera de pista, al borde de la famosa laguna de Portillo, por un sendero finito y perpendicular al agua semicongelada, en donde, si te caías, te morías de hipotermia al instante. Julia alcanzó a sacarme una foto increíble con la laguna del fondo justo antes de que me resbalase y comenzara a caer en picada. Me salvaron los bastones, que logré clavar unos diez metros antes de que la nieve se juntara con el agua y todo se transformara en incontrolables arenas movedizas. Estuve así media hora, mientras Julia intentaba en vano darme instrucciones para que recuperara los esquís y pudiera volver a enclavarme perpendicular a la montaña y avanzar hacia la nieve firme. No pude, estaba en pánico absoluto, imaginando mi cuerpo congelado en el lago, hundido por las pesadas botas de esquí. Hasta llegué a imaginar a la patrulla de rescate y el traslado del cuerpo a Buenos Aires, vi a mi madre llorar desconsolada por haber perdido a otro hijo y me sentí una basura por haberle hecho una cosa así. Pensé todo eso mientras Julia tuvo la valentía de bajar hacia mí arriesgando su vida y, con toda la precisión y la sangre fría de quien nunca pierde los estribos, logró que me pusiera las tablas para ir esquiando despacito, temblando y preso del terror, hasta la base del cerro.

Al llegar, nos abrazamos y lloramos, aunque al día siguiente volví a la montaña, casi sin registro del trauma que acababa de experimentar.

Cuando volví de Chile tuve otro episodio en el riñón: empecé a tener los mismos síntomas que aquella tarde en el canal, aunque más leves. Me asusté y me puse pálido en medio de la presentación de un perfume de Kenzo en el Palais de Glace, pero para no hacer papelones, corrí a tomarme un taxi a la guardia del Mater Dei, donde me tranquilizaron, después de unas horas, con la noticia de que se trataba de arenilla y no piedritas, como la otra vez. Quedé un poco traumado, porque en dos semanas debía viajar a Nueva Zelanda para hacer esa locura de la bola inflable y otras cuestiones de turismo aventura para la sección Experiencias del diario, pero lejos de amedrentarme, seguí el consejo de una amiga infuencer de viajes que, según ella, siempre resultaba en vuelos largos: “un Rivo, una medida de whisky, y así repetís dos o tres veces hasta que la quedás”.

Lo hice, y llegué a Nueva Zelanda completamente dopado.

La cuarta desgracia que me sucedió aquel año nefasto fue saliendo del subte, mientras volvía a casa después de mil horas de cierre en la redacción. Crucé la avenida Santa Fe y, mientras tuiteaba algo que para mí era gracioso, alguna burla o insulto a otro tuitero más tarado que yo, me embistió un colectivo que me dejó tirado en la esquina, rodeado de gente que llamaba al SAME, y después en la guardia del Mater otra vez, aunque en esta oportunidad completamente ileso. Mágicamente, el colectivo me había empujado unos veinte metros, pero no tuve ni un raspón. Al día siguiente me iba por el fin de semana largo a Río con mis dos mejores amigos gays y ningún bondi maldito podría detenerme.

Así vivía.

Cuando pensé que no iba a viajar más hasta el año siguiente, llegó como un regalo del cielo esta maravillosa invitación de Netflix. Con el ticket confirmado, pedí dos días de extensión del pasaje y reservé un par de noches en un hotel con mucha onda en el Meatpack District que tenía suites normales con baño propio y otra opción de habitaciones mini que parecían una celda carcelaria, con baño compartido afuera y una pequeña cama en la que apenas cabía. Eran 70 dólares contra los 400 del cuarto común, y aun así estaría en un hotel canchero en una gran ubicación. “Muchas nuevas y grandes aventuras para mi feed”, analicé, y le di OK a la reserva.

En un rapto de estupidez que hoy no logro acreditar, subí una foto en la Quinta Avenida, lleno de bolsas, con la leyenda “Christmas presents for everyone!”, mientras destrozaba la tarjeta con pavadas inútiles en sale, Made in Bangladesh, que me abarrotaban el placard.

Al día siguiente, mientras visitábamos los sets de la nueva serie de Netflix por la que me habían llevado a Nueva York, empecé a sentir náuseas, dolor de panza y un malestar general que dejé pasar sin prestarle demasiada atención.

Esa noche me mudé al minicuarto del hotel del Meatpack y me puse a ver qué había en Grindr. A cien metros me apareció la foto del diseñador Marc Jacobs, que en 2016 todavía estaba bueno y soltero y para mí era un dios inalcanzable. Obviamente pensé que se trataba de un perfil falso, pero igual le hablé. Y me contestó. Y nos quedamos hablando por ahí hasta que pasamos a WhatsApp y la cosa se tornó casi real, tanto que me propuso ir a su casa, ahí a una cuadra, y yo acepté a riesgo de encontrarme con un viejo mentiroso, un nazi homofóbico que le tiende trampas a los gays desesperados por sexo o un asesino serial de los más tradicionales.

Marc abrió la puerta de su townhouse de tres pisos y caí en la cuenta de que todo era real. Me invitó a pasar, colgó en el lobby mi tapadito de emergencia que había comprado en Forever 21 y me llevó al cuarto, así de una. Se puso a fumar en la cama, vestido con un jogging de Adidas y una remera blanca, y nos quedamos charlando hasta que me quiso besar y me dio asquito por el cigarrillo y porque en realidad no estaba tan bueno como en las fotos. Igual, nos quedamos hablando en la cama como si fuéramos íntimos. Me contó mil anécdotas del mundo de la moda, casi que tomé la cita de Grindr como una entrevista para la revista. Pero tuve que irme porque volví a sentirme mal, volvieron las náuseas y el dolor de panza de la tarde y empecé a asustarme, porque no daba tener una emergencia en la mismísima casa del mismísimo Marc Jacobs.

