El instante antes del impacto

Glòria de Castro

Fragmento

cap-1

Ahora

Fue ese maldito año en que se produjeron todos aquellos suicidios en la compañía de telefonía francesa cuando yo empecé a trabajar en la agencia de publicidad de su filial en Madrid. Sin embargo, lo que estuviese pasando en Francia me parecía tan lejano, tan ajeno a mi vida... Podría empezar contándolo así, al estilo Sylvia Plath, pero aquí terminaría la poesía. Madrid no era Londres, ni Nueva York, ni París. Madrid era una ciudad que me parecía odiosa y fea, y donde los taxis, que apestaban a pies y a boquerones fritos, te obligaban a escuchar las tertulias fachas de la Cope. Pero yo estaba tan ensimismada con el incipiente embarazo que no supe oír las señales. La economía nacional desplomándose, los compañeros de otras agencias siendo despedidos en masa, aquellas chicas en el trabajo comentando a la hora de comer: «El cambio climático no existe», las restricciones de tráfico por polución, el auge de los partidos de extrema derecha. Yo era una isla de hormonas floreciendo y multiplicándose, como en aquellos documentales de National Geographic que mostraban flores de todos los colores eclosionando a cámara rápida. «Firma aquí», me habían dicho. Apretón de manos. Una sonrisa. «Haremos grandes cosas». No les había contado lo del embarazo. Antes de las dieciséis semanas hay muchas posibilidades de perder el feto, es lo que se llama una función higiénica del cuerpo. Sí estaban, de alguna manera, todos esos pensamientos sobre la muerte. A veces, cuando iba al baño, me levantaba de repente para mirar si se me había caído el bebé, en ese esfuerzo de empujar hacia abajo. Me preguntaba qué aspecto tendría un feto de doce semanas, si se parecería más a un gran coágulo de sangre, como una regla muy copiosa, o a un pollito recién nacido sin plumas y con los ojos negros grandes e hinchados. Pensaba en eso y pensaba en la gente que saltaba al vacío desde las ventanas de las oficinas centrales de París. Qué ruido harían los cuerpos al estrellarse contra el suelo. Si sería como un golpe seco o más bien el impacto de algo blando y pesado como un colchón. En los boletines internos nunca publicaron fotos de los muertos aplastados en la acera. Tampoco habría tiempo suficiente para recrearse en las imágenes o grabar vídeos, porque no saltaban de muy arriba. Nada que ver con los que saltaron de las Torres Gemelas. Esas sí que son fotos poéticas. Hombres pájaro con su ropa de oficina. Las americanas al vuelo, como Supermanes del mundo capitalista. Me gustaba mirarlas. La lírica de la caída. Una música de fondo. La «Sarabande» de Haendel. Después fueron censuradas. «No es ético», dijeron. En la oficina también dijeron que no era ético mostrar a la gente que saltaba. Decían: «En los anuncios de telefonía de la empresa hay que mostrar a gente hablando y riendo, feliz». Un empleado se había ahorcado con el hilo de un cable telefónico. Un cable telefónico que fabricaba la misma compañía que decía: «Hay que mostrar a gente que habla por teléfono y es feliz». Ahora, cuando pienso en todos esos años, también me veo a mí misma saltando a cámara lenta. Planeando desde la última planta hasta el suelo, o más abajo incluso, hasta el sótano. El parking. Las cloacas. Quizá todavía estoy cayendo, pero la cámara ha congelado la imagen y estoy flotando en el aire. Mi cuerpo flaco, de cuarenta y nueve kilos, no creo que haga demasiado estruendo al impactar contra el suelo. Allá abajo veo la cocina, el hervidor de agua con la lucecita azul encendida, la taza a punto con la bolsita de manzanilla. Pero ya no estoy en Madrid. Estoy en otro lugar. Un lugar que podría no existir. Un lugar que no importa a nadie. Donde ya no tengo nada que perder. Porque todo, de alguna manera, se ha ido perdiendo durante la caída. El piso en Madrid, el trabajo estable, las promesas consumistas clamando que, con el producto adecuado, tu vida mejorará. Un día dejé de creer en todo eso. Comprendí que todo era mentira. «Compra, sé feliz». Hijos de puta. Fue entonces cuando tomé la decisión de no comprar nada que no fuera esencial para la vida. Ni planes de telefonía, ni zapatos, ni camisetas, ni crema suavizante. «¿Acaso crees que esto va a afectar al sistema?», preguntarían, burlándose. Yo, como esos gorriones diminutos, con mi cuerpo frágil, mi cuerpo flaco, mi cuerpo aire colándose por accidente en el fuselaje de un Boeing 787. Una Sylvia Plath terrorista haciendo explotar el maldito horno repleto de triperóxido de triacetona en pleno Mobile World Congress.

Aquí está mi historia. Mi verdad. La crónica de mi salto.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos