Uno
Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Este es su cadáver.
Pero no había cadáver. Ni mancha de sangre. Ni maraña de pelos enganchada a las ásperas ramas caídas, ni bufanda de lana roja húmeda de rocío festoneando los arbustos. Solo había una nota en el suelo, crujiendo con el suave viento de mayo a mis pies. Me tropecé con ella en mi paseo al amanecer por el bosque de abedules con mi perro, Charlie.
Había descubierto aquel sendero la primavera anterior, justo después de que Charlie y yo nos hubiésemos mudado a Levant. Lo habíamos estado pisando toda la primavera, el verano y el otoño, pero lo abandonamos en invierno. Los finos árboles blancos eran casi invisibles contra la nieve. En las mañanas nebulosas, los abedules desaparecían por completo en la neblina. Desde que empezó el deshielo, Charlie me había estado despertando todas las mañanas al amanecer. Cruzábamos el camino de tierra y recorríamos con dificultad la leve subida y bajada de una colina pequeña, e íbamos tejiendo nuestro camino a través de los abedules. Aquella mañana, cuando encontré la nota colocada en el sendero, nos habíamos adentrado más o menos un kilómetro y medio en el bosque.
Charlie no aminoró ni inclinó la cabeza y ni siquiera bajó la nariz al suelo para olisquearla. Me pareció muy raro que la ignorase sin más; mi Charlie, que una vez rompió la correa y cruzó corriendo la autopista para recoger un pájaro muerto, así de fuerte fue su instinto de dar con el cadáver. No, no se paró a mirar la nota dos veces. Estaba sujeta con unas piedrecitas negras sobre el suelo, puestas con cuidado en el margen superior de la página y a lo largo del inferior. Me agaché para volver a leerla. Bajo mis manos, la tierra estaba casi tibia, unas adormideras de color pálido asomaban por aquí y por allí en los terrones negros, el sol empezaba a brillar con tonos del plateado al amarillo.
Se llamaba Magda.
Era una broma, pensé, una travesura, una treta. Alguien jugando a algo. Aquella fue mi primera impresión. ¿No es encantador ver ahora cómo llegué a la conclusión más inofensiva? ¿Que después de tantos años, a los setenta y dos, mi imaginación siguiese siendo tan ingenua? La experiencia debería de haberme enseñado que la primera impresión suele ser engañosa. Arrodillada en la tierra, sopesé los detalles: el papel era una hoja de rayas de un cuaderno con espiral, el borde perforado estaba cortado limpiamente, sin trozos descuidados por donde la habían arrancado; letra de imprenta pequeña, cuidadosa, escrita con bolígrafo azul. Era difícil descifrar algo a partir de la caligrafía, lo que parecía deliberado. Era el tipo de letra pulcro, impersonal, que se usa para hacer un cartel para una venta de objetos usados o para rellenar la ficha del dentista. Sensato, pensé. Listo. Quien quiera que hubiese escrito la nota entendía que al enmascarar sus peculiaridades invocaba autoridad. No hay nada tan imponente como el anonimato. Pero las palabras mismas, cuando las pronuncié en voz alta, parecían ocurrentes, cualidad rara en Levant, donde la mayoría era gente anodina de clase trabajadora. Volví a leer la nota y casi solté una risita con el penúltimo renglón: No fui yo. Por supuesto que no.
Si no era una broma, la nota podría haber sido el principio de una historia descartada como un comienzo en falso, una mala apertura. Entendía la vacilación. Es una forma más bien oscura, condenatoria, de empezar una historia: el dictamen de un misterio cuya investigación es fútil. Nadie sabrá nunca quién la mató. La historia se ha terminado justo al empezar. ¿Era la futilidad un tema que valiese la pena explorar? La nota desde luego no prometía un final feliz.
