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Félix Bruzzone

Fragmento

Después de almorzar, las viejas ya se duermen, decimos que vamos a comprar helados y salimos los tres para el lugar donde Ramiro vio la revista que quiere que compremos. Nahuel también quiere comprarla, pero dice que esas las venden en cualquier kiosco, ¿por qué no vamos a uno más lejos?, que no nos reconozcan, y quiere, igual que Ramiro, que la revista la pida yo. Decile al kiosquero que es para tu papá. No, mejor decile que te la pidió uno de tus tíos para mirar en la playa, que no quería ir a comprarla y perderse las mejores horas de sol. Un tío, eso puede ser, dice Nahuel. Se ríe, yo tengo un tío que tiene el revistero lleno de esas revistas, no sé por qué no se pone un kiosco. Ramiro también se ríe. ¿Entendiste?, enano, dice después, es para tu tío, y poné cara de tonto, así te creen, y si no te creen insistí, es para mi tío, decile, que te la vendan.

El centro comercial es chico y a pesar de la hora está lleno de gente. ¿Por qué no vamos a otra parte?, allá, señala Nahuel, pasando el médano, antes de la curva. Pero Ramiro no se mueve, mira alrededor, espanta una mosca que se le acerca a la nariz, mosca verde de ojos saltones que pronto vuela a la espalda roja de un hombre que se quemó demasiado, estas moscas, y me dice que ahí están la vendedora y el dueño, ¿los ves?, pedísela a ella que seguro te la vende. Después saca monedas de un bolsillo, me las entrega y codea a Nahuel, dale, vos también, dale un poco más que no alcanza. La voz de Ramiro, en un momento, se quiebra. ¿Duda? No, tienen miedo, ¿por qué no la compran ellos? Pero ellos enseguida me miran, ojos abiertos, amenaza, y Ramiro dice sos un cagón, si no volvés con esa revista te matamos.

No creo que vayan a matarme, pero si la compro seguro que me dejan verla, por lo menos un poco, son más grandes que yo pero seguro que me van a dejar. Además es mejor pedirla entre toda esta gente, dice ese marica de Nahuel, cuanta más gente menos te miran, como cuando esa ola me hizo perder el barrenador y nadé tanto para buscarlo que casi me ahogo. La playa y el mar llenos de gente y casi nadie se dio cuenta de nada. Solo una señora llamó al bañero, pero cuando el tipo bajó de la sillita yo ya empezaba a volver sin la ayuda de nadie, eso es arreglárselas solo.

Hay que esperar. En la cola, delante de mí, una mujer joven que lleva a su hija de la mano me pisa sin querer. Perdón, dice. La nena me mira. Qué linda nena. ¿Cuántos años tendrá?

¿Lo pisaste?, le pregunta la mamá. No es nada, digo, y mientras la mujer pide un diario y un chupetín, miro la revista que tengo que pedir y practico en silencio, mi tío me pidió una revista Play... Play algo, para ver en la playa.

Afuera, Ramiro y Nahuel esperan apoyados contra un poste. Ramiro me vigila, atento, ahora, dice con los labios, te toca a vos, y escucho la voz de la vendedora, ¿qué ibas a llevar? Play... Play... para mi tío, me la pidió para... una revista para la playa. La vendedora pone cara de no saber de qué hablo y se acerca al dueño. Le habla al oído. El hombre me mira. Vení, me dice. Me hace pasar atrás del mostrador. Se acuclilla. ¿Qué querés?, pregunta. Play... repito, idiota, así no te van a vender ni un chocolate, mi tío me dijo que... Y como ya no me salen más palabras él estira un brazo, mete la mano entre una pila de revistas y saca una que no puedo ver bien; la enrosca, la mete en una bolsa y me dice andá, llevala, y cuando le pago sigue: te la doy para vos, que no la miren esos dos que te esperan afuera.

