Los demonios y otras adaptaciones teatrales

Albert Camus

Fragmento

cap-1

Prólogo

Albert Camus era feliz en los escenarios. Lo dijo él mismo en 1959 durante la emisión televisiva Gros Plan, en un largo monólogo a cámara en que ponía de relieve la camaradería del oficio. «El teatro me ofrece la comunidad que necesito», afirmó. Y poco después: «El teatro es mi convento». De joven había sido actor, director, apuntador, escenógrafo y tramoyista, según las necesidades de sus dos compañías de Argel, y más tarde continuó frecuentando las bambalinas en París, ya convertido en dramaturgo. En ese ambiente gozoso, mitad físico y mitad intelectual, debe situarse también su trabajo de adaptador, una veta poco conocida fuera de Francia que le permitió seguir creando en equipo, al tiempo que tendía sus propios puentes con la gran tradición literaria.

El presente volumen reúne las seis adaptaciones que montó en teatros y festivales en su última década, mientras iba publicándolas por separado. La génesis de cada una de ellas es distinta, y varias retoman intereses duraderos, pero en su forma actual los textos se fijaron en un periodo relativamente breve, entre 1953 y 1959. Por entonces, Camus no solo era ya un autor consagrado en diversos géneros, con libros en su haber como La peste (1947) y El hombre rebelde (1951); también tenía ideas muy claras sobre la estética que buscaba en las tablas. En la estela de Jacques Copeau, a quien siempre había considerado el gran renovador del teatro francés, pensaba que no podía «existir el verdadero teatro sin lenguaje y sin estilo». Se identificaba así con modelos como los clásicos franceses y los trágicos griegos, obras que ponían en juego «el destino humano en lo que este tiene de simple y de grande». Sus adaptaciones llegarían a conjugar esta hondura temática con sus preferencias personales.

Aunque en castellano se conocían dos de las que firmó, Réquiem por una monja (1956) y Los demonios (1959), el conjunto muestra su gran eclecticismo a la hora de escoger fuentes. A esas «tragedias modernas» —como él mismo las consideraba— se suman una comedia, un auto sacramental, una sátira y una tragicomedia. Sin embargo, la diversidad no está reñida con una notable coherencia de escritura y de dramaturgia. Las seis obras presentan una estructura harto calculada, con una clara división en actos o cuadros, escenas autónomas, entradas y salidas ordenadas, diálogos y monólogos que se equilibran. Camus no creía en la escenificación arbitraria. En todo momento prestaba atención a las necesidades concretas de la puesta, empezando por los cometidos de los actores. Consciente de las sutilezas de la retórica dramática, procuraba ofrecerles un texto susceptible de decirse con soltura, salpicado de elementos dinámicos que reflejasen a los personajes e impulsaran la acción.

Este dinamismo salta a la vista en su versión de Los espíritus (1953), una pieza francesa del siglo XVI que, en sus palabras, «habría seguido durmiendo en ediciones viejas y eruditas» sin la debida renovación. Al adaptarla, Camus no solo moderniza el lenguaje de Pierre de Larivey, sino que efectúa cambios mayores orientados a energizar el texto, como recortar los parlamentos demasiado largos o eliminar los personajes superfluos. La obra, que cuenta los enredos de una pareja de enamorados, es la única de sus adaptaciones que pertenece por entero al género cómico, una excepción en el marco de sus afinidades dramáticas de los años cincuenta, muy vinculadas a la tragedia. Con todo, Camus parece haberse sentido muy a gusto con esta «comedia de caracteres», e incluso la montó dos veces: la primera por iniciativa propia en Argel, mediada la década de 1940; la segunda en 1953, por invitación de un viejo compañero de fatigas teatrales, el director Marcel Herrand, en el marco del Festival de Arte Dramático de Angers. Herrand, que estaba gravemente enfermo, murió antes del estreno, y Camus debió tomar el relevo como director. En adelante, dirigir sus adaptaciones fue una práctica habitual.

Preparadas también para el festival de Angers, dos de las obras aquí reunidas nos acercan al costado español de Camus, una herencia lejana (su abuela materna había emigrado de Menorca a Argelia) de la que se sentía particularmente orgulloso. En sus Carnets y sus escritos ensayísticos abundan las referencias a los grandes dramaturgos de nuestra lengua, y con La devoción de la cruz (1953) de Calderón y El caballero de Olmedo (1957) de Lope tuvo ocasión de llevar a la escena francesa piezas muy admiradas. Ambas exhiben una variedad tonal y un planteamiento filosófico mayor que Los espíritus. En la noticia dedicada a esta última, Camus confesaba que adaptar a un dramaturgo de la talla de Calderón se le antojaba «insolente», y quizá por eso su versión de La devoción de la cruz se acoge a una cauta literalidad, como lo hace cuatro años después la de El caballero de Olmedo. Es de notar que en ambas se descartan los sonoros octosílabos del Siglo de Oro en favor de una traducción más o menos literal. No obstante, al prosificar cuartetas y redondillas, Camus conserva una multitud de registros, incluidas las diversas hablas de los personajes. El resultado, como él mismo dice sobre El caballero, «respeta el preciosismo del texto» que es su «marca de origen».

Siempre alerta a lo que va implícito en el intercambio de palabras, Camus aspira a «revivir un espectáculo, recuperar el movimiento de lo que fue originalmente una obra montada en auditorios populares». Le interesa todo el fenómeno teatral, una comunión entre los actores y el público poco afín al distanciamiento por entonces en boga. Admirador de la frescura del teatro español, cree que la vivacidad de este podría servir de modelo para sus contemporáneos franceses; pero el entusiasmo por los clásicos no se limita a la forma o al fulgor verbal, sino que hunde sus raíces en los conflictos humanos de los que estos hacen gala. En Calderón, Camus detecta cuestiones vigentes en la década de 1950 como «la gracia que transfigura al peor criminal, la salvación suscitada por el exceso del mal», y en Lope señala «el heroísmo, la ternura, la belleza, el honor, el misterio y la fantasía que engrandecen el destino de los hombres».

En Un caso interesante (1955), cuyo protagonista se encuentra a merced de fuerzas desconocidas, también el destino desempeña un papel fundamental, evocador de la tragedia. Camus, de hecho, alaba la «espontaneidad a un tiempo trágica y familiar» de Dino Buzzati, para luego comparar la obra con un cruce de la novela La muerte de Iván Ilich de Tolstói y la comedia satírica Knock o el triunfo de la medicina de Jules Romains. Es un buen retrato de un drama que muestra la caída de un hombre encumbrado en la enfermedad. La adaptación se acerca por momentos a una traducción muy respetuosa, elaborada a partir de una versión literal que facilitó una mano desconocida; pero los pocos cambios que introduce Camus son también muy ilustrativos de sus concepciones dramáticas. Por ejemplo, elimina un cuadro entero en cada una de las dos partes. Y el hospital donde transcurre buena parte de la acción ve reducidas sus plantas de siete a seis, con lo que se prescinde de un número con una intrusiva simbología cristiana. Sin alterar la estructura general, los recortes recalibran el texto para hacerlo más económico y moderar sus element

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