Este es su cadáver. Seguramente había más cosas que decir. ¿Dónde estaba Magda? ¿Tan difícil era inventarse una descripción del cadáver enredado en la maleza bajo un árbol caído, la cara medio hundida en la tierra blanda y oscura, atado de pies y manos a la espalda, la sangre de las heridas de las puñaladas goteando sobre el suelo? ¿Cómo de difícil era imaginarse un pequeño medallón dorado destellando entre las hojas empapadas de abedul, la cadena rota y estrellada entre las digitarias nuevas, tiernas? El medallón podía contener fotos de una niña pequeña mellada en un lado —Magda a los cinco años— y un hombre con una gorra militar en el otro, su padre, suponía. O quizá «atada de pies y manos» sería un poco demasiado fuerte. Quizá «heridas de las puñaladas» era demasiado gráfico, demasiado pronto. Quizá el asesino le pusiera las manos a la espalda simplemente para que no sobresalieran de debajo de las ramas podridas y no llamasen la atención. La piel pálida de las manos de Magda destacaría contra el suelo oscuro, como el papel blanco en el camino, me imaginé. Parecía mejor empezar con descripciones más suaves. Podía escribir el libro yo misma si tuviese disciplina, si creyese que alguien lo iba a leer.
Cuando me levanté, un dolor terrible en la cabeza y en los ojos decoloró y atrofió mi pensamiento, lo que me suele pasar cuando me incorporo con mucha rapidez. Siempre tuve mal la circulación, la tensión baja, «el corazón débil», como decía mi marido. O quizá tenía hambre. Tengo que tener cuidado, me dije. Un día podría desmayarme en un mal sitio y darme un golpe en la cabeza o provocar un accidente con el coche. Ese sería mi final. No tenía a nadie que cuidase de mí si caía enferma. Me moriría en algún hospital rural barato y a Charlie lo sacrificarían en la perrera.
Charlie, como si pudiese sentir mi mareo, se puso a mi lado y me lamió la mano. Al hacer eso, pisó la nota. Oí arrugarse el papel. Era una pena que aquella hoja prístina estuviese manchada con la huella de una pata, pero no lo reprendí. Le rasqué con los dedos la cabeza sedosa.
Quizá estaba siendo demasiado imaginativa, pensé, mientras volvía a examinar la nota. Me imaginaba a un chaval de instituto vagando por el bosque, ideando alguna escena sangrienta divertida, escribiendo aquellas primeras líneas, después perdiendo fuelle, descartando la historia por otra que le pareció más fácil de sacarse de la manga: la de un calcetín perdido, una pelea en el campo de fútbol, un hombre que se va a pescar, besar a una chica detrás del garaje. ¿Qué falta le hacían Magda y su misterio a un adolescente de Levant? Magda. No se trataba de una Jenny o de una Sally o Mary o Sue. Magda era nombre para un personaje con sustancia, con un pasado misterioso. ¿Y quién querría leer algo así aquí, en Levant? Los únicos libros que había en la tienda de segunda mano de beneficencia eran sobre cómo hacer punto y sobre la Segunda Guerra Mundial.
—Magda. Es rara —dirían.
—No me gustaría que Jenny o Sally anduviesen por ahí con una chica como Magda. ¿Quién sabe con qué clase de valores la han educado?
—Magda. ¿Qué clase de nombre es ese? ¿De inmigrante? ¿Está en otro idioma?
No me extrañaba que hubiese desechado a Magda tan rápido. Su situación era demasiado compleja, con demasiados matices para que la entendiese un chaval joven. Hacía falta una mente sabia para hacerle verdadera justicia a la historia de Magda. Es difícil encarar la muerte, al fin y al cabo. «Sáltatelo», me imagino que diría el chaval, descartando los primeros renglones. Y así renunciaba a Magda y todo su potencial. No había señales de negligencia ni de frustración, sin embargo, nada revisado ni reescrito. Al contrario, los renglones eran impolutos y uniformes. No había nada garabateado. No habían arrugado el papel, ni siquiera lo habían doblado. Y aquellas piedrecitas...
