Cómo me enamoré de Nicolas Cage

Carla Quevedo

Fragmento

1.

Era jueves a las dos de la mañana y estaba borracha. No detonada, pero lo suficientemente en pedo como para ir sola a una fiesta. Había cenado con varias amigas; aunque nunca fui del tipo que tiene un millón, a esa altura, llevaba dos años viviendo en Nueva York y había logrado cotidianidad con un grupo bastante numeroso de chicas argentinas. Todas tenían “trabajos de verdad” o novio, y tenían que levantarse temprano y volver temprano. Cuando yo trabajo, también trabajo de verdad, pero solo pasa dos, tres o cuatro veces por año, y el único esperándome en casa es Ramón, mi perro. Traté de convencerlas de que vinieran sin éxito alguno, y terminé yendo sola a WIP, donde Unchicoquemecogía me había puesto en la lista.

Era la apertura oficial de Work In Progress, lugar que prometía convertirse en el nuevo boliche cool de la noche neoyorquina; una reinvención moderna de la fábrica de Andy Warhol, diría el New York Times al día siguiente, y que sufría de trastorno de múltiples personalidades. Durante el día era una “galería de arte” y taller-centro comunitario de artistas. Digo galería de arte entre comillas porque no estoy segura de que realmente hubiera algo de arte ahí adentro, o de si alguien alguna vez puso un pie durante el día. De noche, se transformaba en boliche. Fui y vine unas tres veces, recorriendo la fachada de Greenhouse, otro al que nunca había ido ni oído nombrar, que estaba en la esquina donde tenía que estar la dirección que yo buscaba. Casi llegando a mitad de cuadra, había un patovica fumando apoyado en lo que ahora se descubría era un portón. Preferí el rechazo a la duda, así que caminé con seguridad, me paré al lado, y le dije Permiso. Me miró de arriba abajo y me dejó pasar, sin pedirme identificación.

La entrada era su salida de emergencia. Avancé en la única dirección posible, escaleras abajo, sintiendo un olor a humedad tremendo y que me había equivocado —o tenía mal la dirección—, hasta que dejé de mirar mis propios pasos y noté los grafitis a la punk de los ochenta que cubrían las paredes. El trabajo de un pésimo director de arte en el cuarto de un adolescente en una película sin presupuesto hubiera sido sutil al lado de todo eso. Supe que estaba en el lugar correcto. En el segundo subsuelo me detuvo una gran puerta de metal pesada que me costó abrir. Del otro lado, un hall obsesionado con Rainbow Wright, chupete gigante y unicornio incluidos, donde pensé en volver más tarde a sacarme una selfie. Otra gran puerta de metal, que también me costó abrir, me dejó parada en un pasillo bastante ancho y largo, con empapelado de dibujitos de mi infancia que ahora habían sido bendecidos con penes gigantes y, para hacerlo todavía más redundante, arte porno colgando a lo largo de ambas paredes. Caminé mirándolo todo entre fascinada e indignada hasta que, más o menos en la mitad, me crucé con Unchicoquemecogía y Lanoviadeunchicoquemecogía, que salían por un pucho, o un poco de aire, o las dos. Me dijo, sin detenerse a saludarme, que adentro estaba Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien. Le dije Okay —me dije, porque él ya estaba del otro lado de la salida— y seguí caminando hasta una tercera puerta de metal que, sí, también me costó abrir.

El lugar era monstruoso, inclasificable, como hubiera dicho Elprofesordeliteraturadelsecundario que me introdujo a todo lo Lolita excepto la literatura en sí misma. Me volví estrábica tratando de identificar a Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien en el carnaval de sudor borracho, entre un oso pardo embalsamado sodomizando a una cabra blanca (también embalsamada), chicas en tetas cubiertas en body-painting haciendo servicio de mesa, y una bandera nazi de al menos tres metros de largo. Arte. Fui a la barra y pedí un Jack con coca. No lo necesitaba, tampoco realmente lo quería, pero por alguna razón tener un trago en la mano me daba propósito y me hacía sentir, un poco, menos fuera de lugar. Pagué, di media vuelta, y solo tuve que caminar cinco pasos hasta encontrarlo. Le dije Hola con la misma excitación que todos le decimos “hola” a alguien que apenas conocemos en un lugar lleno de personas que no conocemos para nada. Me di cuenta de que él estaba todavía más puesto que yo cuando me abrazó y levantó en brazos como si fuera una cosa que se puede mover de un lugar a otro, obligándome a hacer una coreografía que nunca habíamos ensayado.

—¡Marrrrrrlinnda! —gritó y gesticuló imitándome o supuestamente imitándome, como una extranjera extremadamente ruidosa, después de depositarme con fuerza en el piso como quien finalmente deja caer una maceta pesada en el lugar exacto. Repetí su nombre dos veces con un exagerado acento italiano, en un intento rebuscadísimo de burlarme de él burlándose de mí.

—¿Cómo estás, preciosa? Este es Nic. Nic, ella es Marta. Hablen ustedes que yo ya vengo.

Sentí alivio y paja a la vez. Alivio porque a Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien no lo conocía demasiado, pero tampoco me caía bien. Lo había visto cuatro o siete veces en el último mes, era uno de esos personajes que una ve incansablemente y siempre con el lente sucio de la noche, con el que una puede hablar horas y sin embargo no salvar ni una sola palabra. Paja porque a este “Nic” que ahora tenía enfrente ni lo había registrado hasta que lo nombró, y siempre me da paja la gente nueva, a menos que esté predispuesta de antemano a que esa persona me caiga bien, por recomendación, digamos. Nos miramos y sonreímos obligadamente. Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien se fue para no volver en toda la noche.

Volvimos a mirarnos y sonreír, esta vez con un leve suspiro que se transformó en minirrisa por lo coordinado del esfuerzo. Pensé que este tal Nic estaba okay y me tildé en su boca. Los dientes eran de leche, hechos de leche, blancos y lisos como los de un niño, y a la vez tenían algo antiguo, algo que había viajado por los siglos de los siglos hasta llegar a su boca, algo inmortal, algo vampírico. Él debe haber pensado algo bueno, al menos, porque ninguno inventó una excusa para irse a pesar de lo incómodo de la situación. Me preguntó qué hacía ahí. Le dije que Unchicoquemecogía me había invitado y que, probablemente, estaba haciendo lo mismo que él y el resto de la gente Tratando de escaparle a la angustia y sinsentido de estar viva? No se lo afirmé, no se lo pregunté del todo, y tampoco le di tiempo a reaccionar porque me apuré a confesar, no en secreto, sino a los gritos MUSIC SO LOUD I CAN’T EVEN HEAR MY OWN BRAIN PLOTTING TO KILL ME, cosa que en español jamás me hubiera animado a poner en palabras porque sería algo como “la música está tan fuerte que no puedo ni escuchar a mi propio cerebro complotando para matarme”. Inmediatamente me sentí una estúpida y me reí incomodísima. Pensé que si lo hubiera dicho para hacerme la canchera no hubiera estado tan mal, pero en el 2011 la gente no hablaba de la ansiedad como de su mascota. Yo lo había dicho en serio. Mirando para adentro. Y eso me convertía en una loser total. Sentí que el pi

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