El origen de la alegría

Pablo Ramos

Fragmento

Tres mujeres, pensé. Tres mujeres desconocidas que seguramente guardo en la memoria. Tres rasgos de cada una de ellas; y entonces ella, otra vez, entre nosotros. Ella frente a mí. Ella mirándome. Ella acariciándome la cabeza. Ella diciéndome “tranquilo, cachorrito, tranquilo”.

Parado frente a la ruleta automática del casino del Hipódromo de Palermo fue que lo pensé. Y nomás lo pensé, lo entendí. Y supe que debía apostarlo todo al cero. Y nomás le aposté todo al cero, también supe que acababa de inventarme el entendimiento: otro invento vacío en el vacío de aquellos dos últimos meses de aquellos dos últimos años. Pero el cero iba a venir: tenía que venir. El no-número que imaginaron los árabes y que en nada modifica al número mágico de la rueda de Pascal. Ese es el que iba a venir. Ese era el que ya venía.

El salón de juegos mayor estaba muy por debajo de su capacidad; y al ser tan desmedidamente grande, uno podía jugar sintiéndose en una soledad relativa. Generalmente un jugador se siente solo frente al paño de la ruleta, aunque sea un paño de lamparitas de neón; pero ese nunca es el caso si viene ganando. La buena racha es un radiador de automóvil que hace que a uno se le peguen todos los bichos de la ruta. Y yo estaba de buena racha, de racha inmejorable, y por suerte solo tenía a mi lado a un único jugador que parecía no haberse dado cuenta de esa condición. Un jugador enloquecido de enfermedad, de esos que usan pañales Plenitud o Nonino para no perder tiempo yendo al baño; como si desconocieran que el tiempo no es lo más valioso que se pierde en un lugar así. El hombre apostaba fuerte y perdía. Perdía y perdía. Perdía sin pausa. Se le notaba en la mirada, también perdida, en el perfil acaranchado cada vez que fruncía la boca juntando un bigote finito y amarillento con los orificios de la nariz, se le notaba, digo, su imperiosa necesidad de ganar. No se daba cuenta, como yo no me había dado cuenta tantas veces en ese mismo lugar, de que uno va al casino a perder, que solo cuando pierde todo es que uno se vuelve sereno al sereno suicidio de su casa, si es que aún le queda casa.

Yo ganaba y tenía que estar atento a mi entorno, casi paranoico, ya que me había fabricado un nuevo divertimento al autoexcluirme de todos los casinos de Buenos Aires al declararme jugador compulsivo, para luego tratar de entrar por medios clandestinos. Y si bien la vigilancia no era muy difícil de burlar, cuando ganaba mucho, indefectiblemente, aparecían los patovicas y me sacaban a la calle. En esos casos ni siquiera me pagaban las jugadas ni me devolvían el dinero inicial que había apostado. Pero en esos últimos meses yo contaba con un aliado invencible: Alfredo, mi amigo paraguayo, el único amigo real que me quedaba y que había conseguido trabajo de lugarteniente de seguridad en ese mismo local. Con su ayuda y una coima generosa yo lograba eludir esos inconvenientes. Tan solo se complicaba con unos pocos moralistas cuando estaban de turno, pero con muy pocos.

De golpe una voz en los altoparlantes nos daba la gran noticia al mismo tiempo que las camareras empezaban a recorrer los puestos de juego reforzando el mensaje, aclarando que era una “ordenanza gubernamental”. Repetían lo que a mi entender es la mejor versión ludópata de El cuervo, de Edgard Allan Poe, que se haya oído jamás: “Hagan su última apuesta, señores”, y el cuervo dijo en mi cabeza, otra vez, “never more”.

Era claro que el nuevo presidente se había decidido a declarar una cuarentena obligatoria por el brote de un virus del cual tan solo se sabía que era chino. Ni siquiera si era chino de China o de supermercado chino. La cuarentena entraría en vigencia desde las ocho de esa misma mañana. Una pandemia más que nos afectaba a todos por igual. Otra vez, por octava, novena o décima vez en la triste y belicosa historia de la humanidad. Una pandemia independiente de las pandemias económicas que acostumbran orquestar los poderosos del mundo venía a recordarnos la fragilidad de nuestra existencia hipócrita.

Al escuchar el altoparlante mi compañero de ruleta comenzó a predicar una homilía apocalíptica para nada despreciable. Fue alzando el volumen de voz hasta que algunas de las camareras y algunos de los habitantes de ese purgatorio de tragos mal servidos, vasos descartables y excesivo neón multicolor, se sintieran visiblemente intimidados.

—Es el virus de la Justicia Divina —gritó el dueño del meollo, luego se ajustó el pañal que le asomaba por los cuatro costados y se puso las alas blancas dentro del pantalón.

Tuvo un instante de introspección y después siguió alegando a los gritos que este virus venía a meternos a todos en el “pozo gusanero”; porque el universo ya estaba harto de la humanidad a la cual “le había tenido demasiada paciencia”. En un momento dejó de gritar y le entró a las patadas a la ruleta electrónica en la cual los dos estábamos apostando. No pudo terminar que llegaron los grandotes y lo sacaron del forro del saco directo a la calle. Lo imaginé cuesta abajo en su rodada, pañal mojado, bolsillos secos, remordiendo una decena de razones irrefutables en las que nadie iba a interesarse jamás.

Una de las camareras se me acercó por detrás y me susurró al oído y muy dulcemente la amarga letanía que junto a sus compañeras venía rezando. Me sopló un poquito de aliento tibio en la nuca y la cañita mojarrera se me levantó al instante. Ella se quedó un momento detrás de mí, y casi me doy vuelta para mostrarle el milagro pero me di cuenta de que tan solo estaba esperando una señal mía que le confirmara que había entendido, y que iba a acatar la orden. Asentí con una leve sacudida de cabeza y le puse todo al cero.

—Verde que te quiero verde —dije, e hice girar la maquinita.

En silencio para el inframundo le pedí a mi Dios, el que es justo y necesario, que se llevase todo o me lo diera todo.

—Hágase Tu voluntad, Señor —dije hipnotizado, la mirada atenta en la máquina.

—Si me toca todo prometo dar más que todo —dije—. Prometo dar todo eso que no tengo, prometo dar todo eso que nunca tendré; prometo prometer promesas imposibles de cumplir para después dedicarle la vida a cumplir lo imposible —también dije—, prometo soltar esta vida de mierda y dedicarme a algo que valga la pena. Tanta pena, Señor, tanta pena.

Pero como siempre me pasa, al mismo tiempo que esas plegarias verdaderas y respetuosas salían de mi boca, un sinfín de oraciones apócrifas chisporroteaban en mi mente como refucilos en un cielo tormentoso. Subiendo desde el culo hacia mi cabeza, algo así como el camino inverso de un pedo: un pedo del inconsciente, o un inconsciente al pedo. Doy algunos ejemplos:

San Roque San Roque, que este Cero sí me toque.

San Blas San Blas, ayúdame con un Cero y te vas.

San Perón San Perón, ayuda a mi corazón.

¿San Blas San Blas, por qué no me hablás? ¿O nada que ver con el santo?

Cosas por el estilo. Cosas blasfemas por lo estúpidas. Pero que ahí estaban, mientras el tiempo se hacía de chicle; y como yo masco más v

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