—¿Magda? —dije en voz alta sin saber muy bien por qué.
A Charlie no pareció importarle. Estaba ocupado persiguiendo entre los árboles los dientes de león que empujaba el viento. Paseé unos cuantos minutos arriba y abajo por el camino, examiné la tierra buscando algo que pareciese fuera de lugar, luego fui dando giros cada vez más estrechos por la zona de alrededor. Esperaba encontrar otra nota, otra pista. Le silbaba a Charlie cada vez que se alejaba demasiado. No había ningún nuevo camino extraño a través de los árboles que yo viese, pero, claro, mis propias vueltas lo habían liado todo y me confundían. De todas formas, no había nada. No encontré nada. Ni siquiera una colilla o una lata de refresco aplastada.
En Monlith teníamos una televisión. Había visto muchos programas de crimen y misterio. Me podía imaginar dos canales gemelos grabados en el polvo por los tacones del cadáver al ser arrastrado. O una impresión en el suelo donde había estado tumbado, con la hierba apelmazada, los plantones tiernos doblados, una seta aplastada. Y luego, por supuesto, tierra negra fresca cubriendo una tumba nueva y poco profunda. Pero el suelo del bosque de abedules estaba inalterado, hasta donde yo sabía. Todo estaba como la mañana anterior, por lo menos en aquella pequeña zona. Se tardarían días, semanas, en cubrir el bosque entero. Pobre Magda, donde quiera que estuviese, pensé, mientras daba despacio la vuelta por si me había perdido algo que asomara, un zapato, una hebilla de plástico. La nota en el camino parecía indicar que estaba cerca, ¿no? ¿No era la nota una lápida más que una historia inventada? «Aquí yace Magda», parecía decir. ¿Para qué sirve una nota así, como una etiqueta, un título, si la cosa a la que se refiere no está cerca de ella? O en ninguna parte, si vamos al caso. Sabía que el terreno era un bien público, así que cualquiera podía atravesarlo.
Levant no era un sitio especialmente bonito. No había puentes cubiertos ni mansiones coloniales, ni museos o edificios históricos, pero la naturaleza de Levant era lo bastante bonita como para distinguirlo de Bethsmane, el municipio vecino. Estábamos a dos horas de la costa. Un gran río atravesaba Bethsmane y había oído que la gente subía navegando desde Maconsett en verano, así que el mundo exterior no ignoraba la zona por completo. Aun así, no era ningún tipo de destino. No había vistas en Bethsmane. La calle principal estaba clausurada. Había sido una ciudad industrial con aceras de ladrillo y almacenes antiguos que, si hubiesen seguido existiendo, habrían formado una encantadora ciudad antigua. Pero no quedaban fantasmas ni nada romántico. Bethsmane ahora era solo un centro comercial, una bolera y un bar con neones deslumbrantes, una oficina de correos minúscula que cerraba todos los días a mediodía, unos cuantos restaurantes de comida rápida al salir de la autopista. En Levant ni siquiera teníamos oficina de correos, tampoco es que mandase o recibiese muchas cartas. Había una gasolinera con una tiendita en la que vendían cebo y cosas esenciales, comida enlatada, caramelos, cerveza barata. No tenía ni idea de lo que hacían los pocos residentes de Levant para divertirse, aparte de beber o ir a jugar a los bolos a Bethsmane. No me parecía el tipo de gente que diese paseos para ver el paisaje. Entonces, ¿quién se había metido en mi amado bosque de abedules y había sentido la necesidad de complicarme las cosas con una nota sobre un cadáver?
—¿Charlie? —grité, cuando volví a meterme en el camino.
