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Michael Crichton

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Vasco Borden, de cuarenta y cinco años, alisó las solapas de la americana y enderezó la corbata al tiempo que avanzaba por el lujoso pasillo alfombrado. No estaba acostumbrado a llevar traje; por suerte disponía de aquel, azul marino, especialmente diseñado para disimular su constitución musculosa. Borden era corpulento, medía casi un metro noventa y cinco y pesaba ciento diez kilos. Había sido futbolista y a la sazón trabajaba como investigador privado; su especialidad era capturar fugitivos. En aquel preciso momento, Vasco andaba detrás de un hombre, un investigador de posdoctorado de treinta y cinco años, medio calvo, que había huido de la empresa MicroProteonomics de Cambridge, Massachusetts, y se dirigía a la sala principal del congreso.

La edición de 2006 del congreso BioChange, cuyo lema era la entusiástica expresión «¡Hazlo posible ya!», se celebraba en el hotel Venetian de Las Vegas. Los dos mil asistentes desempeñaban todo tipo de funciones dentro del mundo de la biotecnología; entre ellos había inversores, directores de recursos humanos que contrataban a científicos, directores de departamentos de transferencia de tecnología, directores generales y abogados especialistas en propiedad intelectual. De una u otra forma, prácticamente todas las empresas de biotecnología de Estados Unidos se encontraban representadas.

Era el lugar ideal para que el fugitivo se reuniera con su contacto. El hombre tenía aspecto de bobalicón. Su rostro de expresión inocente lucía una perilla mínima y su andar desgarbado le confería cierto aire de timidez e ineptitud. Pero la verdad era que se había escabullido con doce embriones transgénicos en un termo criogénico y los había transportado desde la otra punta del país hasta el congreso, donde planeaba entregárselos a aquel para quien trabajaba.

No era la primera vez que un investigador de posdoctorado se cansaba de trabajar como asalariado. Y tampoco sería la última.

El fugitivo se dirigió al mostrador de recepción para obtener su tarjeta de identificación y colgársela del cuello. Mientras Vasco se paseaba junto a la entrada, se pasó la cinta de su propia tarjeta de identificación por la cabeza. Había acudido bien preparado. Simulaba estar leyendo el panel de intervenciones.

Las conferencias más importantes tendrían lugar en el salón principal. Los seminarios previstos llevaban por título «Mejorar el proceso de selección», «Estrategias decisivas para conservar el talento en la investigación», «Retribución de directivos y dividendos de acciones», «La estrategia de dirección empresarial y la Comisión de Intercambio y Valores», «Las tendencias en el registro de la propiedad industrial», «Los grandes inversionistas: ¿beneficio o perjuicio?» y, por último, «La piratería de los secretos comerciales: ¡protéjase ya!».

La mayor parte del trabajo de Vasco guardaba relación con empresas de alta tecnología. Había asistido con anterioridad a conferencias como aquellas; siempre tenían que ver con la ciencia o con el mundo empresarial. Las actuales eran del segundo tipo.

El fugitivo, que respondía al nombre de Eddie Tolman, lo sobrepasó y entró en el salón de actos. Vasco lo siguió. Tolman avanzó unas cuantas filas y se acomodó en un asiento solitario. Vasco se deslizó en la fila posterior y eligió un asiento que distaba unos cuantos del fugitivo. Tolman comprobó los mensajes de texto del móvil, luego pareció relajarse y alzó la cabeza dispuesto a escuchar el discurso.

Vasco se preguntó por qué motivo lo hacía.

El hombre que se encontraba en el podio era uno de los capitalistas de riesgo más famosos de California, un auténtico mito de las inversiones en alta tecnología. Se llamaba Jack B. Watson. Su rostro apareció proyectado a gran tamaño en la pantalla que Vasco tenía detrás; su bronceado característico y su imponente atractivo físico se ampliaron hasta llenar la sala. Watson era un hombre de cincuenta y dos años con aspecto juvenil, que cultivaba diligentemente su reputación de capitalista con conciencia. En los acuerdos financieros que había cerrado a lo largo de su carrera no había mostrado un ápice de piedad. No obstante, los medios de comunicación lo presentaban continuamente dando conferencias en escuelas concertadas o concediendo becas a los alumnos menos privilegiados.

Sin embargo, Vasco sabía que lo que el público de aquella sala tenía presente ante todo era la «buena» reputación de Watson para cerrar los tratos más difíciles. Se preguntaba si el hombre sería lo bastante despiadado como para adquirir una docena de embriones transgénicos por medios ilícitos. Suponía que sí.

No obstante, el papel de Watson en aquel preciso momento era más bien de animador.

—La biotecnología está en auge. Nos encontramos a punto de presenciar el mayor crecimiento de un sector empresarial desde la expansión informática de hace treinta años. La empresa de biotecnología más grande que existe, Amgen, de Los Ángeles, cuenta con siete mil empleados. El gobierno federal concede cada año más de cuatro mil millones en becas para estudiar en universidades, desde Nueva York hasta San Francisco y desde Boston hasta Miami. Los capitalistas de riesgo invierten en las empresas del sector biotecnológico a razón de cinco mil millones anuales. La perspectiva de disponer de remedios magníficos gracias a las células madre, las citocinas y la proteómica está atrayendo a este terreno a los cerebros más brillantes. Y si se tiene en cuenta el hecho de que la población global envejece por momentos, el futuro se presenta más halagüeño que nunca. Pero eso no es todo.

»Hemos llegado a un punto en que podemos permitirnos poner en su sitio a la gran industria farmacológica, y sin duda lo haremos. Esas empresas gigantescas y henchidas nos necesitan y lo saben. Necesitan genes, necesitan tecnología. Ellas forman parte del pasado, en cambio nosotros representamos el futuro. ¡Estamos donde está el dinero!

Aquello suscitó un gran aplauso. Vasco acomodó su corpulenta figura en el asiento. La audiencia aplaudía, aunque sabía que aquel hijo de puta reduciría sus empresas a la nada en cuestión de segundos si le pareciera conveniente.

—Por supuesto, algunos obstáculos dificultan nuestro progreso. Algunas personas, por muy buenas intenciones que crean albergar, deciden plantarse en medio del camino del avance humano. No quieren que los paralíticos anden, ni que los afectados de cáncer mejoren, ni tampoco que los niños enfermos sobrevivan y puedan jugar. Esas personas tienen sus motivos para poner objeciones: religiosos, éticos o incluso prácticos. Pero sean cuales sean sus razones, el hecho es que se ponen de parte de la muerte. ¡Y no triunfarán!

Más aplausos atronadores. Vasco miró al fugitivo, a Tolman. El tipo volvía a comprobar su móvil. Era evidente que esperaba un mensaje, y que lo esperaba con impaciencia.

¿Significaría aquello que su contacto llegaba tarde?

Seguro que la situación inquietaba a Tolman, porque en algún lugar aquel hombre había escondido un termo de acero inoxidable que contenía nit

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