Utopia Avenue

David Mitchell

Fragmento

utopia-1

ABANDON HOPE

2

Dean pasa a toda prisa por delante del Phoenix Theatre, esquiva a un ciego con gafas de sol, toma Charing Cross Road para adelantar a una mujer que avanza despacito con su cochecito de bebé, salta por encima de un charco sucísimo y vira bruscamente por la calle Denmark, donde resbala sobre una placa de hielo negro. Los pies le salen volando. Permanece suspendido en el aire un momento lo bastante largo para ver cómo la alcantarilla y el cielo intercambian sus sitios y pensar: «Mierda, esto me va a doler», antes de que la acera se le estampe contra las costillas, la rótula y el tobillo. «Duele la hostia». Nadie se detiene para ayudarlo. «Puto Londres». Un patilludo con bombín y pinta de trabajar en la bolsa sonríe con suficiencia al ver la desgracia del patán melenudo y pasa de largo. Dean se pone de pie con dificultad, haciendo caso omiso de las punzadas de dolor y rezando para no tener nada roto. El señor Craxi no paga los días de enfermedad. Por lo menos le funcionan las muñecas y las manos. «El dinero». Comprueba que la libreta de ahorros con su preciado cargamento de diez billetes de cinco libras sigue a buen recaudo en el bolsillo de su abrigo. «Todo bien». Se aleja cojeando. Reconoce a Rick «Una sola toma» Wakeman en el ventanal del café Gioconda de la acera de enfrente. A Dean le encantaría sentarse con Rick para tomar un té, fumar un cigarrillo y charlar sobre el trabajo de músico de sesión, pero los viernes por la mañana es cuando se paga el alquiler, y la señora Nevitt está esperando en su sala de estar como una araña gigante. Esta semana Dean ha ido mal de tiempo incluso para ser él. Hasta ayer no le llegó la orden de pago de Ray, y la cola para cobrarla ha sido de cuarenta minutos, de forma que ahora pasa de largo. Deja atrás Lynch & Lupton’s Music Publish­ers, donde el señor Lynch le dijo a Dean que todas sus canciones eran una mierda, salvo unas cuantas que eran tontas. Deja atrás Alf Cummings Music Management, donde Alf Cummings le puso la mano gordezuela en el interior del muslo y le murmuró: «Los dos sabemos qué puedo hacer yo por ti, hermosura: la pregunta es qué vas a hacer tú por mí». Y deja atrás Fungus Hut Studios, donde Dean tenía que grabar una maqueta con Battleship Potemkin antes de que lo echaran de la banda.

—AYUDA, por favor, tengo… —Un hombre de cara roja agarra a Dean del cuello del abrigo y gruñe—. Tengo… —Se dobla por la mitad de dolor—. Me está matando…

—A ver, colega, siéntate en este escalón. ¿Dónde te duele?

Al hombre le sale saliva de la boca torcida.

—El pecho…

—De acuerdo, pues. Vamos a, hum… buscar ayuda.

Mira alrededor, pero la gente pasa a toda prisa, con el cuello de la chaqueta subido, la gorra calada y evitando mirarlos.

El hombre gimotea y se apoya en Dean.

—Aaaa-aaagh.

—Colega, creo que necesitas una ambulancia, o sea…

—A ver, ¿qué problema hay? —les dice un transeúnte de la edad de Dean, con el pelo corto y un cómodo abrigo de lana. El recién llegado le afloja la corbata al hombre desplomado y le mira a los ojos—. Me llamo Hopkins. Soy médico. Diga que sí con la cabeza si me entiende, señor.

El hombre hace una mueca, traga saliva y consigue asentir con la cabeza, una vez.

—Bien. —Hopkins se vuelve hacia Dean—. ¿Este señor es su padre?

—No, no lo había visto en mi vida. Dice que le duele el pecho.