Regresé andando hasta donde estaba la nota, que seguía ondeando suavemente con el viento cálido. Por un momento pareció que estuviese de alguna manera viva, que fuese una criatura extraña y frágil lastrada por las piedras negras, luchando por liberarse, como una mariposa o un pájaro con el ala rota. Igual que debía de haberse sentido Magda, me imaginé, a manos de quien la había matado. ¿Quién habría hecho algo así? No fui yo, insistía la nota. Y por primera vez aquella mañana, como si se me acabase de ocurrir asustarme, un escalofrío me recorrió los huesos. Se llamaba Magda. De pronto me pareció muy siniestro. Parecía muy real.
¿Dónde estaba el perro? Mientras esperaba a que Charlie volviese a mí saltando a través de los abedules, me dio la sensación de que no debía levantar mucho la mirada, que podía haber alguien observándome desde arriba, desde los árboles. Un loco entre las ramas. Un fantasma. Un dios. O la misma Magda. Un zombi hambriento. Un alma del purgatorio buscando un cuerpo vivo para poseerlo. Cuando oí a Charlie galopando entre los árboles, me atreví a levantar la vista. No había nadie, por supuesto. «Sé razonable», me dije, preparándome para el dolor de cabeza que esperaba que el valor pudiese evitar, mientras me arrodillaba para recoger las piedrecitas negras. Me las metí en el bolsillo del abrigo y recogí la nota.
Si hubiese estado sola en el bosque, sin el perro, ¿habría sido tan atrevida? Podría haber dejado la nota allí en el camino y haber salido corriendo hasta casa para conducir hasta la comisaría de Bethsmane.
—Ha habido un asesinato —podría haber dicho. Qué cosa absurda describiría—: He encontrado una nota en el bosque. Una mujer llamada Magda. No, no he visto el cuerpo, solo la nota. La he dejado allí, claro. Pero dice que la han matado. No quería alterar la escena. Magda. Sí, Magda. No sé su apellido. No, no la conozco. No he conocido a ninguna Magda en toda mi vida. Solo he encontrado una nota, ahora mismo. Por favor, dense prisa. Ay, por favor, vayan ahora mismo.
Habría parecido una histérica. No era bueno para mi salud que me alterase tanto. Walter siempre me decía que cuando me ponía nerviosa se me tensaba mucho el corazón. «Zona de peligro», decía, e insistía en meterme en la cama y apagar las luces, correr las cortinas si era de día. «Es mejor acostarse y descansar hasta que se pase el ataque.» Era verdad que, cuando me daba ansiedad, me costaba mantener la cabeza despejada. Me volvía torpe. Me mareaba. Solo con andar hasta casa, a la cabaña, con aquella ansiedad, podría haberme tropezado y caído. Podría haberme roto un brazo o la cadera al rodar por la pequeña colina que iba del bosque de abedules a la carretera. Alguien podría pasar con el coche y verme, una señora mayor cubierta de polvo, temblando de miedo por qué, ¿por un trozo de papel? Habría agitado los brazos.
—¡Pare! ¡Ha habido un asesinato! ¡Magda está muerta!
Menuda conmoción podría haber provocado. Qué vergüenza habría sido.
Pero con Charlie cerca estaba calmada. Nadie podía decir que no hubiese estado calmada. Había estado viviendo bien todo el año en Levant, tranquila y satisfecha y contenta con mi decisión de haber dado un paso tan drástico y mudarme a tantos miles de kilómetros de Monlith, a la otra punta del país. Estaba orgullosa de haber tenido las agallas de vender la casa, empaquetar e irme. A decir verdad, seguiría allí en aquella vieja casa si no hubiese sido por Charlie. No habría tenido el valor de mudarme. Era reconfortante tener un animal, siempre cerca y dependiente, en el que concentrarse, al que alimentar. Solo que hubiese otro corazón latiendo en el cuarto, una energía viva, me alegraba. No me había dado cuenta de lo sola que había estado, y entonces, de pronto, no estaba sola en absoluto. Tenía un perro. No volvería a estar sola nunca, pensé. Qué regalo tener un compañero así, como un niño y un protector, las dos cosas, algo más sabio que yo en muchos aspectos y aun así complaciente, leal y afectuoso.
