Como de la familia

Paolo Giordano

Fragmento

9788415630906-4

La señora A.

El día en que cumplí treinta y cinco años, la señora A. renunció de repente a la terquedad que, en mi opinión, la definía más que cualquier otra característica y, tendida en una cama que parecía exagerada para su cuerpo, abandonó por fin el mundo que conocemos.

Aquella mañana había ido al aeropuerto a recoger a Nora, que regresaba de un breve viaje de trabajo. Aunque estábamos en pleno mes de diciembre, el invierno se retrasaba, y las monótonas llanuras que había a los lados de la autopista palidecían bajo una fina capa de niebla, en un remedo de la nieve que no se decidía a caer. Nora cogió el teléfono y no habló mucho, se dedicó sobre todo a escuchar.

—Entendido, muy bien, el martes, sí —dijo en un momento dado, y luego añadió una de esas frases que nos proporciona la experiencia para poner remedio, cuando surge la necesidad, a la falta de palabras adecuadas—: Puede que haya sido lo mejor.

Me metí en la siguiente área de servicio para que pudiera bajar del coche y caminar sola hasta un punto indeterminado del aparcamiento. Lloraba quedamente, cubriéndose la cara con la mano derecha ahuecada para taparse la boca y la nariz. Entre las innumerables cosas que he descubierto de mi mujer en diez años de matrimonio está el vicio de aislarse en los momentos de dolor. Se vuelve inaccesible en un abrir y cerrar de ojos, no permite que nadie la consuele, y me obliga a quedarme allí plantado, espectador inútil de su sufrimiento; es una reticencia que alguna vez he confundido con la falta de generosidad.

Durante el resto del trayecto conduje más despacio, me pareció una forma razonable de mostrar respeto. Hablamos de la señora A., evocando alguna que otra anécdota del pasado, aunque por lo general no se trataba de auténticas anécdotas (no teníamos ninguna protagonizada por ella), a lo sumo de costumbres, costumbres tan arraigadas en nuestra vida familiar que las considerábamos legendarias: la puntualidad con la que todas las mañanas nos ponía al tanto del horóscopo que había oído por la radio mientras nosotros aún dormíamos; aquella forma de apropiarse de determinadas zonas de la casa, en especial de la cocina, hasta tal punto que nos daba por pedirle permiso para abrir nuestra propia nevera; las máximas con las que ponía freno a lo que, según ella, eran complicaciones inútiles que creábamos los jóvenes; su paso marcial, masculino, y también su tacañería incorregible.

—¿Te acuerdas de aquella vez que nos olvidamos de dejarle el dinero de la compra? Vació el tarro de la calderilla y aprovechó hasta el último céntimo.

Después de unos minutos de silencio, Nora añadió:

—Pero... ¡qué mujer nuestra Babette! Siempre presente. Esta vez incluso ha esperado a mi vuelta.

No quise señalar que acababa de excluirme sin más del esquema general de las cosas, y tampoco tuve el valor de confesarle lo que estaba pensando en aquel preciso instante: que la señora A. había esperado al día de mi cumpleaños para dejarnos. En realidad, los dos estábamos fabricándonos un pequeño consuelo personal. Ante la muerte de alguien cercano, no nos queda sino inventar atenuantes, atribuir al difunto un último detalle de cortesía que quiso reservar precisamente para nosotros, disponer las coincidencias de acuerdo con un plan que les dé sentido. Sin embargo, hoy, con la frialdad inevitable que otorga la distancia, me cuesta creer que de verdad sucediera así. El sufrimiento había alejado a la señora A. de nosotros, de todo el mundo, mucho antes de aquella mañana de diciembre; la había empujado a andar hasta un rincón apartado del mundo (igual que Nora se había alejado de mí en el área de servicio de la autopista), desde donde nos daba la espalda a todos.

La llamábamos así, Babette. El apodo nos gustaba porque sugería cierto grado de pertenencia, y a ella también porque era del todo suyo y parecía una caricia, con esa cadencia francesa. Creo que Emanuele no llegó a entender qué significaba, puede que un día se tropiece con el cuento de Karen Blixen, o más probablemente con la película, y entonces ate cabos. No obstante, aceptó de buen grado que la señora A. se convirtiera en Babette a partir de un momento determinado, su Babette, y sospecho que relacionaba el mote con las babuchas, por la coincidencia de las primeras letras; las babuchas que se ponía su niñera nada más entrar en casa, como primerísimo gesto, y que volvía a dejar perfectamente alineadas junto al arcón del vestíbulo al terminar la jornada. Cuando un día, tras percatarse del estado lamentable de las suelas, Nora le compró unas babuchas nuevas, las confinó al trastero y nunca las utilizó. Así era ella, jamás modificaba nada, más bien se oponía a los cambios en cuerpo y alma, y, aunque su tozudez resultara cómica, a veces incluso tonta, no puedo negar que nos gustaba. En nuestra vida, en la vida de Nora, Emanuele y mía, que por aquel entonces parecía revolucionarse a diario y se tambaleaba peligrosamente al viento como una planta joven, la señora A. era un elemento fijo, un refugio, un árbol viejo de tronco tan ancho que no había forma de rodearlo con tres pares de brazos.

Se transformó en Babette un sábado de abril. Emanuele ya hablaba, pero todavía se sentaba en la trona, así que debió de suceder hace cinco o quizá seis años. La señora A. había insistido durante meses para que fuéramos a comer a su casa al menos una vez. Nora y yo, expertos en declinar las invitaciones que olieran, aunque fuera levemente, a reunión familiar, nos habíamos escaqueado en repetidas ocasiones, pero ella no se desanimaba y todos los lunes llegaba dispuesta a convocarnos de nuevo para el fin de semana siguiente. Acabamos por rendirnos. Fuimos en coche hasta Rubiana en un estado de extraña concentración, como preparándonos para hacer algo poco espontáneo que fuera a requerir un gran esfuerzo. No estábamos acostumbrados a sentarnos a la mesa con la señora A. Aún no. A pesar del trato cotidiano, pervivía entre nosotros una relación implícitamente jerárquica según la cual, a lo sumo, mientras comíamos y hablábamos de nuestras cosas ella se quedaba allí de pie, ocupada en algo. Incluso es posible que por aquel entonces todavía no nos tuteáramos.

—Rubiana —dijo Nora, observando perpleja la colina cubierta por el bosque—. Imagínate pasar toda la vida aquí.

Visitamos el piso de tres habitaciones en el que transcurría la solitaria viudez de la señora A. y nos deshicimos en cortesías exageradas. La información que teníamos sobre su pasado era escasa (Nora conocía apenas algún detalle más que yo) y, al no poder atribuir un sentido afectivo a lo que veíamos, el ambiente nos pareció ni más ni menos que el de una casa de una pomposidad inútil, un poco kitsch y muy limpia. La señora A. había puesto la mesa redonda del cuarto de estar impecablemente, con la cubertería de plata alineada sobre un mantel de flores y unas pesadas copas de borde dorado. El almuerzo en sí, pensé, parecía un pretexto para justificar la existencia de aquella vajilla, que a todas luces llevaba años sin usarse.

Nos sedujo con un menú estudiado para ofrecer una síntesis de nuestras preferencias: sopa de farro y lentejas, chuletas en escabeche, hinojo gratinado con una bechamel ligerísima y también una ensalada de hojas de girasol cogidas por ella misma, picadas muy finas y aliñadas con mostaza y vinagre. Aún tengo pre

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