Salí casi corriendo para el hotel, porque a esa altura ya sentía que me faltaba el aire, que sudaba como si estuviera corriendo una maratón y que el corazón me latía a mil revoluciones por minuto. Así como estaba, entré al cuartito de la claustrofobia y fue peor. Sentí que me transformaba, que no tenía control de mi cuerpo, que estaba cayendo de un precipicio, ingresando a una montaña rusa de oscuridad y angustia. La sensación de terror indescriptible por estar fuera de mi propio cuerpo me generaba más miedo, todo me temblaba y me costaba respirar; no sabía si llamar a la recepción del hotel, al número de Assist Card o ponerme a gritar. Nunca había sentido algo igual. Lo que me estaba pasando sería un camino de ida inolvidable hasta el día de hoy. Estaba teniendo mi primer ataque de pánico.

Y como en un acto de supervivencia, sin saber que el Rivotril sublingual podría atenuar los síntomas en una situación así, me puse a intentar respiraciones largas como en mis clases de yoga, ensayé estiramientos para que el cuerpo dejara de temblarme y terminé entonando mantras de meditación que poco a poco me sacaron de ese estado.

Quedé destruido, temeroso, con secuelas que sigo teniendo presentes, como si un tren entero me hubiera pasado por encima.

Entré, por primera vez, en la dimensión desconocida del pánico.

CAPÍTULO 2

Vete de aquí o vete de mi lado

El psiquiatra no me había recetado antidepresivos, solo Rivotril.

“0,25 a la mañana y así cuatro veces por día, después de cada comida. Con eso vas a andar bien. Y vamos viendo”. También me había recomendado que intentase meditar, que no abandonara el ejercicio físico relajado y que iniciara una psicoterapia tradicional.

Los cuatro Rivos al día me permitieron seguir funcionando. Ya no sentía que me iba a desmayar en la oficina, no se me aceleraba el pulso a mil revoluciones así de la nada, no tenía crisis estomacales que me mandaran corriendo al baño y podía subirme al subte para ir a trabajar. A manejar todavía no me animaba mucho, pensaba que me iba a agarrar un pánico en medio de la autopista o de alguna congestión de tránsito y chau, no la iba a contar. ¿Cómo escapar de una situación así? ¿Adónde ir? ¿Y si me enchufaba un Rivo superpotente para zafar el momento, como hago en los aviones, pero quedaba tan tarado que no tenía reflejos para controlar el volante? Ni en pedo.

Mi mundo, en esos primeros días, empezó a circunscribirse a mi barrio, la oficina y la guardia del Sanatorio Mater Dei, que quedaba a siete cuadras de casa y estaba ahí siempre para socorrerme en caso de que sintiera que me iba a morir. Al principio pensé que dejaría de ir a reuniones sociales, a eventos y cumpleaños. Me imaginaba tirado en la cama todo el día cuando no estaba trabajando, reduciendo al mínimo mis compromisos laborales y evitando las aglomeraciones de gente, los viajes, las presentaciones en público con amigos o colegas con los que pudiera quedar en evidencia que algo en mi organismo andaba mal. El terror a ser estigmatizado como un loco psiquiátrico era más fuerte que la enfermedad en sí. Los cuentos que escuchaba de la directora de tal revista con licencia psiquiátrica, de tal actriz que suspendió tal nota por un ataque de pánico o del tipo que tuvo un brote psicótico en medio de una reunión de marketing me parecían espantosos. Prefería tomarme cien Rivotriles o desaparecer fingiendo un viaje a someterme a semejando humillación.

En mi cuenta de Instagram, mientras tanto, todo marchaba sobre ruedas. El ciclo de perfección entre historias y posteos se mantenía intacto, aun si había pasado el día entero metido en la cama, pensando que sería mejor morir en ese instante a seguir viviendo entre tanta oscuridad. Cada día, por muy mal que estuviera, procuraba subir una foto de cualquier cosa: un viaje de hacía meses, una taza de café, el plato de algún restaurante de moda al que alguna vez había ido, la foto de algún sobrino cachetón, el perrito de mi mamá, una flor o una foto vieja manejando hacia algún lugar interesante. Cualquier boludez, cualquier cosa que demostrara que todo estaba normal, que mi vida seguía funcionando como siempre.

Mi madre, que vivía en estado panicoso desde hacía unos veinte años, se había encargado de decirme que esto era hereditario y para toda la vida, que lamentablemente no se iba con nada, pero que sí se podía aplacar con buena terapia y medicación. ¡Gracias, mamá!

Mi madre, también, me dijo que tenía que parar la pelota, dejar de estar al palo todo el día, abandonar los eventos, mudarme con ella al departamento que teníamos vacío a dos pisos del suyo en San Isidro, insistir con el psiquiatra, tomar la medicación y no viajar por un buen tiempo. “Yo ya no viajo, los aviones me dan pánico, ¿para qué voy a someterme a eso? ¡No tiene sentido!”, razonaba.

Bastó que me tirara toda esa basura para que yo hiciera completamente lo contrario. Si algo quería en la vida era no ser como mis padres. Todo lo que hice sin su consentimiento había funcionado mucho mejor de lo esperado. Haberme dedicado al periodismo en vez de al Derecho aunque se me rieran en la cara, haberme ido de San Isidro aunque mi madre llorase diciendo que la estaba abandonando, no jugar al rugby, no ir al club, estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras en Caballito (lo que implicaba tomar dos colectivos en un viaje de hora y media hasta San Isidro en pleno invierno a las doce de la noche) aunque me dijeran zurdo comunista, tener un novio judío (sí, a ellos les parecía más raro que mi primer novio fuera judío a que fuera otro varón) y ser mega ab

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