La vez que peor me había sentido desde que tenía a Charlie fue aquel día en Monlith con el pájaro muerto. Charlie no se había soltado nunca de la correa, salvo en el parque canino cercado de Lithgate Greens, y al verlo salir corriendo así para cruzar la autopista sentí que lo perdía para siempre. Entonces llevábamos juntos solo unos meses y seguía sin encontrar el equilibrio como dueña, seguía siendo un poco tímida, vacilante, insegura, se podía decir. Allí quieta, me preocupaba que el vínculo que había entre nosotros no fuese lo bastante fuerte como para impedirle ir tras una vida mejor, explorar nuevos horizontes, ser más un perro de lo que podía serlo conmigo. Al fin y al cabo, yo era humana. ¿No era limitada? ¿No era un aburrimiento? Pero entonces pensaba: ¿Qué vida podía ser mejor que la vida que yo le ofrecía? ¿Correr libre por las colinas de Monlith, perseguir urogallos? Se lo comerían los coyotes. Y de todas maneras, no era esa clase de perro. Lo habían criado para prestar servicio, para traer, cobrar y volver siempre. Me pregunté, mientras lo miraba desaparecer por la autopista, qué podría haber hecho para que estuviese más cómodo, para que se sintiese más importante, más querido, más lo que fuese. ¿No estaba contento? ¿No estaba mimado? Podría haber cocinado para él, pensé. Las mujeres del parque canino habían hablado de «la toxicidad del pienso para perros de marca conocida». Ay, siempre se podían hacer más cosas para hacer feliz a una criatura. Tendría que haberle preparado huesos jugosos con tuétano, pensé, y debería haberlo dejado dormir conmigo en la cama. Hacía demasiado frío en la cocina de aquella vieja casa de Monlith, a pesar de la camita y de la manta de lana peluda. Lo había arropado con aquella manta y lo habría tenido en brazos como a un bebé recién nacido aquella primera noche en la vieja casa llena de corrientes de aire. Había llorado y llorado y lo tranquilicé y le prometí:
—Nada malo te pasará nunca. No lo permitiré. Te quiero muchísimo. Te lo prometo, ahora estás a salvo aquí conmigo, para siempre.
Y unos meses después —¡qué rápido había crecido!— lo saqué de paseo y tiró y se soltó. Aquella mañana en Monlith la correa se rompió y Charlie se fue, aplastando la delgada capa de nieve colina abajo y por encima de la autopista.
Parece que fue ayer, pensé entonces, más de un año después, yendo con la nota a casa por entre los abedules en Levant, mientras el corazón me latía muy fuerte. ¿Qué habría hecho sin Charlie? ¿Cuánto me había faltado para perderlo aquel día en Monlith? Corrí tras él, claro, pero no conseguí pasar por encima del afilado guardarraíl metálico que él había saltado sin ningún esfuerzo. Incluso a aquella hora tan temprana en la que solo pasaban despacio por el hielo uno o dos coches, me pareció muy peligroso poner un pie en el asfalto de la autopista. Nunca he sido de saltarme las normas. No era por sentido del deber cívico ni por orgullo o certeza moral, sino por la forma en que me habían educado. De hecho, la única vez que me habían regañado había sido en la guardería. Me salí de la fila de camino a la sala de música y la maestra levantó la voz:
—Vesta, ¿dónde vas? ¿Te crees tan especial como para vagar por ahí sola como una reina?
Nunca me lo perdoné. Y a mi madre le entusiasmaba la disciplina. Nunca me pegaron o refrenaron, pero siempre había orden y, cuando me comportaba como si no lo hubiese, me corregían.