—El pecho, ¿eh? —Hopkins se saca un guante y le palpa al hombre una vena del cuello—. Tiene mucha arritmia. Señor, creo que está sufriendo usted un ataque al corazón…

El hombre abre mucho los ojos; una nueva punzada de dolor le obliga a cerrarlos.

—El café tiene teléfono —dice Dean—. Voy a llamar al nueve nueve nueve.

—No llegarán a tiempo —dice Hopkins—. El tráfico en Charing Cross Road es infernal. ¿Conoce por casualidad la calle Frith?

—Pues sí, y allí hay una clínica, a la altura de Soho Square.

—Exacto. Corra para allá todo lo deprisa que pueda, dígales que hay un tipo que está teniendo un ataque al corazón delante del estanco de la calle Denmark y que el doctor Hopkins necesita una camilla, volando. ¿Está claro?

«Hopkins, calle Denmark, camilla».

—Está claro.

—Así me gusta. Yo me quedo aquí para administrarle primeros auxilios. Ahora corra como alma que lleva el diablo. Este pobre desgraciado depende de usted.

Dean corre por Charing Cross Road, toma la calle Manette, pasa por delante de la librería Foyles y se mete por el callejón de debajo del pub Pillars of Hercules. Su cuerpo se ha olvidado del dolor de la caída que acaba de tener hace un momento. Pasa junto a unos barrenderos que están vaciando cubos de basura en un camión en la calle Greek, llega corriendo por el medio de la calzada hasta Soho Square, donde provoca una desbandada de palomas, está a punto de perder el equilibrio por segunda vez cuando dobla la esquina para tomar la calle Frith y sube dando brincos las escaleras de la clínica hasta llegar a la recepción, donde hay un conserje leyendo el Daily Mirror. MUERE DONALD CAMPBELL, reza la portada. Dean suelta su mensaje entre jadeos:

—Me manda el doctor Hopkins… Ataque al corazón… en la calle Denmark… necesita camilla… cagando leches…

El conserje baja el periódico. Tiene migas de bollo pegadas al bigote. Parece indiferente.

—Se está muriendo un hombre —declara Dean—. ¿No me ha oído?

—Claro que sí. Me estás gritando en la cara.

—¡Pues mande ayuda! Esto es un puñetero hospital, ¿no?

El conserje suelta un gruñido fuerte y profundo.

—Antes de encontrarte con ese tal «doctor Hopkins» has sacado una suma grande de dinero del banco, ¿verdad que sí?

—Sí. Cincuenta libras. ¿Y qué?

El conserje se sacude unas migas de la solapa.

—¿Y todavía estás en posesión de ese dinero, hijo?

—Está aquí. —Dean rebusca la libreta de ahorros en el abrigo. No está. «Pero tiene que estar». Prueba en los otros bolsillos. Pasa chirriando un carrito. Hay un niño berreando a pleno pulmón—. Mierda… Se me debe de haber caído cuando venía…

—Lo siento, hijo. Has sido víctima de un timo.

Dean recuerda que el hombre se le cayó contra el pecho…

—No. No. Era un ataque al corazón de verdad. Apenas se tenía en pie. —Se vuelve a mirar los bolsillos. El dinero sigue sin estar.

—Es un triste consuelo —dijo el conserje—, pero eres el quinto que nos llega desde noviembre. Ha corrido la voz. Todos los hospitales y clínicas del centro de Londres han dejado de mandar camillas para ese tal «Hop­kins». ¿Para qué? Nunca hay nadie cuando llegan.

—Pero es que… —Dean siente una náusea—. Pero es que…

—¿Vas a decir que no parecían carteristas?

Era lo que Dean iba a decir.

—¿Cómo sabían que llevaba dinero encima?

—¿Qué harías si fueras en busca de una billetera bien abultada?

Dean lo piensa. El banco.

—Me han vigilado mientras sacaba el dinero. Y me han seguido.

El conserje da un bocado de salchicha en hojaldre.

—Elemental, Sherlock.

—Pero… la mayor parte

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