***

Mientras volvemos a la casa nadie habla. Ramiro y Nahuel ya tienen la revista, caminan rápido, y yo tengo que dar algunos saltitos para no quedarme atrás. Al llegar entramos sin hacer ruido. Subimos las escaleras, ¿las viejas todavía duermen?, y caminamos en puntas de pie sobre el piso de madera: si cruje mucho se despiertan, si se despiertan nos descubren. Llegamos a la cama de Ramiro y nos sentamos. Ramiro me mira sin decir nada. Abro bien grandes los ojos. ¿Qué mirás?, vos no pusiste plata, dice, ¿vas a poner algo?, si no... Yo sabía. Nahuel, desde atrás, dice que es cierto, y que no solo no puse plata sino que seguro le dije al dueño del kiosco que la revista era para ellos, que algo raro le dije. No dije nada, lo prometo, lo juro por mi mamá, digo. No grités, dice Ramiro, y no jures por algo que no tenés. Hijo de puta, me dan ganas de pegarle. No, mejor morderlo, total si después se vengan el dolor de la mordedura no se lo saca nadie y la marca le queda para siempre. Además él tampoco tiene mamá, pero Nahuel sí. Igual, si llego a decir algo como eso me pegan, seguro. Ahora no porque tendrían que hacer mucho ruido y mi abuela podría despertarse, y la de Ramiro, pero después en la playa me matan. También pienso: yo compré la revista, tendrían que dejar que la mire, aunque sea un poco.

Ramiro se levanta la remera, saca la bolsa, de la bolsa saca la revista, envuelta en otra bolsa que no deja ver nada, y la abre. En la tapa, una chica casi desnuda, morocha, labios gruesos y brillantes, toda la piel como de damasco, suavecita, los ojos estirados que te miran, grandes como los de los dibujitos japoneses, recostada sobre una cama de barrotes dorados, brillantes como ella, sábanas plateadas y todas revueltas. ¿Quién destendió la cama?, alguien tiene que haberla destendido. Y ella, ¿recién se despierta? No, te mira a los ojos y los de ella son grandes, no son de recién despierta, qué ojos, qué tetas. ¿Habrá más fotos adentro?, porque acá solo se ven las tetas, ¿mostrarán algo más? Pero entonces Ramiro estira un brazo y coloca la revista frente a mí. ¿Ves?, ¿te gusta?, y mientras la da vuelta sigue: bueno, ya la viste, para vos por hoy ya es bastante, ahora andate que Nahuel y yo vamos a ver el resto.

***

Al día siguiente está nublado y nadie quiere ir a la playa. Mi abuela propone ir al Centro y la de Ramiro dice que a ella le duelen un poco las piernas y que prefiere quedarse. Juguemos a las cartas, dice, y al principio nadie quiere jugar pero después Ramiro y Nahuel sí quieren y entonces mi abuela y yo nos quedamos en el sillón del living y miramos cómo el viento mueve las copas de los árboles. Al rato ella me dice: ¿por qué no vamos nosotros? Después me mira y no habla más, como si repitiera en silencio muchas veces esa misma pregunta. Bueno, vamos, digo, y ella agrega que de paso podemos comprar algo rico para antes del almuerzo.

En el camino me pregunta por qué ayer a la tarde, después de la siesta, no fui a la playa. Tenés que hacerte amigo de los chicos, si no te vas a quedar solo el resto de las vacaciones. No contesto. Ella vuelve a hablar. Trato de no escucharla pero no puedo. En un momento dice escuchame, sordo, vos siempre igual, y habla de los vecinos de carpa, también podrías hacerte amigo de ellos. Y después dice que Ramiro es tan parecido a mí que él y yo deberíamos llevarnos mejor. Sí, claro, llevarnos mejor, digo, pero su amigo es Nahuel, por algo lo invitó. No seas así, insiste, y vuelve con eso de que Ramiro y yo tenemos tantas cosas en común que es una lástima que nos peleemos por cualquier cosa. Una lástima, repite, y se para en una

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