Y, de todas formas, me podría haber resbalado en el hielo. Me podría haber atropellado un coche. ¿Habría valido la pena el riesgo? Ah, sí, la habría valido, la habría valido, de otra manera habría perdido a mi querido y dulce perro. Pero no podía moverme, estaba atascada allí tras el guardarraíl observando la cola de Charlie contoneándose y alejándose. Desapareció terraplén abajo, al otro lado de la autopista, donde había una ciénaga congelada. Estaba demasiado asustada para gritar o cerrar los ojos o respirar siquiera. Cuando intenté silbar, la boca no me respondía. Era como una pesadilla, cuando viene a por ti el hombre del hacha y quieres gritar pero no puedes. Lo único que podía hacer era agitar la mano con mis guantecitos rojos ante los pocos coches que pasaban, como una tonta, con las lágrimas perlándome el rabillo de los ojos tanto por el viento frío como por el terror.
Pero entonces volvió Charlie. Volvió corriendo a toda velocidad atravesando el hielo, pillando un trecho de completa calma en la autopista, gracias al cielo. Llevaba el pájaro muerto —una alondra— sujeta suavemente entre las garras y la dejó a mis pies y se sentó junto a ella.
—Buen chico —dije, avergonzada por mis emociones desbordadas hasta delante de mi propio perro.
Me sequé las lágrimas y lo abracé y le sostuve el cuello entre mis brazos y le besé la cabeza. Su aliento en el frío era como una máquina de vapor, el corazón le retumbaba. Ay, cuánto lo quería. La cantidad de vida que resonaba en aquella cosa peluda me dejaba estupefacta.
A partir de entonces, le enseñé a Charlie a recoger palos y pelotas de tenis amarillo fluorescente que se ponían marrones y empapadas de saliva, luego grises, y agrietadas rodaban bajo el asiento delantero del coche, donde me olvidaba de ellas.
—Es un retriever, una combinación bastarda de labrador y weimaraner —me había dicho el veterinario de Monlith.
Aquella mañana de la alondra fue, quizá, un día significativo para Charlie. Descubrió su propósito innato, algún instinto salió a flote. Pero ¿para qué podría yo querer aquel pájaro muerto? No lo había matado a tiros, nadie lo había hecho. Era raro que Charlie se sintiera impelido a cobrar la alondra. Así es el instinto. No es siempre razonable y nos suele llevar por caminos peligrosos.
Silbé, y Charlie vino con un trozo rojo desmigajado de madera podrida asomando a través de su suave boca. Le puse la correa.
—Por si acaso —le dije.
Me echó una mirada quejumbrosa, pero no tiró. No aparté los ojos del camino de vuelta a casa; con una mano sujetaba la correa de Charlie, la otra la llevaba metida en el abrigo con la nota agarrada para mantenerla a salvo, me decía.
No fui yo.
¿Quién era aquel yo?, me pregunté. Parecía improbable que una mujer abandonase un cadáver en el bosque, así que me dio la impresión de que podía suponer que el autor de la nota, aquel yo, aquel personaje, el yo de la historia, debía de ser un hombre. Parecía muy seguro de sí mismo. Nadie sabrá nunca quién la mató. ¿Y cómo podía saberlo él? ¿Y por qué se molestaría en decirlo? ¿Era algún tipo de provocación machuna? «Sé algo que tú no sabes». Los hombres podían ser así. Pero ¿era un asesinato la ocasión adecuada para ser así de fanfarrón? Magda estaba muerta. No era asunto de risa. Nadie sabrá nunca quién la mató. Qué manera tan tonta de desviar sospechas. Qué arrogante pensar que la gente es así de crédula. Yo no lo era. No todos somos idiotas. No todos somos borregos, ovejas, tontos, como decía Walter siempre que era todo el mundo. Si alguien sabía quién había matado a Magda, era el yo. ¿Dónde estaba Magda ahora? Estaba claro que yo había estado con su cadáver mientras escribía la nota. Y entonces, ¿qué había pasado con ella? ¿Quién había huido con su cuerpo? ¿Había sido el asesino? ¿Había vuelto el asesino por Magda después de que él, yo, lo que fuese, hubiese escrito y dejado aquella nota?
