Una vida no bastaría para huir de tu cara. Correría y no alcanzarían los caminos. Tus lindas facciones, terribles, y mi caquita cayéndome del culo para lubricar la entrepierna y dar entonces zancadas más largas, más grotescas, desesperadamente distanciadoras. Tus facciones blandas, rellenas de miel rosa, rechonchitas de benevolencia y de repente el rayo traidor y todas ellas muy juntas, agarrotadas en los filos grises, impiadosos, y la cava de odio antiguo llevando a tu mirada la voluntad, ¿cómo decirlo?, dogmática de perderme. ¡Y yo que quería creer que siempre lo había sabido! Huía como del diablo mientras me aseguraba de que no era nada sorprendente, que me lo había maliciado desde siempre y la caquita cremosa y cálida escurriéndose hasta las rodillas y quizás aun, en surcos, hasta los tobillos. ¡Sabía! ¡Sabía!, me gritaba, mudo corredor hediondo, y hubiera querido morderme, morderme bien fuerte las carnes, hincando los pobres caninos humanos, para atraparme, para tenerme, para sentirme como hacedor de mi daño. ¡No quería ser sólo el huidor, el sorprendido! ¡¡Traidor!! Pulguito furibundo. Y yo que corría y mi boca ansiosa de morder perrunamente en la pantorrilla de la presa que escapaba. Yo corría y a la vez mi boca iba detrás de mí, para morder y salvar el honor.
¡Honor! ¡Honor! La caquita que iba con la gravedad y las muelas que de todas maneras avanzaban en victoria. Las muelas civilizadas, cargadas de plomos y de cerámicos, que no tendrían que ir por la dignidad pero iban. Iban como tropa del espíritu, las estúpidas muelas, a morder la carne. Falanges entrenadas por las palabras, metálicas, pueriles. ¡Tengo la boca disciplinada para salvar el honor! Pero corría. Y tan rápido que el viento secaba la caquita por debajo de las rodillas.
¡Y no sólo yo corría! La dignidad escapaba más rauda que yo, porque no hay más que perseguirla para que huya. ¡Incluso cualquier movimiento hacia ella la asusta! Arisca como un gato, sólo se aviene a acercarse si el cuerpo en cuestión permanece inmóvil, como si la dignidad, en última instancia, estuviese formada por gases que se atraen por densidad, por volumen, vale decir, por masa. ¡No se puede ir tras la dignidad sino que ella tiene que venir a uno por peso gravitatorio, como los planetas atraen hacia sí una atmósfera! Y los dos fuimos asteroides en una época, Danielito, y girábamos mudos y azorados sin atmósfera, sin aura, reclamándole al señor Mundo aunque disimulando el reclamo porque lo sabíamos contraproducente. ¡Éramos amigos como sólo dos asteroides sin atmósfera pueden serlo! Amigos en la desnudez más helada, bólidos de formas disparatadas precipitándonos sin saberlo, sin conciencia, del perihelio al afelio, en órbitas demasiado extensas para nuestros tamaños. Y entonces nos reconocíamos en el vértigo sin sentido, eventualmente dañino, del mero fragmento que ya no aspira a ninguna totalidad, que ya ha fracasado en un pasado del que es imposible tener memoria. ¡Amiguito! ¡Fragmento de nada! Te saludaba y me saludabas. Ni siquiera cabía sospechar que fuéramos en órbita, no llegábamos a tener esa experiencia. Nos saludábamos y nos prometíamos que alguna vez extinguiríamos un reino.
