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Dos semanas antes habÃa empezado a trabajar en mi nuevo puesto de funcionario, y en muchos sentidos seguÃa siendo un novato. Sin embargo, desde un principio me limité a hacer sólo las preguntas imprescindibles. QuerÃa convertirme en una persona digna de tener en cuenta tan rápido como fuera posible.
En mi antiguo puesto estaba acostumbrado a ser de los que llevan la voz cantante. No era jefe, ni siquiera tenÃa personas a mi cargo, pero sà que de vez en cuando era capaz de reprender a los demás. No siempre era apreciado, pues no soy el tÃpico adulador ni de los que dicen amén a todo, pero la gente me trataba con cierto respeto y deferencia, incluso con admiración. Tal vez con una pizca de adulación. Estaba decidido, en la medida de lo posible, a alcanzar la misma posición en mi nuevo puesto.
En realidad, lo de ascender no fue idea mÃa. En mi anterior trabajo estaba muy a gusto y me sentÃa cómodo con las rutinas, pero, sea como fuere, el puesto se me habÃa quedado pequeño y arrastraba la sensación de estar realizando una tarea muy por debajo de mis capacidades, además de que, como ya he dicho, no siempre coincidÃa con mis compañeros.
Al final, mi antiguo jefe vino, me rodeó los hombros con un brazo y dijo que era hora de encontrar una solución mejor. Me preguntó si no me parecÃa el momento de dar un paso adelante. «Move on», asà lo dijo, y señaló hacia arriba para mostrarme la dirección que debÃa tomar mi carrera. Juntos contemplamos diversas alternativas.
Tras un tiempo de reflexión, y tras considerarlo mucho, me decidÃ, previa consulta con mi antiguo jefe, por el nuevo departamento creado en la Dirección General, y, después de algún que otro contacto con los responsables, mi traslado tuvo lugar sin demasiados contratiempos. El sindicato lo aceptó y no puso las pegas habituales. Mi antiguo jefe y yo lo celebramos con una copa de sidra sin alcohol en su despacho y él me deseó toda la suerte del mundo.
El mismo dÃa que caÃan los primeros copos de nieve sobre Estocolmo, cargado con mis cajas, subà los escalones y entré en el vestÃbulo del gran edificio de ladrillo visto. La recepcionista me sonrió. Me cayó bien al instante. Tuvo que ver con sus maneras. Enseguida supe que habÃa llegado al lugar idóneo. Enderecé la espalda al tiempo que la palabra «éxito» cruzaba mi mente. «Una oportunidad», pensé. Por fin florecerÃa hasta alcanzar mi pleno potencial. Me convertirÃa en quien siempre habÃa querido ser.
El nuevo puesto no estaba mejor pagado. De hecho, al contrario, representaba un leve retroceso en cuanto a horario flexible y vacaciones. Además, me vi obligado a compartir mesa en medio de una oficina abierta, sin mamparas de separación. No obstante, rebosaba entusiasmo y ganas de construirme una plataforma personal desde la que dar un paso adelante cuanto antes.
Elaboré una estrategia. Por la mañana llegaba media hora antes que los demás y cada dÃa cumplÃa un horario propio: cincuenta y cinco minutos de trabajo intenso seguidos de cinco minutos de descanso, incluidas las pausas para ir al baño. Evitaba toda confraternización innecesaria. Solicitaba y me llevaba a casa documentos de decisiones estratégicas anteriores a fin de estudiar su lenguaje y, de esa manera, ir familiarizándome con la terminologÃa al uso. Dedicaba las noches y los fines de semana a leer acerca de estructuras jerárquicas y a investigar qué vÃas de comunicación informales existÃan en el departamento.
Todo ello, con el propósito de ponerme al dÃa y procurarme de manera rápida y ágil una pequeña pero decisiva ventaja sobre mis colegas, ya familiarizados con el lugar de trabajo y sus condiciones.
3
CompartÃa mesa con HÃ¥kan, que llevaba patillas y tenÃa unas ojeras profundas. Él me echó una mano con diversos detalles de Ãndole práctica. Hizo las veces de guÃa, me facilitó diversos folletos y me envió por correo electrónico documentos con todo tipo de información. Para él fue un cambio estimulante en su rutina, una oportunidad para escaquearse de sus tareas, pues no cesaba de venirme con nuevos asuntos que a su entender me interesarÃan. PodÃan guardar relación con el trabajo, con nuestros compañeros o con algún buen restaurante cercano donde almorzar. Pasado cierto tiempo me vi obligado a advertirle que también yo tenÃa derecho a atender mi trabajo sin ser interrumpido cada cinco minutos.
—Cálmate, ¿vale? —le solté cuando apareció con otro folleto para reclamar mi atención—. ¿PodrÃas tranquilizarte un poco?
Se tranquilizó al momento y se volvió bastante más cauteloso, seguramente molesto con que le hubiese dejado las cosas claras desde el principio. Es probable que casara mal con la imagen de un recién llegado, pero muy bien con la reputación de persona ambiciosa y exigente que pretendÃa labrarme.
Poco a poco fui conociendo el perfil de mis vecinos más próximos, su carácter y el escalafón que ocupaban en la jerarquÃa. Al otro lado de HÃ¥kan se sentaba Ann, una mujer de unos cincuenta años. ParecÃa bastante competente y ambiciosa, pero también el tipo de persona que cree saberlo todo y quiere tener la razón siempre. A ella acudÃan los compañeros cuando no se atrevÃan a hablar con el jefe.
Al lado de su ordenador tenÃa un dibujo infantil enmarcado. Un sol que se ponÃa en el mar. Pero detrás del sol, en el horizonte, asomaban masas de tierra por ambos lados, lo que obviamente es imposible. Supongo que tenÃa un valor sentimental para ella, por mucho que su contemplación no fuera agradable para los demás.
Enfrente de Ann se sentaba Jörgen. Corpulento y fornido, pero carente del agudo intelecto de ella. Sobre su mesa y pegadas con celo a su ordenador habÃa notas jocosas y postales, cosas ajenas al trabajo que indicaban predilección por lo banal. Cada cierto tiempo le susurraba algo a Ann, que gritaba «Pero ¡Jörgen!», como si le hubiera contado un chiste verde. HabÃa cierta diferencia de edad entre ellos. Calculé que unos diez años.
Más allá de ellos se sentaba John, un señor taciturno de unos sesenta años que llevaba la contabilidad de los viajes de trabajo, y a su lado una mujer que al parecer se llamaba Lisbeth. No estaba seguro, pero no pensaba preguntárselo. De todos modos, ella nunca se presentó.
Éramos veintitrés personas y casi todos tenÃan un biombo o alguna clase de pequeño tabique alrededor de su mesa de trabajo. Sólo HÃ¥kan y yo estábamos sentados en medio de la sala, totalmente expuestos. HÃ¥kan dijo que pronto nos pondrÃan un biombo a nosotros también, pero yo le contesté que no importaba.
—No tengo nada que ocultar —añadÃ.
Poco a poco fui encontrando mi ritmo durante los perÃodos de cincuenta y cinco minutos y cierta fluidez en el trabajo. Me esforzaba por cumplir mi horario y no dejarme interrumpir en medio de un perÃodo, fuera para tomar un café, charlar, hacer una llamada telefónica o ir al baño. A veces me entraban ganas de orinar a los cinco minutos, pero procuraba aguantar hasta la pausa. Qué bÃ