Sentía que la nota era mía. Y era mía. Ahora la poseía, intenté no arrugarla con el calor de mi pesado chaquetón acolchado.
Necesitaba un nombre para aquel yo, el autor de la nota. Al principio pensé que necesitaba un nombre solo como marcador, algo que no tuviese personalidad como para que no describiese el yo con demasiado detalle, un nombre como la caligrafía de imprenta anónima. Era importante tener mentalidad abierta. Yo podía ser cualquiera, pero se podía deducir algo del bolígrafo serio y juvenil, de la escritura precisa, de la extraña no admisión, del anonimato de yo. En blanco. El nombre de mi marido, Walter, era uno de mis nombres favoritos. Charlie era un buen nombre para un perro, pensé. Cuando nos sentíamos regios, lo llamaba Charles. A veces parecía regio, con las orejas levantadas y los ojos bajos, como un rey en su trono. Pero tenía demasiado buen carácter para ser majestuoso de verdad. No era un perro esnob. No era un caniche o un setter o un spaniel. Quería una raza varonil y cuando fui a la perrera de Monlith, ahí estaba.
—Abandonado —me dijeron—. Lo descubrimos hace dos meses en una bolsa de lona negra en la ribera del río. No tenía ni tres semanas. Es el único de la camada que sobrevivió.
Dediqué un minuto a reconstruir aquella historia. ¡Qué horror! Y luego, ¡qué milagro! A partir de entonces, me imaginaba que había sido yo la que se había encontrado la bolsa de lona negra en el fango, bajo el puente donde se estrecha el río, y que había sido yo la que había abierto la bolsa y encontrado un montón de cachorros acurrucados y drogados color pasa de los que solo uno respiraba, y aquel era el mío. Charlie. ¿Os podéis imaginar abandonar a unas criaturitas tan adorables?
—¿Quién haría algo así?
—Son malos tiempos —me dijo la mujer.
Rellené los impresos que hacían falta, pagué cien dólares por el reconocimiento médico y las vacunas y firmé la promesa de castrar a Charlie, lo que no he hecho. Tampoco les dije que me iba a mudar al este, todo el camino hasta Levant siete estados más allá, pocos meses después. Las perreras necesitan garantías. Quieren tener por escrito que la persona cuidará del animal y lo criará de la manera adecuada. Prometí no maltratarlo ni cruzarlo ni dejarlo correr suelto por las calles, como si una firma, un simple garabato en el papel, pudiese decidir su destino. No quería castrar a mi perro, me parecía inhumano, pero puse mi firma en el contrato mientras se me aceleraba el corazón, uno de los pocos engaños que he perpetrado a sabiendas, sonrojándome, temblando solo con la idea de que me descubriesen. «¿Qué clase de persona no castra a su chucho? Qué clase de perverso...» Qué ingenuo, en realidad, pensar que una mera firma sea tan vinculante. Es solo un poco de tinta sobre papel, solo un garabato, mi nombre. No podían perseguirme, arrastrarme de vuelta a Monlith solo por hacer así con un bolígrafo.
Así que sí que me fui. Después del funeral de Walter desmonté la casa de Monlith, me despedí del lugar y de todo lo que me había hecho sufrir. Qué alivio fue salir de allí, con la casa vendida y una casa nueva lista y esperándome en Levant. En las fotos era mi casa soñada: una cabaña rústica en un lago. La tierra necesitaba trabajo. Había algunos árboles pudriéndose, maleza, etcétera. La compré por casi nada, sin haberla visto. El sitio llevaba seis años embargado. Son tiempos difíciles, en efecto. Y allá fuimos. Intentaba no pensar mucho en la casa de Monlith, en lo que estarían haciendo dentro los nuevos dueños, en cómo habría resistido el invierno el porche. Y en