Índice
Portadilla
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Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Agradecimientos
Referencias
Sobre la autora
Créditos
A Margaret, con cariño
Tú me das, tú me das,
ahora me tendrás que besar.
(Cancioncilla infantil)
Colegio Público Pirriwee
¡Donde vivimos y aprendemos a orillas del mar!
¡El colegio Pirriwee es una ZONA SIN ACOSO!
No acosamos.
No aceptamos que nos acosen.
Nunca mantenemos en secreto el acoso.
Tenemos la valentía de denunciarlo si vemos que acosan a nuestros amigos.
¡Decimos NO al acoso!
CAPÍTULO 1
Ese estrépito no suena a concurso de preguntas en el colegio, sino a tumulto —dijo la señora Patty Ponder a Marie Antoinette.
La gata no respondió. Estaba adormilada en el sofá, y los concursos de preguntas y respuestas le parecían un rollo.
—No te interesa, ¿eh? ¡Que coman pasteles! ¿Es eso lo que estás pensando? Se atiborran de pasteles, ¿a que sí? Pasteles por todas partes. Dios mío. Aunque no creo que ninguna madre los pruebe. Son todas flacas y esbeltas. Igual que tú.
Marie Antoinette sonrió por el cumplido. Lo de «que coman pasteles» había pasado de moda hacía mucho, y recientemente había oído decir a un nieto de la señora Ponder que en realidad debía de ser «que coman brioches», y también que María Antonieta no lo había dicho jamás.
La señora Ponder tomó el mando a distancia y bajó el volumen de Dancing with the Stars. Lo había subido antes por el ruido de un chaparrón, pero ahora ya no era más que llovizna.
Le llegaba el griterío de la gente. Voces airadas rasgaban el aire silencioso y frío de la noche. A la señora Ponder le resultaba extrañamente doloroso oírlas, como si todo aquel furor se dirigiera contra ella. (La señora Ponder se había criado con una madre colérica).
—Dios mío. ¿Pues no están discutiendo por la capital de Guatemala? ¿Sabes cuál es? ¿No? Yo tampoco. Tendremos que googlear. No me hagas burla.
Marie Antoinette olisqueó el aire.
—Vamos a ver qué pasa —dijo la señora Ponder muy decidida.
Se estaba poniendo nerviosa y eso la llevaba a actuar resueltamente delante de la gata, como había hecho en otro tiempo delante de sus hijas cuando su marido no estaba en casa y se oían ruidos raros por la noche.
La señora Ponder se puso en pie apoyándose en el andador. Marie Antoinette deslizó con suavidad su escurridizo cuerpo entre las piernas de la señora Ponder (los procederes enérgicos no iban con ella), mientras su dueña empujaba el andador por el pasillo hacia la parte de atrás de la casa.
Su cuarto de costura daba directamente al patio del colegio Pirriwee.
«¿Estás loca, mamá? No puedes vivir pegada a un colegio de primaria», le había dicho su hija la primera vez que la señora Ponder habló de comprar la casa.
Pero a ella le encantaba oír el bullicioso murmullo de las voces de los niños a intervalos a lo largo del día y, como ya no conducía, le traía sin cuidado que la calle estuviera atascada de esos coches grandes como camiones que tiene todo el mundo hoy en día, con mujeres parapetadas tras grandes gafas de sol, apoyadas en el volante y transmitiendo a gritos informaciones terriblemente urgentes sobre el ballet de Harriette y la sesión de logopedia de Charlie.
Hoy en día las madres se toman muy en serio su cometido. Con esos rostros tensos. Esos ágiles traseros contoneándose por el colegio con la ropa ceñida del gimnasio. El balanceo de las coletas de caballo. La mirada clavada en el móvil que llevan en la palma de la mano como una brújula. A la señora Ponder le entraba la risa. Cariñosa, claro. Sus tres hijas, aunque eran mayores, eran exactamente iguales. Y todas muy guapas.
—¿Cómo estáis esta mañana? —decía siempre al paso de las madres si estaba en el porche con una taza de té o regando el jardín.
—¡Con mucho lío, señora Ponder! ¡Sin parar! —respondían siempre al pasar tirando del brazo de sus hijos. Eran agradables, cordiales e inevitablemente un poco condescendientes. ¡Ella tan mayor y ellas tan ocupadas!
Los padres, y cada vez iban siendo más los que llevaban a sus hijos al colegio, eran diferentes. No solían ir deprisa, pasaban por delante con calculada despreocupación. No era para tanto. Todo estaba bajo control. Ese era el mensaje. La señora Ponder también se reía cariñosamente de ellos.