Fragmentos de lo que no iba a formarse jamás, extinguidores de reinos, amigos dulces. Yo te mostraba mis manitas cortas y blancas para que vieras las imposibilidades casi infinitas de las que podríamos jactarnos los humanos. Manitas como remos en el océano, como aspas en el espacio. Te mostraba el escándalo de las manitas hacedoras, las manitas hacedoras de civilizaciones, para reírnos, para burlarnos, para ridiculizar a los pulgares. ¡Sí que nos reíamos de los pulgares! El bailaor, le decíamos; los bailaores rechonchos. Con su danza mocha construyeron un mundo. ¡Con su danza masculina fertilizaron la Tierra! ¡A la mierda con los pulgares! Sí que han hecho imperio con su sensualidad petisa. Yo los movía delante de tus ojos para que supiéramos a qué atenernos con respecto al futuro. Los movía y era tan evidente la lascivia del baile que retrocedíamos a la infancia, al amor por los pulgares. ¡La infancia ama los pulgares y con esto está todo dicho! Sabe lo que tiene que saber. La adultez quizás agrega confusión, y la prueba está en que olvida los pulgares. Se desenamora de ellos. Vale decir que se cae en la ignorancia.
Aun así, Danielito, éramos hermosos adolescentes. Por años, fuimos asteroides fusiformes y teníamos la benevolencia de las cosas. ¡Éramos bondadosos y te mostraba mis manitas! Y nos cruzábamos en el espacio sideral, en la negritud sin horizonte, y te saludaba en una breve despedida, acariciando el adiós con mis deditos. Nos cruzábamos y nos íbamos cada uno por su lado; éramos camaradas. La proverbial camaradería de los asteroides. Hasta que no se soporta más la asimetría, la fusiformidad, y se envidia a las gráciles esferas de tal modo que se traiciona. Y ya no estoy preso del sol, Daniel, sino de los hombres. ¡Me entregaste a los humanos, a los aprisionadores más tenaces, más férreos que se pudieran imaginar! El hombre es esencialmente aprisionador. Los mismos pulgares, corchitos bailaores y escandalosos, así lo determinan. Y pasan los años y no se olvidan de aprisionarme. Cuatro años y la persistencia sería llamativa si no se tratara de humanos. En la circularidad en la que deambulo aquí en Marcos Paz, por la que vuelvo siempre al lugar del que partí, se hace patente esta perseverancia de las manos prensiles.
En las cárceles se reproduce en realidad el sistema solar, sólo que en el centro está el vacío. Sigo girando, pequeño, fusiforme, sin lunas. Camino contra los pantalones que me obligan a llevar. Ante mis fuerzas, son pantalones duros y pesados. ¡Deberías saber cuán plomiza y férrea puede ser una tela! Camino con pasos muy cortos y dudosos y a veces retorno un pasito para atrás y vuelvo a empezar. No abandono mi circularidad de poeta, de ser en curso. A pesar de los pantalones, voy. Dicen que hace frío, pero lo de los pantalones es un ardid. No me quieren en ropas de mesías, no me quieren etéreo. Me echan encima las telas más densas y me aprisionan en la debilidad. ¡Y me quieren callado! Cuando he de hablar me demoro y los pájaros han volado. Abro la boca y es mucho el aire que entra, de todo el aire que se abalanza por los pasillos, y poco lo que puedo oponer. ¡Saco afuera tan poco del aliento que guardo! Aun así soy el profeta y he bautizado a decenas. No puedo dejar de ser el bienamado donde quiera que vaya. Vienen a mí con fervor y he decidido dar los sacramentos. No quería hacerlo todavía y me he visto obligado. ¡La colmena me necesita y me traen los néctares y las jaleas! Creen necesitarme fuerte e inmóvil y yo deambulo contra el peso de las ropas. Soy el asteroide todavía y me quieren de sol. ¡Ya entraré en combustión algún día! ¡Ya atravesaré el pórtico! Por ahora me acerco infinitamente y no lo atravieso. Descuento la distancia como la flecha de Zenón. ¡Estoy todavía de este lado, Danielito, y por esto te escribo! Para que tengas presente que, pese a tu traición, te saludo con mi manita sucia con las golosinas más diversas. Las mieles y los chocolates y las ambrosías vienen a mí porque soy reco