Volverás a Alaska

Kristin Hannah

Fragmento

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1

Aquella primavera la lluvia caía en ráfagas torrenciales que se abatían con estruendo sobre los tejados. El agua se abría camino en el interior de las grietas más pequeñas y socavaba los cimientos más robustos. Terrenos que durante generaciones habían permanecido inalterables caían como escombros sobre las carreteras, llevándose con ellos casas, coches y piscinas. Se desplomaban árboles que se estrellaban contra los cables de la luz. La electricidad se había cortado. Los ríos inundaban sus orillas, invadían patios, destrozaban casas. Gentes que se querían empezaban a gritarse y surgían peleas a medida que el nivel del agua subía y la lluvia continuaba.

Leni también estaba nerviosa. Era la nueva del instituto, solo un rostro entre la multitud; una muchacha de pelo largo con la raya al medio, sin amigos y que iba caminando sola a la escuela.

Ahora estaba sentada en su cama, con sus delgaduchas piernas recogidas contra su pecho plano y un ejemplar manoseado de La colina de Watership abierto a su lado. A través de las finas paredes de la casa, oía a su madre decir: «Ernt, cariño, no, por favor. Oye...», y la furiosa respuesta de su padre: «Déjame en paz de una maldita vez».

Otra vez estaban igual. Discutiendo. Gritando.

Pronto se oirían llantos.

Este tiempo sacaba lo más oscuro de su padre.

Leni miró el reloj que había junto a su cama. Si no salía ya iba a llegar tarde a clase y lo único peor que ser la nueva del instituto era llamar la atención. Había aprendido esa lección por las malas. En los últimos cuatro años había ido a cinco escuelas. Ni una sola vez había encontrado el modo de integrarse de verdad, pero seguía teniendo una tenaz esperanza. Respiró hondo, extendió las piernas y se levantó de la cama. Se movió con cautela por su habitación desnuda, bajó al vestíbulo y se detuvo en la puerta de la cocina.

—Maldita sea, Cora —dijo papá—. Ya sabes lo difícil que me resulta.

Mamá dio un paso hacia él y extendió una mano.

—Necesitas ayuda, cariño. No es culpa tuya. Las pesadillas...

Leni se aclaró la garganta para llamar su atención.

—Hola —saludó.

Papá la vio y se apartó de mamá. Leni vio lo cansado que parecía, lo derrotado.

—Yo... tengo que irme al instituto —añadió Leni.

Mamá metió la mano en el bolsillo superior de su uniforme rosa de camarera y sacó su paquete de cigarrillos. Parecía cansada. Había trabajado en el último turno de la noche y hoy tenía el de mediodía.

—Pues vete, Leni. No vayas a llegar tarde. —Su voz sonaba calmada y tierna, tan delicada como era ella.

Leni tenía miedo de quedarse y miedo de marcharse. Resultaba raro —incluso estúpido—, pero, a menudo, se sentía la única adulta de su familia, como si fuera el lastre que mantenía estable el destartalado barco de los Allbright. Mamá estaba sumida en una continua misión de «buscarse» a sí misma. Durante los últimos años, había probado con los Seminarios de Entrenamiento Erhard y el movimiento del potencial humano, la formación espiritual, el unitarismo. Incluso el budismo. Había pasado por todos, seleccionando cosas de unos y de otros. Sobre todo, pensó Leni, mamá había llegado con camisetas y lemas. Cosas como «Lo que es, es, y lo que no es, no es». Ninguno parecía servir de mucho.

—Vete —dijo papá.

Leni cogió su mochila de la silla que estaba junto a la mesa de la cocina y se dirigió hacia la puerta de la calle. Cuando la cerró al salir, oyó cómo volvían a empezar.

—Maldita sea, Cora...

—Por favor, Ernt, escúchame...

No siempre había sido así. Al menos, eso era lo que decía mamá. Antes de la guerra habían sido felices, cuando vivían en un camping de caravanas de Kent y papá tenía un buen trabajo de mecánico y mamá se reía todo el rato y bailaba al son de Piece of my heart mientras preparaba la cena. (De esos años, mamá bailando era lo único que Leni recordaba).

Después, reclutaron a papá, se fue a Vietnam, le pegaron un tiro y le capturaron. Sin él, mamá se desmoronó. Fue entonces cuando Leni fue consciente por primera vez de la fragilidad de su madre. Durante un tiempo, ella y mamá fueron a la deriva, pasando de un trabajo a otro y de ciudad en ciudad hasta que, por fin, encontraron un hogar en una comuna de Oregón. Allí se ocupaban de colmenas y hacían bolsitas con lavanda para vender en los mercadillos y se manifestaban contra la guerra. Mamá cambió su personalidad lo suficiente para integrarse.

Cuando papá volvió por fin a casa, Leni apenas le reconocía. El apuesto y sonriente hombre de sus recuerdos se había convertido en una persona de carácter inestable, que se enfadaba con facilidad y que se mostraba distante. Al parecer, todo en la comuna le resultaba odioso, así que se mudaron. Después, se mudaron otra vez. Y otra. Nada salía nunca como él quería.

No podía dormir ni tampoco conservar ningún empleo, aunque mamá jurara que era el mejor mecánico del mundo.

Era por eso por lo que discutían él y mamá esa mañana: a papá le habían vuelto a despedir.

Leni se levantó la capucha. De camino al instituto, atravesó manzanas de casas bien cuidadas, rodeó un bosque oscuro (mantente alejada de ahí), pasó por la hamburguesería A&W donde los chicos del instituto se juntaban los fines de semana, y por una gasolinera, donde una fila de coches esperaba a repostar por catorce centavos el litro. Ese era uno de los motivos por los que todos andaban furiosos últimamente: los precios de la gasolina.

Por lo que Leni sabía, todos los adultos, en general, estaban nerviosos últimamente y no le extrañaba. La guerra de Vietnam había dividido al país. Los periódicos sacaban malas noticias a diario: atentados de la organización radical de los Weathermen o del IRA; aviones secuestrados; el secuestro de Patty Hearst. La matanza en los Juegos Olímpicos de Múnich había dejado pasmado a todo el mundo, lo mismo que el escándalo del Watergate. Y recientemente, varias chicas de instituto habían empezado a desaparecer en el estado de Washington sin dejar rastro. Era un mundo peligroso.

Habría dado lo que fuera por tener un amigo de verdad en ese momento. Necesitaba tener a alguien con quien hablar.

Por otra parte, no servía de mucho hablar de sus preocupaciones. ¿Qué sentido tenía la confesión?

Desde luego, papá perdía los estribos a veces y gritaba y nunca tenían suficiente dinero y tenían que mudarse todo el tiempo para alejarse de los acreedores, pero así era como funcionaban. Y se querían.

Pero, a veces, sobre todo en días como ese, Leni tenía miedo. Le parecía como si su familia estuviese colocada en el borde de un enorme precipicio que podía venirse abajo en cualquier momento, desmoronado como las casas que se derrumbaban en las laderas inestables y anegadas de Seattle.

Después de clase, Leni regresó caminando a casa bajo la lluvia, sola.

Su casa estaba situada en medio de una calle sin salida, en una parcela menos cuidada que el resto: una casa de una planta de fachada marrón corteza, con m

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