El descubrimiento de la pintura

Jorge Edwards

Fragmento

Capítulo 3

3

En la Sociedad Comercial Saavedra Balfour, edificio funcional (como se decía en esos años de racionalismo en la arquitectura y en otras materias), que se levantaba en la Alameda abajo, en las postrimerías del barrio Brasil, a los pies de la iglesia de la Gratitud Nacional, había que subir hasta la sección de las cerraduras y otros artículos de cerrajería, en la culminación de una gran escalinata de brazos convergentes, hierro forjado, bronces dorados, alfombra roja deshilachada, vitrales verticales en orden simétrico, en el muro del fondo, reliquias de tiempos idos. Ahí, en aquel imperio del abarrote de las costas del sur del mundo, tenía Fonfo su espacio particular, su vizcondado, su baronía reconocida y remota. Ahí, señoras de delantales azules, señores de bigotes y manguitas negras, le daban los buenos días todas las mañanas y lo conocían como el señor Rengifo y hasta como don Jorge, aunque a menudo lo trataban de Rengifo a secas, a pesar de que descendía en línea directa del ministro susodicho en persona, y él tampoco se inmutaba por eso. O no lo demostraba. Porque al raerse y cubrirse de caspa, sus hombros se habían puesto aún más resbaladizos. De esto no cabía ninguna duda. Por ellos resbalaban los pelambres, las miradas oblicuas, las risitas burlonas. Soy aristócrata de barrio, de la Alameda abajo, y soy artista, pensaba él. En otras palabras, soy único, y ellos, los pobres infelices, los de las manguitas negras, no pueden conmigo. Era, en realidad, para resumir el asunto en dos palabras, artista y autista, y no se inmutaba, no le importaba un rábano que los núcleos, los triclos, los sinsabores incontables, se deslizaran por sus hombros casposos. Estoy vacunado, pensaba, no me entran balas.

En el arte narrativo de hoy se usan raras veces, o no se usan nunca, esos retratos físicos, externos, más bien detallados, que se usaban al presentar a los personajes de las antiguas novelas, pero me siento tentado de retratar a Fonfo, o a Rengifonfo, como prefieran ustedes, a la usanza de antes. Como si fuera (yo, se entiende) un narrador omnisciente, de mediados del siglo XIX, a la manera de Honorato de Balzac o de nuestro Alberto Blest Gana: alguien que conoce la parentela, la historia privada, y hasta las venillas de la nariz y los granos de la cara, sin excluir el peso, la altura, la presión arterial, de sus creaciones. Y que sabe de antemano, además, mientras presenta a cualquier otro, quién va a ser, de hecho, el protagonista verdadero. Pues bien, después del breve preámbulo, que vale como justificación, pongo manos a la obra: Fonfo, Rengifonfo, Jorge Rengifo Mira, era un hombre alto, de un metro ochenta o un metro ochenta y dos de altura, de movimientos sincopados, nerviosos, de andar un tanto rígido y torpe, de olor indefinible, a tela un poco sucia, a frascos mal cerrados, a interiores rancios. En mis recuerdos tiene treinta y tantos años y llega a tener sesenta y tantos. Esto es, en mi memoria infantil y en la de mis años ya maduros. Pienso que hay un paréntesis, como lo hay en mi ya larga vida, y que al final del paréntesis reaparece, y a partir de su reaparición, vigorosa, sin duda, inesperada, florece, culmina y después empieza a desvanecerse gradualmente: como esas sinfonías de fines del siglo XIX que no terminan a golpes de timbales y platillos sino por la vía de un regreso gradual al silencio. Tenía, y es uno de mis datos más seguros, una piel pálida, un poco húmeda, y dedos curiosamente largos, de coyunturas marcadas, de uñas escasas, hundidas en la carne, con terminaciones en forma de palillos de tambor. No sé si algún galeno de la Antigüedad habrá descrito estas extremidades y su correspondiente morbo, pero no me extrañaría en absoluto que así fuera. Porque en Jorge, en Fonfo, se adivinaba una indefinida patología, y esto podría explicar más de alguna cosa. Daba la impresión, pensando el asunto desde la perspectiva de ahora, de que era una patología de la historia, y de la historia personal, más que de la colectiva, para que no hablemos de la naturaleza. Sus ojos chicos, azulinos, tendían a mirar de costado, y su cara parecía dibujada en forma oblicua, como de comienzos del cubismo, ligeramente picassiana, a pesar de que él solo toleraba al Picasso de la época azul y execraba de todo lo que había seguido, ¡esas narices fúnebres, esos abdómenes ovales, esos horrores! Y se ponía a caminar alrededor de la pieza, dominado por una rabia, por un sentimiento de inadaptación, de oposición a la vida en su conjunto, de rechazo universal, inenarrables. Todo esto explica algo, me digo, pero nada es capaz de explicar el fenómeno en forma completa.

La vestimenta de Rengifonfo era enteramente convencional, oficinesca, y, como ya dije, bastante gastada: trajes de casimir gris a rayas, de chaqueta cruzada, tan larga como algunos abrigos de ahora, no bien cortada, o francamente mal cortada, y pantalones anchos, que se extendían hacia los lados, flotantes, pasados de moda. Siempre llevaba calcetines claros, incluso blancos, que los fondos mal ajustados de sus pantalones dejaban a la vista, en contraste con zapatones negros. Pero nunca faltaba, dentro de este cuadro sin gracia, que a lo mejor tiendo a exagerar, un detalle coqueto: un pañuelo de seda, de color azul rabioso, en el bolsillo superior izquierdo, y el botón de alguna institución militar, académica, fraternal, filantrópica, en el ojal de ese mismo lado, además de la camisa de puntas machacadas y de la corbata mal ajustada, gris con verde en rayas oblicuas, de visos grasientos. Era como si la humedad de su piel se transmitiera de algún modo al conjunto de su vestimenta, y más que nada a los pantalones demasiado anchos, a la corbata, a las terminaciones arrugadas y desbocadas del cuello de la camisa. Aparte de todo eso, tenía un rasgo característico y no muy agradable: un enorme lunar negruzco debajo del ojo izquierdo (el del pañuelo de seda, el del botón institucional). El lunar desempeñaba un papel dentro de la fisonomía general del personaje, pero ahora no podría precisar cuál: un signo premonitorio, quizás, una advertencia a los lectores, una señal de alarma. Ahora sospecho que mi calidad de narrador omnisciente no llega tan lejos: que no es capaz de captar señales demasiado sutiles. Que si lo fuera, que si poseyera todos esos dominios de la situación, pasados, presentes y hasta futuros, quizá no habría relato.

Capítulo 4

4

Ya que hablamos de omnisciencia, puedo afirmar que supe de Jorge Rengifo Mira desde tiempos inmemoriales, desde mi infancia más remota, e incluso desde antes de nacer, por raro que esto pueda parecerles. Es decir, a su modo, sin completa claridad, Jorge fue una parte de mi destino, o por lo menos una marca: nací, y él andaba por ahí cerca, merodeando por el primer piso de la casa de mis padre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos