La habitación

Jonas Karlsson

Fragmento

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2

Dos semanas antes había empezado a trabajar en mi nuevo puesto de funcionario, y en muchos sentidos seguía sien­do un novato. Sin embargo, desde un principio me limité a hacer sólo las preguntas imprescindibles. Quería convertirme en una persona digna de tener en cuenta tan rápido como fuera posible.

En mi antiguo puesto estaba acostumbrado a ser de los que llevan la voz cantante. No era jefe, ni siquiera tenía personas a mi cargo, pero sí que de vez en cuando era capaz de reprender a los demás. No siempre era apreciado, pues no soy el típico adulador ni de los que dicen amén a todo, pero la gente me trataba con cierto respeto y deferencia, incluso con admiración. Tal vez con una pizca de adulación. Estaba decidido, en la medida de lo posible, a alcanzar la misma po­sición en mi nuevo puesto.

En realidad, lo de ascender no fue idea mía. En mi anterior trabajo estaba muy a gusto y me sentía cómodo con las rutinas, pero, sea como fuere, el puesto se me había quedado pequeño y arrastraba la sensación de estar realizando una tarea muy por debajo de mis capacidades, además de que, como ya he dicho, no siempre coincidía con mis compañeros.

Al final, mi antiguo jefe vino, me rodeó los hombros con un brazo y dijo que era hora de encontrar una solución mejor. Me preguntó si no me parecía el momento de dar un paso adelante. «Move on», así lo dijo, y señaló hacia arriba para mostrarme la dirección que debía tomar mi carrera. Juntos contemplamos diversas alternativas.

Tras un tiempo de reflexión, y tras considerarlo mucho, me decidí, previa consulta con mi antiguo jefe, por el nuevo departamento creado en la Dirección General, y, después de algún que otro contacto con los responsables, mi traslado tuvo lugar sin demasiados contratiempos. El sindicato lo aceptó y no puso las pegas habituales. Mi antiguo jefe y yo lo celebramos con una copa de sidra sin alcohol en su despacho y él me deseó toda la suerte del mundo.

El mismo día que caían los primeros copos de nieve sobre Estocolmo, cargado con mis cajas, subí los escalones y entré en el vestíbulo del gran edificio de ladrillo visto. La recepcionista me sonrió. Me cayó bien al instante. Tuvo que ver con sus maneras. Enseguida supe que había llegado al lugar idóneo. Enderecé la espalda al tiempo que la palabra «éxito» cruzaba mi mente. «Una oportunidad», pensé. Por fin florecería hasta alcanzar mi pleno potencial. Me convertiría en quien siempre había querido ser.

El nuevo puesto no estaba mejor pagado. De hecho, al contrario, representaba un leve retroceso en cuanto a horario flexible y vacaciones. Además, me vi obligado a compartir mesa en medio de una oficina abierta, sin mamparas de separación. No obstante, rebosaba entusiasmo y ganas de construirme una plataforma personal desde la que dar un paso adelante cuanto antes.

Elaboré una estrategia. Por la mañana llegaba media hora antes que los demás y cada día cumplía un horario propio: cincuenta y cinco minutos de trabajo intenso seguidos de cinco minutos de descanso, incluidas las pausas para ir al baño. Evitaba toda confraternización innecesaria. Solicitaba y me llevaba a casa documentos de decisiones estratégicas anteriores a fin de estudiar su lenguaje y, de esa manera, ir familiarizándome con la terminología al uso. Dedicaba las noches y los fines de semana a leer acerca de estructuras jerárquicas y a investigar qué vías de comunicación informales existían en el departamento.

Todo ello, con el propósito de ponerme al día y procurarme de manera rápida y ágil una pequeña pero decisiva ventaja sobre mis colegas, ya familiarizados con el lugar de trabajo y sus condiciones.

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Compartía mesa con HÃ¥kan, que llevaba patillas y tenía unas ojeras profundas. Él me echó una mano con diversos detalles de índole práctica. Hizo las veces de guía, me facilitó diversos folletos y me envió por correo electrónico docu­mentos con todo tipo de información. Para él fue un cambio estimulante en su rutina, una oportunidad para escaquearse de sus tareas, pues no cesaba de venirme con nuevos asuntos que a su entender me interesarían. Podían guardar relación con el trabajo, con nuestros compañeros o con algún buen restaurante cercano donde almorzar. Pasado cierto tiempo me vi obligado a advertirle que también yo tenía derecho a atender mi trabajo sin ser interrumpido cada cinco mi­nutos.

—Cálmate, ¿vale? —le solté cuando apareció con otro folleto para reclamar mi atención—. ¿Podrías tranquilizarte un poco?

Se tranquilizó al momento y se volvió bastante más cauteloso, seguramente molesto con que le hubiese dejado las cosas claras desde el principio. Es probable que casara mal con la imagen de un recién llegado, pero muy bien con la reputación de persona ambiciosa y exigente que pretendía labrarme.

Poco a poco fui conociendo el perfil de mis vecinos más próximos, su carácter y el escalafón que ocupaban en la jerarquía. Al otro lado de Håkan se sentaba Ann, una mujer de unos cincuenta años. Parecía bastante competente y ambiciosa, pero también el tipo de persona que cree saberlo todo y quiere tener la razón siempre. A ella acudían los compañeros cuando no se atrevían a hablar con el jefe.

Al lado de su ordenador tenía un dibujo infantil enmarcado. Un sol que se ponía en el mar. Pero detrás del sol, en el horizonte, asomaban masas de tierra por ambos lados, lo que obviamente es imposible. Supongo que tenía un valor sentimental para ella, por mucho que su contemplación no fuera agradable para los demás.

Enfrente de Ann se sentaba Jörgen. Corpulento y fornido, pero carente del agudo intelecto de ella. Sobre su mesa y pegadas con celo a su ordenador había notas jocosas y postales, cosas ajenas al trabajo que indicaban predilección por lo banal. Cada cierto tiempo le susurraba algo a Ann, que gritaba «Pero ¡Jörgen!», como si le hubiera contado un chiste verde. Había cierta diferencia de edad entre ellos. Calculé que unos diez años.

Más allá de ellos se sentaba John, un señor taciturno de unos sesenta años que llevaba la contabilidad de los viajes de trabajo, y a su lado una mujer que al parecer se llamaba Lisbeth. No estaba seguro, pero no pensaba preguntárselo. De todos modos, ella nunca se presentó.

Éramos veintitrés personas y casi todos tenían un biombo o alguna clase de pequeño tabique alrededor de su mesa de trabajo. Sólo Håkan y yo estábamos sentados en medio de la sala, totalmente expuestos. Håkan dijo que pronto nos pondrían un biombo a nosotros también, pero yo le contesté que no importaba.

—No tengo nada que ocultar —añadí.

Poco a poco fui encontrando mi ritmo durante los períodos de cincuenta y cinco minutos y cierta fluidez en el trabajo. Me esforzaba por cumplir mi horario y no dejarme interrumpir en medio de un período, fuera para tomar un café, charlar, hacer una llamada telefónica o ir al baño. A veces me entraban ganas de orinar a los cinco minutos, pero procuraba aguantar hasta la pausa. Qué bÃ

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